“Oh, madre si tan solo pudiera perdonarte
Oh, madre, si tan solo pudieras perdonarme”.
–Gloria Gervitz
Sucede que las/los hijas/os vivan la relación con su madre como un estado de deuda permanente. ¿Si la madre “te dio la vida” de qué dimensiones será la obligación de retribuirle? ¿Para retribuirle, basta el amor? ¿Qué se entiende por “amor”? Si el vínculo está determinado –familiar y culturalmente– por la deuda, las exigencias son bien distintas que si vamos aceptando que la criatura llegó al mundo como una elección de la madre, o en tantos casos como algo que a la madre “le sucedió” y siguió su curso (en situaciones complejísimas en tantas vidas), pero que en ninguno de los casos es “culpa” de un bebé que se “impuso” artero al segundo uno de su vida. No me refiero, por supuesto, a las maternidades inscritas en los territorios de la violencia y el abuso.
Hace no tanto tiempo era una costumbre bastante expandida que la hija se llamara como la madre y el hijo como el padre. La descendencia no solo portaba los apellidos, sino los nombres mismos de su progenitores. Tal vez como una fantasía de permanencia y, ¿de repetición? En el caso de las hijas la relación con la madre se complica de manera distinta a la del hijo varón. En el legendario “es una niña” la madre recibe en sus brazos a su semejante. Si en el hijo la madre acompaña a nacer a un ser humano que de entrada reconoce en su diferencia, en la hija, la madre reconoce/ cree reconocer a una igual. De allí la dificultad. ¿Qué tan igual? ¿La anatomía nos convierte en idénticas? La filósofa Celia Amorós escribe que uno de los grandes escollos de las mujeres para diferenciarse entre sí es que somos educadas en “la lógica de las idénticas”. ¿En dónde podría ser esta exigencia más total sino en la relación madre-hija?
El hecho de ser identificadas ambas como mujeres, trae consigo el riesgo enorme de que la madre se confunda, lo que podríamos escribir como con-guioncito fundir. Con-fundir.
La demanda de la madre de fusión con la hija. La urgencia de que la simbiosis de los primeros tiempos se prolongue para toda la vida. El peligro de la indiferenciación. La imposibilidad de concebir a la hija como una persona otra, cercanísima, pero ajena, es una constante en las madres que no están en la posibilidad emocional de criar hijas libres y respetadas en su singularidad. Colocar en la hija la demanda de la repetición: “tienes que ser como yo, pensar como yo, desear lo que yo he deseado. Tu destino no puede ser distinto del mío”. No podemos sostener los ideales de la maternidad e imaginar a ultranza que una madre “solo quiere lo mejor para su hija” y que todo aquello que le pide o exige es cada vez “por su bien”.
Si bien en las maternidades generosas nos encontramos con esa experiencia conmovedora que ahora vemos nombrada en las pancartas que llevan mujeres mayores en las marchas del 8 de marzo: “Lo que no pudo ser para mí que sea para ustedes”, es importante aceptar la parte oscura –consciente o no– de cantidad de maternidades en las que a la hija se le exige repetir la vida de la madre, justo una vida que a la madre misma no le gusta, que no ha disfrutado, que siente que la ha tratado injustamente. “¿Por qué si yo tuve que ‘soportar’ y ‘someterme’ tú serías más libre? ¿por qué si en mi única vida no tuve la posibilidad de elegir tú la tendrías? ¿por qué tú disfrutarías tanto a lo que yo no tuve acceso?”.
La hija vive una situación de conflicto intenso: si sigue sus deseos traiciona a la madre. ¿Quién puede imaginar semejante “traición” sin que una culpa feroz la devore? Bajar el perfil para no ser desleal. Para no “superar” a la madre. Someterse a su vez en la negación de sus deseos para no recibir un “castigo” que se concibe como devastador. La distancia de la madre demasiado demandante que se siente dejada de lado, su desamor, es una de las más poderosas amenazas que puede vivir una persona. Una madre que no puede diferenciar entre su hija y ella tiende a utilizar las herramientas culturales tan a mano para reprimir: “¿para qué estudias tanto, a los hombres no les gustan las mujeres inteligentes?” “No puedes dejar a tu marido en ninguna circunstancia, si yo he soportado a tu padre, ¿por qué no harías lo mismo?” “Yo obedecí a mis padres y jamás me hubiera atrevido a cuestionarlos, ¿quién te crees para hacer algo distinto?”
Hablar de la envidia de la madre por la hija es uno de los temas más prohibidos. Un intenso tabú. “La hija mal agradecida” atraerá sobre ella los rayos de las peores desgracias. Las escucha de la boca de su madre. Siente que su madre se las desea. ¿Su madre podría desearle un mal? Claro que sucede. La madre narcisista, por ejemplo, vivirá las diferencias con su hija como una confrontación, como una realidad que cuestiona su propia vida y la descalifica. Lo insoportable. La rivalidad con la hija la lleva a ese “o tú o yo” propio de la envidia. En esa batalla se juega su ideal de sí misma. No es simplemente: “somos distintas” como es lógico y deseable, sino: “una de las dos vive en el error y no puede ser sino tú porque mi imagen de mí misma jamás me permitiría ponerme en duda”. Cuántas madres “perfectas” caminan por la munda sin jamás ceder un milímetro. No pueden. Y la hija se vive en una tienda de raya en la que su deuda es infinita y al mismo tiempo, nada de lo que haga será ni suficiente, ni apreciado porque comete el peor de los daños para la madre: ser ella misma.
¿Cómo puede la hija moverse de lugar? ¿liberarse por dentro? ¿permitirse ir accediendo a sus propios deseos? ¿cómo puede elegirse a sí misma y no a la madre cuando la deuda la controla y la atrapa? Quizá otorgándose el derecho a dudar sería un comienzo. A dudar de la palabra de la madre, de su infalible “generosidad”. “Mirar a la madre menos como madre y más como mujer”, nos sugiere la psicoanalista Laura Elena Ferrón. Retirar a la madre de su rol de “dadora absoluta” y mirar su historia. Enfrentar la realidad sin idealizaciones. Hay mujeres que viven las diferencias con su hija como una herida demasiado honda, sus oportunidades como una devastación. Esas madres rivalizan, reprimen. Esas madres desaman. Esas madres odian. Esas madres no saben que en la persona de su hija están ejerciendo una venganza. No quieren saberlo. Es a la hija a quien corresponde aprehenderlo. Entender que no siempre existe una solución afortunada. Entenderlo y salvarse.