En las últimas semanas, diversas colegas y compañeras me han hablado sobre un fenómeno que compartimos y nos preocupa: tras años y décadas de ser ávidas lectoras, les es imposible terminar los libros que inician con avidez. No es que sean malos libros ni que, como dijo cierto señoro amargado por su propia mediocridad, estemos hartas de leernos entre nosotras. Es algo más, algo que, aunque parece personal, intuimos colectivo –como suele terminar siendo casi todo lo importantemente personal–; un desajuste de ánimo, una desolación que se nos ha instalado y que nos impide la concentración o el goce necesarios para leer un libro de un tirón. Hace no mucho, yo misma, intentando explicarles a mi pareja y a mi terapeuta el desasosiego que sentía, argumenté que me sentía abrumada por la futilidad de la acción individual o colectiva frente a los horrores de la realidad y las voluntades políticas y económicas que los permitían. Muchas palabras para decir que estoy cansada y triste. Las charlas entre colegas me iluminaron sobre que no es que yo lo esté, sino que lo estamos muchas.
Estamos cansadas de encontrarnos y vernos marchando y manifestándonos por cientos por un cese al fuego, ante la mirada burlona de políticos y la inútil presencia de las supuestas salvaguardas internacionales; cansadas de tener que escuchar discursos de odio y mentiras evidentes desde las plazas del poder; estamos agotadas de que nos digan que exageramos, que no es para tanto, que estamos mejor que nunca; exhaustas y tristes de que las voces de quienes sufren, de quienes resisten se ahoguen en el mar de la desinformación, el oficialismo y la violencia.
Te podría interesar
Olvídense de leer, ¿a quién le queda fuerza para otra cosa que no sea sobrevivir?
Hace poco, Charlie Moya Gómez escribía para El Salto, en España, preguntándose si las militancias [activistas] están “atrapadas en el tornado individualizante y paralizador del no me da la vida, la falta de compromiso e ilusión”; señalando el desánimo, el cansancio, la desmovilización incluso frente a la amenaza de la xenofobia y movimientos antiderechos. Y es que la frase “no me da la vida” es verdad, no nos da; no nos da para luchar en medio de la precarización laboral, de la violencia omnipresente, la emergencia climática y los trabajos de cuidados; pero, nos tiene que dar, porque la realidad nos come, porque los fachas, los “libertarios”, los militaristas no descansan. Sí, estamos cansadas y estamos tristes, y estamos también aterradas; de lo que se viene, de lo que ya vemos que pasará si paramos, de los derechos que perderemos, los espacios de los que nos echarán, las compas a las que violentarán y desaparecerán, los colegas a los que asesinarán. No nos da la vida, pero nos tendrá que dar.
La victoria de Milei en Argentina fue al mismo tiempo irreal y esperable; el posible regreso de Trump al gobierno de Estados Unidos, más de lo mismo. El miedo y la crisis nutren odios, y siempre habrá un “libertario”, un “patriota” dispuesto a exprimir rédito político del odio, lo mismo en Argentina, que en Europa, que en México. Así que nos tendrá que dar, para seguir tomando las calles cuando y donde haya que hacerlo, para poner el cuerpo, para sostener, para cuidar y para resistir. No sé cuándo lograremos volver a leer, pero sí sé que nos veremos en las calles; cansadas, tristes, asustadas, pero juntas. Aquí estoy, aquí estamos todas.