“BARDO” DE ALEJANDRO GONZÁLEZ IÑÁRRITU

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Hay en “Bardo” un continuo vaivén entre lo personal y lo social, la historia de un hombre y su familia y la historia de un país. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Ya sabemos, “Bardo” es la más reciente película de Alejandro González Iñárritu. “La más personal”, dicen. “No una autobiografía”, nos aclara el autor, sino –retomando el término acuñado por el escritor francés Serge Doubrovsky– “una autoficción”. En palabras de Doubrovsky: “La autoficción... es la ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales”. Las escrituras del “yo”. En algún momento González Iñárritu habla de la realidad y sus metáforas. Bueno, bien podemos imaginar que si la noticia es que Amazon quiere comprar Baja California, el autor está jugando con los tiempos que corren: casi todo está en venta, casi todo se compra. ¿Un tramo de territorio en el mercado? Ya nos sucedió antes. El protagonista escucha al presidente de Estados Unidos en el radio: “Al bajar la frontera, un territorio del tercer mundo podría convertirse en la tierra prometida del primer mundo”.

Daniel Giménez Cacho –qué actor excelente– es Silverio Gama, periodista y documentalista. Para cuando llegamos a su escena frente al espejo por la mañana, ya lo vimos en un vagón de metro anegado. En una casa anegada. Como en un sueño. Ya asistimos también a la escena del nacimiento de un bebé que opina que “el mundo está de la chingada” y regresa al vientre de su madre. Ese bebé se llama Mateo. Más tarde en la película será un muñequito animado que gatea sobre la arena rumbo a las olas. Su madre, su padre, sus hermanos esparcen sus cenizas en el mar. El bebé que en realidad vivió un mes, solo un mes, regresó al agua. 

Hay en “Bardo” un continuo vaivén entre lo personal y lo social. La historia de un hombre y su familia y la Historia de un país. Las escenas en el Castillo de Chapultepec son irónicas y pasmosas: la cámara se desliza, vuela, cae pecho a tierra, se arroja desde lo alto. Así va la película. Hasta la sobredosis. Hasta el cansancio. “Dejemos que el mito se alce sobre México y nos cobije para siempre”. “Solo los mexicanos somos capaces de convertir una vergonzosa derrota en una victoria mítica”. Y luego nos vamos con el ex amigo entrevistador envidioso, el que se quedó, el que “triunfa”, pero no “a lo grande”: “¿Es cierto que a ti de niño te apenaba que te dijeran ‘el prieto’? A tu madre y en especial, a tu abuela les avergonzaba muchísimo que fueras, pues, más morenito, más tirándole a indígena que a criollo”. Hartos lugares comunes. 

Mientras la cámara da de saltos, las frases son de un estereotipado que estremece. El conflicto del autor que abandona su país. ¿Acaso es un impostor? El éxito no es lo que parece. La fama es un veneno. Las preguntas de los que se quedan y no entienden nada: “¿Te sientes más gringo o más mexicano?”, “Viniendo de fuera, ¿entiendes lo que pasa en tu país?” La escena de la conversación con el entrevistador, es una especie de adelantarse a las entrevistas que Iñárritu imaginó para después de exhibida la película: “no pudiste con tu pinche ego y te metiste en la película cabrón”. “Luis es una docuficción y el humor es una cosa muy seria”, responde el autor sabio y paciente. “O hablas de tus cosas íntimas o del cosmos, o de tus miserias personales o de las políticas”. De nuevo el autor: “Luis, yo soy todo eso y nada de eso, también”. En algún momento Silverio Gama explica: “La memoria carece de verdad, solo tiene convicción emocional”. 

¿Qué sucede que una no logra emocionarse? Justamente. ¿Por qué “Bardo” nos recuerda momentos arrebatadores de “La gran belleza” de Sorrentino, solo que en la segunda una sentía el corazón estrujado y acá pareciera que nos dicen: “acá es donde el corazón se estruja. No te lo pierdas, no peques de insensible”. “Bardo” nos avisa que es un llamado a la nostalgia, pero una no siente nostalgia. “En esta película no hay nada que entender, es apagar tu lado racional... es entrar en el sueño del otro y no demandarle lógica a lo que no tiene lógica”, le cuenta Iñárritu en entrevista a Fernanda Familiar. Que esa es la intención de la película nos queda clarísimo en el minuto dos y medio, el problema es la demanda de “dejarte ir” ante secuencias que no se “dejan ir” nunca. La “ilogicidad” más racionalmente calculada. Una cosa es deslizarnos en el lenguaje onírico y otra es que nos digan: “oigan, fíjense bien que esto es absurdo, no se pierdan los juegos de cámara hechos para sorprender, ¿ya vieron qué oníricos somos?” Qué niveles de artificio. “Es una película compleja”, dicen. Y todo esto como si Fellini jamás hubiera existido. 

Silverio se encuentra con su padre y como se supone que además de “compleja” es una película “inmersiva”, ¿verdad? nos llevan y nos traen agitándonos con las cámaras, pero vuelvo a las comparaciones: con cuánta más sencillez nos conmovemos con las memorias del personaje de “Dolor y Gloria” de Almodóvar cuando regresa hacia su madre. La humildad de la nostalgia. Dice el padre de Silverio: “Yo lo perdí todo hijo, por eso no pude ser más que eso. Padre y a veces esposo, pero siempre me invadió la vergüenza de lo que podía haber sido y no fui. Tú en cambio te has transformado en un hombre de mundo”. El hijo responde: “El peor de mis fracasos ha sido el éxito”. Y la cámara no nos da tregua. Pirámides de cuerpos sobre los que Silverio conversa con Hernán Cortés, las palabras de Paz, la oscuridad. De nuevo sucede: “acá debería emocionarme”, se dice la espectadora. ¿Qué no entiendo el significado de la pirámide de cuerpos?” Y el centro de la ciudad en el conflicto del cineasta migrante. 

Una ya casi espera que un conchero caiga de entre las nubes, pero no: una mujer se desploma a mitad de la acera. Silverio se acerca a  ella, está viva. Un hombre le pregunta si está muerta y ella dice: “no estoy muerta, estoy desaparecida”. Las personas comienzan a desplomarse una tras otra a lo largo de la calle. La apoteosis de la originalidad. Justo con el más doloroso de los temas. Y el policía, moreno, por supuesto, que le dice en el aeropuerto que Silverio no está llegando a su hogar, porque EU no puede serlo y la hija que le habla de ese país “pasteurizado” donde los llevó a vivir. Me impresiona la escasa calidad de las frases, de las palabras. La falta de profundidad de los diálogos. La imagen se devora todo lo demás. En lo personal, me gusta el intimismo, la creación autobiográfica, no creo que un/una autor/a sea el colmo del narcisismo por trabajar la autoficción. Tampoco por intercalar lo íntimo y lo social, pero los mecanismos de la empatía son misteriosos, quizá no nos encanta que nos exijan “sentir”, que nos digan a qué horas y cómo. Termina siendo tan racional y tan frío. La actuación de Giménez Cacho es magnífica, sin duda lo mejor de la película.