En nuestro país, la implementación de políticas públicas de gran calado despierta siempre muchas sospechas. Las transformaciones de fondo en la legislación, las grandes obras de infraestructura o la implementación de nuevos modelos (por ejemplo, en materia de salud, educación, energía) son vistos con suspicacia, y con razón. Tres factores están muy presentes cuando se valoran estas decisiones: la ineptitud de gran parte del funcionariado, la corrupción y el uso de la política como plataforma de negocios, y ciertos niveles de ignorancia colectiva o selectiva.
Levantan las vedas
El pasado 6 de junio el Gobierno de la República publicó diez decretos que levantan las vedas (o la prohibición del aprovechamiento del agua) y establecen en su lugar reservas de agua, con el objetivo de garantizar la disponibilidad hídrica para los ecosistemas y las poblaciones por los próximos 50 años, en 295 cuencas y exclusivamente en lo que se refiere al aprovechamiento de aguas superficiales (no subterráneas).
La medida ha sido presentada como una innovación sin precedentes, digna de ser replicada a nivel global, porque por primera vez se incorpora en la gestión del agua un criterio ecológico, y esto es cierto. Las reservas de ecosistemas (o Áreas Naturales Protegidas) han tenido como propósito la conservación de nuestros recursos naturales. México cuenta con 182 de ellas que abarcan el 12% de nuestro territorio. Sin embargo, en lo que se refiere al agua, cuyo rol en la conservación de la biodiversidad y los ecosistemas es fundamental, el criterio ambiental no había sido incorporado en la gestión del agua, ni para su aprovechamiento ni para su conservación, como tampoco se ha considerado el derecho humano al agua.
No obstante, el decreto de las reservas de agua se ha realizado derogando las vedas que impedían legalmente el uso de esas mismas aguas. El hecho de que se hayan retirado las vedas para dar paso a unas reservas de agua que protegen el 70% de los caudales para uso ecológico, el 1% para uso urbano y el 29% del volumen quede a disposición de otros usos que anteriormente no tenían posibilidad de aprovecharlas, es lo que ha sido considerado como un intento de “privatización” del agua.
Dos posiciones
Como es común, en esta polémica encontramos defensores y detractores, la mayoría de las veces alineados en sus respectivos bandos ideológicos: unos afirman que es una medida ambiental plausible y que de ninguna manera pretende privatizar el agua, sino que única y exclusivamente se realizó para proteger el recurso hídrico con fines ambientales y de uso urbano; otros acusan que los decretos son la única manera en que el gobierno, tras cinco años de intentos fallidos por aprobar una nueva Ley General de Aguas que no fue posible pasar en el Congreso, pudo otorgarle certeza jurídica a las empresas privadas que pronto requerirán de mucha agua para la generación de energía, la explotación minera y petrolera, y el fracking (método de extracción de gas natural en yacimientos no convencionales, que requiere muchísima agua). Ambas posiciones tienen algo de cierto, aunque también quitan de la ecuación aspectos fundamentales.
En cuanto a la privatización, los decretos no privatizan de facto el agua. De hecho, es necesario reconocer que, aunque en México el agua es propiedad de la Nación, su privatización ocurre hace décadas y todos los días a través de concesiones y asignaciones que son legales y muy comunes. El uso privado del agua en México no es nada nuevo. No es que estemos pasando de un régimen público a un privado que no existía. En ello la defensa gubernamental encuentra argumentos razonables. Sin embargo, la novedad es que 29% de las aguas antes vedadas ahora puedan ser concesionadas a privados, y estos decretos abrieron definitivamente esa posibilidad.
Si hubiese mayor capacidad de vigilancia
Algunos consideran que es mejor el nuevo régimen de reservas al de vedas, porque este último ha quedado obsoleto. Eso es real: la prohibición del aprovechamiento del agua en esas cuencas, como ocurre con muchas prohibiciones en nuestro país (tráfico de drogas, de especies, de personas, explotaciones pesqueras, explotaciones forestales) no estaba logrando impedir el tráfico ilegal de agua. Las razones, son las mismas que obstruyen el estado de derecho en México: la corrupción y la incapacidad de vigilar, y son exactamente las mismas razones por las cuales las reservas tampoco garantizarán la conservación del recurso. Pero si ahora hubiese menos corrupción y mayor capacidad de vigilancia, entonces el régimen de vedas funcionaría mejor que la solución de las reservas de agua.
Explico: para ponerle remedio al aprovechamiento ilegal del agua, se recurre a un mecanismo que no se hace cargo de las causas del problema; las reservas de agua aparentan garantizar legalmente por 50 años la protección de las cuencas, como si esto pudiera ocurrir en la actualidad mexicana, donde no fue posible hacer cumplir las vedas, y ahora asume que se podrán hacer cumplir las reservas. La diferencia en la valoración de las capacidades del Estado para un caso y para el otro, desvela la necesidad real del cambio de estatus: utilizar para fines no ecológicos y ni para consumo humano el 29% del agua de esas cuencas, lo que es ahora legal. Como quiera, resulta más sencillo “agarrar” a alguien traficando agua ilegalmente, que “agarrar” a alguien tomando más del 29% autorizado. Es verdad que las vedas no garantizaban la protección absoluta de las cuencas, pero lo que sí lograron fue detener las asignaciones y concesiones de agua en esos territorios, que ahora estarán sujetas a mediciones y prelaciones que serán realizadas como siempre: a modo.
Difícil de creer
Aunque el Director de la Comisión Nacional del Agua ha negado rotundamente que las aguas liberadas de la veda se vayan a utilizar para los fines privados que acusan varias organizaciones ambientalistas e investigadores, es muy difícil creerle: el gobierno decidió no hacer una amplia convocatoria para analizar y publicitar esta medida tan vanguardista, soslayó las aportaciones levantadas en la consulta pública, y también decidió no procesarlos en los Consejos de Cuenca que están facultados para involucrarse en este tipo de decisiones.
Para saber si estas reservas serán benéficas o perjudiciales, es imprescindible conocer cuál es su finalidad última. La vocación ecológica literalmente expresada en los decretos no ha convencido, pero la intención íntima de estos decretos no tardará mucho tiempo en conocerse. La administración federal está por concluir: si la intención real es proteger las cuencas por los próximos cincuenta años, pues no se otorgará NINGUNA nueva concesión ni un solo aprovechamiento adicional en estos lugares en los últimos meses del sexenio. Pero si su objeto es habilitar a las empresas mineras y energéticas para aprovechar caudales que antes les estaban prohibidos, pero ahora “sobran”, y entonces se les otorgan concesiones por varias décadas, quedará claro el objetivo real de los decretos. En todo caso no pueden celebrarse políticas públicas que soslayan la enorme presión de intereses privados sobre las concesiones de agua, que no fortalecen previamente las capacidades necesarias para implementarlas, y que hacen caso omiso de los altísimos grados de corrupción que prevalecen en México.