ADELANTOS EDITORIALES

El maestro de la fuga • Jonathan Freedland

El hombre que escapó de Auschwitz para alertar el mundo.

Escrito en OPINIÓN el

La verdadera historia de Rudi Vrba, el primer judío que escapó de Auschwitz y trató de advertir al mundo de las atrocidades nazis.

En abril de 1944, Rudolf Vrba se convirtió en el primer judío en escapar de Auschwitz. Contra todo pronóstico, tras esquivar por poco las balas alemanas, él y su compañero de fuga escalaron montañas y cruzaron ríos para alcanzar la libertad. Vrba quería advertir a los últimos judíos de Europa del destino que les esperaba al final de la vía férrea. Brillante estudiante de ciencias y matemáticas, memorizó cada uno de los detalles de la maquinaria nazi y lo arriesgó todo para recopilar los primeros datos de la Solución Final. Tras su huida, sacó de contrabando el primer relato completo de cuanto acontecía en los campos de exterminio, un informe detallado que finalmente llegaría a manos de Franklin Roosevelt, Winston Churchill y el papa, y que acabaría salvando miles de vidas judías. El maestro de la fuga es la historia de un hombre que merece ocupar su lugar en la historia junto a Ana Frank, Oskar Schindler y Primo Levi, protagonistas todos ellos del capítulo más oscuro de nuestro pasado reciente.

Fragmento del libro El maestro de la fuga” de Jon Krakauer, editado por Planeta, 2023,. © 2022 Traducción: David Paradela López. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Jonathan Freedland es columnista de The Guardian y excorresponsal extranjero. En 2014 recibió el premio especial Orwell de periodismo. Sus libros incluyen siete novelas de suspenso escritas bajo el seudónimo de Sam Bourne,

El maestro de la fuga | Jonathan Freedland

#AdelantosEditoriales

 

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La estrella

Siempre se había sabido especial. Todavía no era Rudolf Vrba, eso vendría después. Se llamaba Walter Rosenberg y no tenía más que mirar a los ojos de su madre para saber que era un niño único. Ilona Rosenberg había esperado de­sesperadamente su llegada desde hacía mucho tiempo. Ella ya era madrastra —su marido, Elias, tenía tres hijos de un matrimonio anterior—, pero no era lo mismo que abrazar a un bebé salido de sus entrañas. Llevaba diez años anhelando tener un hijo; los médicos le habían quitado todas las espe­ ranzas. Por eso cuando Walter llegó al mundo el 11 de sep­tiembre de 1924, su madre lo recibió como un milagro.

Ilona lo adoraba, al igual que sus hermanastros, dos niños y una niña, todos ellos más de diez mayores que él. Sammy y Fanci, en especial, parecían más un tío y una tía que un hermano y una hermana. El pequeño Walter, de­positario de las atenciones que habitualmente se reservan a un hijo único, salió dotado de una precoz inteligencia. Te­nía cuatro o cinco años cuando Fanci, deseosa de verse con su novio, lo dejó un día en el colegio donde trabajaba una amiga suya para que alguien que no fuera ella pudiera vigi­larlo. La idea era que el niño se quedara jugando o dibujan­do en un rincón, pero cuando volvió a recogerlo se encon­tró con que la maestra señalaba a Walter Rosenberg como ejemplo a los demás niños, algunos de los cuales le dobla­ban la edad.

—Miren qué bien hace su trabajo —les decía. Cuando no era mucho mayor, su familia se lo encontró un día pasando las páginas de un periódico como si no fue­ra gran cosa.

Había nacido en Topol’cany, en el oeste de Eslovaquia, pero cerca del centro del nuevo Estado de Checoslovaquia, creado apenas seis años antes. Al poco tiempo, la familia vendió sus propiedades y se instaló en el extremo oriental del país, cerca de Ucrania, concretamente en Jaklovce, un rincón del mapa tan olvidado que hasta los trenes pasaban de largo sin detenerse, entre otras cosas porque no había estación, ni siquiera un andén. Fue el padre de Walter, pro­ pietario de un aserradero, quien construyó una estación con una modesta sala de espera, estructura que, para deleite de Walter, la familia utilizaba como choza o sucá durante la semana de otoño en que los judíos deben demostrar su fe en el Todopoderoso comiendo en cabañas provisionales, a la vista del cielo.

El joven Walter disfrutaba de la vida rural. La familia criaba pollos y tenía una gallina ponedora que ocupaba el lugar de honor. Un día, los padres se percataron de que faltaban huevos. Fanci recibió orden de montar guardia: a lo mejor había un zorro que asaltaba el gallinero. Una ma­ñana, la muchacha descubrió que el culpable era un depre­dador inesperado: por lo visto, a su hermano pequeño le había dado por escabullirse en el gallinero, robar los huevos y comérselos crudos.

Los Rosenberg no se quedaron mucho tiempo en aque­lla aldea. Elias murió cuando Walter tenía cuatro años, e Ilona regresó al oeste, donde la familia tenía sus raíces. Ahora debía ganarse la vida por su cuenta, así que empezó a trabajar como vendedora ambulante, suministrando o arreglando la lencería y la ropa interior que ella misma confeccionaba. Pero aquella no era la situación ideal para criar a un niño. Un día dejó a Walter con una amiga, una de esas mujeres a las que Ilona calificaba de «mantenidas». La mujer, que estaba furiosa con un hombre del que había sido amante y que la había abandonado, sobornó a Walter para que fingiera ser hijo ilegítimo suyo y se paseó con él por la ciudad, lamentándose a voces y repitiendo el nombre de aquel hombre aborrecible que los había abandonado a ella y al pequeño. La actuación de Walter fue recompensada con una visita a la panadería y el pastel que le gustara.

Después de eso, Ilona prefirió que su hijo se fuera a vivir a Nitra con los abuelos. La decisión se reveló acertada. Walter enseguida forjó un fuerte vínculo con su abuelo, que lo educó en las costumbres de un judaísmo estrictamente ortodoxo. De vez en cuando, hacía algún recado que lo obligaba a pasar por la casa del muy respetado rabino de la ciudad, y los viernes acudía con su abuelo y otros hombres al río, que les servía como micvé, es decir, para realizar el baño ritual previo al sabbat.

A Walter le gustaba la tradición y amaba a sus abuelos: era feliz. El único nubarrón en el horizonte era una especie de rivalidad fraterna con Max, su primo de Viena, un par de años mayor que él. Walter sabía que su abuelo estaba orgu­ lloso de sus logros en el colegio, pero sospechaba que en el fondo Max era su favorito.

Al cabo de un tiempo, la abuela de Walter sufrió una caída y el abuelo decidió que no podía seguir criando solo al chiquillo, de modo que lo internaron en un orfanato judío de Bratislava. Allí volvió a impresionar a los profesores con su aplicación en los estudios. Cuando le preguntaban cuáles eran sus aficiones, respondía que los idiomas y la lectura, aunque también encontraba tiempo para jugar futbol. El di­rector le sugirió a Ilona que inscribiera a su hijo en una de las escuelas de élite de la ciudad. Eso implicaba establecerse de manera permanente en Bratislava y contratar a alguna joven para que ejerciera como tutora de Walter durante los periodos en que ella estuviera de viaje, pero Ilona estaba re­suelta a hacer lo que fuera para que su hijo tuviera lo mejor.

Hay una fotografía del otoño de 1935 en la que vemos a Walter con sus compañeros de clase y vislumbramos ya al hombre en que se acabaría convirtiendo. Solo tiene once años y parece algo nervioso, pero irradia cierta presencia. Lleva el cabello oscuro peinado hacia un lado, y luce ya esas pobladas cejas que lo acompañarán de por vida. Está senta­ do con la espalda recta, mirando al objetivo con intensidad. El resto de los chicos hacen lo que les han dicho y posan con los brazos cruzados. Pero Walter no.

Seguía llevando el talit, el chaleco tradicional de los va­ rones judíos devotos, pero su madre le había hecho una faja para que no se le vieran los hilos o tzitzit. Los peyot o rizos, que Walter seguramente lucía cuando vivía en Nitra, ha­bían desaparecido. Por primera vez, era libre de tomar sus propias decisiones en materia religiosa, sin el influjo de su abuelo ni del orfanato. Una tarde, paseando por las calles de Bratislava con algo de dinero en el bolsillo, decidió poner a Dios a prueba: entró en un restaurante y pidió carne de cerdo. Dio un bocado y esperó a que lo fulminara un rayo. Como el rayo no caía, el muchacho decidió tomar un nuevo camino.

Los alumnos de la escuela podían elegir su formación religiosa: católica, luterana, judía o ninguna. Walter eligió ninguna. En sus documentos de identidad, en el espacio reservado para la nacionalidad, podría haber puesto la pala­ bra judío, pero en lugar de ello eligió checoslovaco. Ahora, en el colegio, ya no solo estaba aprendiendo alemán, sino tam­bién alto alemán (había llegado a un trato con un alumno emigrado: cada cual le daría al otro lecciones avanzadas de su lengua materna). En la foto de clase de 1936, se lo ve con una expresión segura, incluso altanera. Tiene la mirada fija en el futuro.

Sin embargo, en la fotografía del curso 1938­1939 no encontramos ya el menor rastro de Walter Rosenberg. Todo había cambiado, hasta la forma del país. Tras los Acuerdos de Múnich de 1938, Adolf Hitler y sus aliados húngaros se habían repartido Checoslovaquia y, en la primavera de 1939, lo que quedaba del país estaba fragmentado. Eslova­quia se presentaba como una república independiente, aun­que en realidad era una criatura concebida con el benepláci­to y la protección del Tercer Reich, que veía en la ultranacionalista Guardia de Hlinka, perteneciente al Parti­do Popular Eslovaco, un reflejo de sí mismo. Al final, los nazis se anexionaron e invadieron el resto del territorio che­ co e instauraron el Protectorado de Bohemia y Moravia. Hungría, por su parte, se apoderó de un último trozo del país. Terminado el reparto, los habitantes de lo que había sido Checoslovaquia quedaron, en mayor o menor medida, a merced de Adolf Hitler.

En Eslovaquia, el adolescente Walter Rosenberg notó el cambio de inmediato. Le comunicaron que, indepen­ dientemente de su elección en la materia de estudios religio­ sos o de lo que hubiera puesto en la casilla correspondiente a «nacionalidad», satisfacía la definición jurídica de judío y era mayor de trece años; por consiguiente, su plaza en la escuela de Bratislava ya no estaba disponible. Su formación había concluido.

De un lado a otro del país, los judíos como Walter com­ prendieron que, a pesar de que el nuevo jefe del Gobierno era un sacerdote católico —el padre Jozef Tiso—, la religión es­ tatal de la república recién nacida era el nazismo, en su va­ riante eslovaca. Según el inmutable credo de los antisemitas, los judíos no solo eran poco fiables, indignos de confianza e irremisiblemente extranjeros, sino que además poseían po­ deres casi sobrenaturales que les permitían ejercer una in­ fluencia social y económica desproporcionada en compara­ ción con el tamaño de su comunidad. Por supuesto, las autoridades de Bratislava se apresuraron a culpar a la minús­cula minoría judía del país —89?000 personas en una pobla­ción de 2,5 millones de habitantes— de la suerte que le había tocado a la nación, incluida la pérdida de su preciado territo­rio a manos de Hungría. Aparecieron carteles propagandísti­cos pegados en las paredes de ladrillo; uno de ellos mostraba a un eslovaco joven y orgulloso, vestido con el uniforme ne­ gro de la Guardia de Hlinka, dándole una patada en el trase­ ro a un judío con rizos y nariz aguileña, al cual se le caía una faltriquera al suelo. En su primer discurso radiofónico como líder de la nueva república independiente, Tiso hizo una sola promesa política firme: resolver la cuestión judía.

Tras la expulsión de Walter de la escuela, Ilona dejó su trabajo como vendedora ambulante y los dos se trasladaron a Trnava, una pequeña ciudad cincuenta kilómetros al este de Bratislava. Después de haber residido en la capital, el cambio fue duro: las múltiples callejuelas de Trnava conver­gían en una plaza central llamada de la Santísima Trinidad —dominada no por una, sino dos iglesias—, en torno a la cual giraba toda la vida. En verano, la ciudad se convertía en una nube de calor y polvo, la plaza del mercado apestaba a estiércol, heno y sudor humano, y el tufo que emanaba de la cercana fábrica de azúcar donde se procesaba la remola­cha lo impregnaba todo. Aun así, uno podía evadirse en el campo, con sus campos de trigo maduro y sus brisas frescas a solo un paseo en bicicleta.

Pero si los Rosenberg, madre e hijo, esperaban encon­trar allí un refugio, se habían equivocado de sitio. La deter­ minación del Gobierno de abordar la llamada cuestión judía llegó hasta la pequeña ciudad de Trnava, con una comuni­ dad de menos de tres mil judíos y dos sinagogas situadas a pocos metros una de la otra. A decir verdad, las buenas gen­tes de Trnava tampoco necesitaban que las azuzaran mu­cho: en diciembre de 1938, pocas semanas después de que Eslovaquia obtuviera la autonomía, habían prendido fuego a ambas sinagogas.

Walter se integró enseguida en un grupo de adolescen­ tes judíos que, como él, habían sido apartados de la ense­ñanza. El primer día de clase, los colegios habían colgado en la puerta unos letreros donde se informaba de que no se admitía ni a judíos ni a checos, y los antiguos amigos de estos coreaban: «Fuera judíos, fuera checos». A partir de entonces, Walter y los demás jóvenes judíos de Trnava —los de octavo grado en adelante— quedaron abandona­ dos a su suerte y, al no tener clases a las que asistir ni sitio adonde ir, pasaban el tiempo deambulando por la ciudad. Según la nueva legislación, incluso tenían prohibido estu­diar por su cuenta. Tanto es así, que Walter y su amigo Erwin Eisler tuvieron que presentarse un día en el edificio del ayuntamiento para entregar sus libros de texto, en cum­ plimiento de una orden destinada a evitar la amenaza de que los niños judíos estudiaran en casa. Walter cumplió a rajatabla y entregó sus libros, pero su amigo lo sorprendió. Normalmente, Erwin era un muchacho tímido que se son­rojaba ante la mera mención de las chicas y buscaba siempre alguna excusa para no ir con la pandilla al café del barrio. Sin embargo, ese día dio muestras de un valor inesperado.

—No te preocupes —susurró—. Todavía tengo el libro de química.

Se había quedado uno de los dos volúmenes de quími­ca inorgánica y orgánica del científico checo Emil Votocek. A partir de entonces, Walter y Erwin se dedicaron a estu­diar con ese manual y a adquirir en secreto los conocimien­ tos que su propio país se empeñaba en negarles.

Los muchachos estudiaban allá donde podían. A veces se reunían en un prado conocido como la Laguna por haber sido tal en el pasado; allí se sentaban y trataban de hallar sentido a un mundo que parecía haberse vuelto del revés. Walter no tardó en convertirse en una presencia dominan­te, ya que su inteligencia lo hacía destacar. Gerta Sidonová, una niña de trece años, se sentía cada vez más fascinada por él y escuchaba embelesada todo lo que decía. Los padres de Gerta lo contrataron como profesor particular, aunque sin duda a la joven le costaba concentrarse en las explicacio­nes. Ella tenía la esperanza de acabar siendo su novia, pero las intenciones de Walter no estaban claras. Un día concer­taron una cita, pero él la dejó plantada, cosa que Gerta le reprochó. Walter alegó que había acudido a la cita, pero que al acercarse había visto que ella llevaba puesto un som­brero de pompones, así que había dado media vuelta y se había ido en dirección contraria. Le dijo que con ese som­brero parecía una niña de nueve años. Él tenía quince y no quería que lo vieran con una mocosa.

Los adolescentes judíos de Trnava tenían pocas opcio­ nes fuera de su círculo. Tanto ellos como sus familias se fueron quedando al margen de la vida de la ciudad que había sido su hogar. En el resto del país se repetía el mismo patrón. El régimen de Tiso estaba decidido a arruinar y aislar a los judíos, primero vetándolos de la función públi­ ca y después imponiendo cuotas a su presencia en las pro­ fesiones liberales. Con el tiempo, se prohibió que los ju­díos poseyeran automóviles, radios o incluso material deportivo. Cada nueva ordenanza se publicaba en una ta­ bla de anuncios del centro de la ciudad que los judíos con­ sultaban a diario para ver qué nueva humillación les espe­ raba.

Walter y su madre no tenían patrimonio ninguno, pero los judíos con propiedades se vieron despojados de ellas poco a poco: primero les confiscaron las tierras, luego les expropiaron los negocios. Arianización, lo llamaban las au­toridades. El padre de Gerta trató de conservar su carnicería poniendo como titular de esta a un ayudante que había te­nido la astucia de afiliarse al Partido Popular Eslovaco. Era lo que se conocía como arianización voluntaria, en vir­tud de la cual las empresas de propiedad judía cedían una participación de al menos el 51?% a un «candidato cristiano cualificado». La terminología del programa era un tanto impropia, ya que los nazis no consideraban arios a los eslo­vacos, sino que los clasificaban entre los eslavos, y como tales eran de todo punto Untermenschen, infrahumanos. Con todo, se los consideraba superiores a los judíos, y eso era lo importante.

Las golpizas se convirtieron en algo habitual. Se propi­ naban sobre todo a los judíos, pero a veces también a los gentiles que no atormentaban a sus vecinos judíos con el cuidado requerido. Los paramilitares nacionalsocialistas presionaban a los habitantes de Trnava y del resto de los pueblos y ciudades eslovacos para que boicotearan los nego­ cios judíos y a la población hebrea en general.

No había dónde esconderse, ni siquiera dentro de la propia casa a puerta cerrada. A partir de 1940 —mientras los londinenses soportaban los bombardeos aéreos noctur­ nos de lo que enseguida daría en conocerse como el Blitz—, los gendarmes eslovacos trasladaron la política de expropia­ ción de propiedades judías a un nivel más directo y literal. Entraban en los hogares judíos y los saqueaban, y los niños no podían hacer más que quedarse mirando. Podían llevar­ se una raqueta de tenis, un abrigo, una cámara de fotos o alguna preciada reliquia familiar, o incluso, como ocurrió en al menos un caso, un piano. A veces se aventuraban fue­ra de la ciudad, y si daban con una granja familiar de pro­piedad judía, requisaban los animales. Se había abierto la veda. Todo lo que fuera de los judíos podían quedárselo los eslovacos.

Pero aquello era apenas el principio de la nueva repú­blica. Cuando Walter cumplió diecisiete años, en septiem­ bre de 1941, el Gobierno de Tiso introdujo su particular versión de las leyes de Núremberg: el Código Judío. A par­ tir de entonces, a los judíos se les prohibía participar en ac­ tos públicos, clubes y organizaciones sociales de cualquier tipo. Solo se les permitía salir o hacer compras dentro de unos horarios establecidos. Solo podían desplazarse hasta una determinada distancia. Si adquirían propiedades, esta­ban sujetos a un recargo del 20?%: una tasa judía. Tampoco podían elegir libremente dónde vivir: estaban obligados a residir en ciertas calles, un primer paso hacia la creación de guetos. El titular de un periódico progubernamental se jac­taba de que, dentro de la tácita competición existente entre los Estados fascistas, «las leyes antijudías de Eslovaquia son las más estrictas».

Pero el cambio que tuvo un efecto más inmediato y visible sobre Walter fue también el más crudo. En adelante, todos los judíos de Eslovaquia mayores de seis años tendrían que identificarse con una estrella de David amarilla de quin­ ce centímetros de diámetro en el exterior de la ropa. Si a Walter y los demás niños judíos les daba por aparecer por la pista de patinaje o por el cine de Trnava, bastaba con ver la estrella amarilla para expulsarlos. Mientras sus amigos de antes salían hasta tarde por la calle principal, los judíos esta­ ban sujetos a toque de queda. A partir de las nueve de la noche, no podían dejarse ver en ningún lado.

Walter no se rebeló contra ninguna de esas normas. Ni siquiera se escandalizó, acaso porque el torniquete había ido apretándose despacio, con el tiempo, de suerte que cada nuevo tirón no parecía tan extraordinario si se tenía en cuenta el anterior. Sea cual sea la explicación, Walter acep­tó llevar la estrella amarilla igual que aceptó que, dado que no podía seguir estudiando, necesitaba encontrar empleo. Desempeñó algún que otro trabajo manual, pero los patro­ nes solo contrataban a judíos cuando no había nadie más disponible. Cualquier judío que tuviera la suerte de conse­ guir empleo recibía el jornal más bajo, pues había dos esca­ las salariales, una para los judíos y otra para los demás.

Así pasaba la vida el adolescente Walter Rosenberg: co­ miendo schnitzel con papas fritas en la angosta cocina de la casa donde vivían él y su madre; intentando aprender nuevos idio­mas —además de los que ya hablaba: alemán, checo, eslovaco y un húngaro algo rudimentario—, normalmente con la ayu­da de un manual bastante gastado; reuniéndose con sus amigos en la Laguna; debatiendo los méritos de los -ismos del momen­to; discutiendo sobre si sería el socialismo, el comunismo, el liberalismo o el sionismo el que acudiría a rescatarlos. Por un lado, el orgulloso y esperanzador mensaje del sionismo era un bálsamo para esos jóvenes judíos machacados por la humilla­ ción y la exclusión diarias. Por otro, seguramente el sionismo fuera otro nacionalismo condenado a fracasar en un mundo que solo tenía arreglo a través de la fraternidad universal; ade­más, ¿no eran los socialistas quienes lideraban la lucha contra el nazismo? Y en esas discusiones pasaban las largas horas que compartían juntos, ninguneados por sus vecinos y marcados por la estrella amarilla que lucían en el pecho.

Y pese a todo, no dejaban de ser adolescentes. También encontraban tiempo para reír y para coquetear, para que los chicos fueran tras las chicas y las chicas tras los chicos, y para que unos y otros se rompieran el corazón. Walter no era alto —no llegaba al metro setenta—, pero se comportaba como si lo fuera. Las cejas oscuras, el cabello espeso y la sonrisa amplia y traviesa contribuían a que nunca le faltara atención.

Entonces, en febrero de 1942, llegó la carta. Parecía una citación judicial o un aviso de reclutamiento militar. En ella se le ordenaba a Walter que se presentara tal día, a tal hora y en tal lugar con un equipaje de no más de veinti­cinco kilos y que no contuviera oro. El mensaje era bas­ tante claro. El país de Walter ya no se contentaba con aco­ rralarlos a él y al resto de los judíos en espacios cada vez más reducidos en los que no había ni trabajo ni oportunidades. Ahora quería desterrarlos definitivamente. Los judíos iban a ser despojados de su ciudadanía y enviados al otro lado de la frontera, a Polonia, donde los alojarían en un lugar que Walter y los demás imaginaban como una especie de «reser­ va», como esas tierras valladas que decían que había en América y donde solo vivían los «indios».

La orden estaba redactada en un lenguaje cordial, incluso amable. Los judíos no iban a ser «deportados», ni mucho me­ nos expulsados. No, lo que iban a hacer era «reasentarlos». Y ni siquiera a todos los judíos. Solo a los varones, solo a los sa­nos y solo a los de edades comprendidas entre los dieciséis y los treinta años. Si accedían a irse voluntariamente, en silencio y sin armar revuelo, a sus familias no les pasaría nada, se les permitiría quedarse y reunirse con ellos más adelante. En cuanto al oro, las razones de la prohibición eran obvias: los judíos que tenían oro lo habían obtenido sin duda mediante argucias y no con el sudor de su frente; por tanto, todo ese oro era patrimonio legítimo de la nación eslovaca, a la que, con independencia de dónde hubieran nacido o cuán antigua fue­ ra su ciudadanía, los judíos ya no pertenecían.

Todo formaba parte del plan ejecutado con el visto bue­no de un oficial de las SS, el Hauptsturmführer Dieter Wisli­ceny, enviado a Bratislava desde Berlín casi dos años antes. La estrategia era muy sencilla: dejar a los judíos sin recursos con­ fiscando sus propiedades, decomisando sus bienes e impi­ diéndoles ganarse la vida, y luego señalarlos como un lastre económico para la hacendosa y sufrida nación eslovaca. Cuando había judíos ricos, ya era fácil tacharlos de parásitos; ahora que no tenían nada, sería aún más fácil. Según las pre­ visiones del Gobierno del Partido Popular Eslovaco y sus pa­ drinos alemanes —hermanos en el nacionalsocialismo—, cuando los judíos hubieran sido abocados a la miseria, la po­ blación eslovaca accedería encantada a que los arrojasen al otro lado de la frontera. Y, por supuesto, tenía sentido empe­zar por los jóvenes como Walter. Si el Gobierno aspiraba a librar a la nación de toda una minoría, lo mejor era eliminar primero a los más sanos y fuertes, los que podían integrar el núcleo de cualquier futura resistencia.