ADELANTOS EDITORIALES

La era de los líderes autoritarios • Gideon Rachman

Cómo el culto a la personalidad amenaza la democracia en el mundo.

Escrito en OPINIÓN el

Desde Putin, Trump y Bolsonaro hasta Erdogan, Xi y Modi, La era de los líderes autoritarios brinda el primer análisis verdaderamente global del nuevo nacionalismo y ofrece un nuevo y audaz paradigma para comprender nuestro mundo.

Desde el comienzo del milenio, cuando Vladimir Putin tomó el poder en Rusia, diferentes líderes autoritarios han llegado a dominar la política mundial. Autodenominados hombres fuertes han llegado al poder en Moscú, Beijing, Delhi, Brasilia, Budapest, Ankara, Riyadh y Washington.

¿Cómo y por qué llegó este nuevo estilo de liderazgo de hombre fuerte? ¿Qué posibilidades hay de que conduzca a una guerra o al colapso económico? ¿Y qué fuerzas existen no solo para mantener a raya a estos hombres fuertes, sino también para revertir la tendencia?

Estos líderes fomentan el culto a la personalidad. Son nacionalistas y conservadores sociales, con poca tolerancia a las minorías, la disidencia o los intereses extranjeros. En casa afirman defender a la gente común contra las élites globalistas; en el extranjero, se presentan como las encarnaciones de sus naciones. Y no solo están operando en sistemas políticos autoritarios, sino que han comenzado a surgir en el corazón de la democracia liberal.

Gideon Rachman se ha codeado con la mayoría de estos líderes y, como periodista, ha informado desde sus países. Mientras que otros han tratado de comprender su ascenso individualmente, Rachman analiza el fenómeno en su conjunto y descubre la compleja y, a menudo, sorprendente interacción entre estos líderes identificando temas comunes, encontrando coherencia global en el caos y ofreciendo un nuevo y audaz paradigma para navegar por nuestro mundo.

Fragmento del libro La era de los líderes autoritarios” de Gideon Rachman. Editado por Paidós, 2023. Traducción: Efrén del Valle. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

La era de los líderes autoritarios | Gideon Rachman

#AdelantosEditoriales

 

1

Putin: el arquetipo

(2000)

Vladímir Putin estaba molesto, o puede que solo aburrido. El líder ruso había estado respondiendo pacientemente a las preguntas de un reducido grupo de periodistas internacionales en el restaurante de un modesto hotel de Davos. Entonces, una de las preguntas pareció irritarlo. Se quedó mirando a la periodista estadounidense y, por medio de un intérprete, dijo lentamente: «Responderé en un minuto, pero primero déjeme preguntarle por el extraordinario anillo que lleva en el dedo». Todas las cabezas allí presentes se volvieron. «¿Por qué es tan grande la piedra?» Algunos miembros del grupo se echaron a reír, y la periodista, cuyo anillo estaba siendo escrutado por todos, parecía incómoda. Putin adoptó un tono de fingida comprensión y añadió: «Imagino que no le importará que se lo pregunte, porque no llevaría algo así a menos que esté intentando llamar la atención deliberadamente». Hubo más risas. Para entonces, la pregunta original había caído en el olvido. Fue una clase magistral de distracción y acoso.

Corría el año 2009 y Putin llevaba casi una década en el poder. Pero ese fue mi primer encuentro personal con el líder ruso durante su visita al Foro Económico Mundial. La capacidad de Putin para mostrarse amenazador sin levantar la voz era sorprendente. Fue un recordatorio de su trayectoria en el KGB, el servicio secreto de la Unión Soviética, unos años formativos que siguen siendo cruciales para su carácter, su mística y su comportamiento en el cargo. Es, como dice uno de los mejores libros dedicados a su figura, un «agente en el Kremlin».

En muchos sentidos, Putin es a la vez el arquetipo y el modelo para la actual generación de líderes fuertes. Es sumamente simbólico que subiera al poder la víspera de Año Nuevo de 1999, a comienzos del siglo XXI.

Hasta que Xi Jinping ocupó el cargo en Pekín en 2012, el estilo del líder ruso parecía una curiosa anomalía entre los mandatarios de las grandes potencias del mundo. Su autoritarismo viril y el fomento del culto a la personalidad parecían fuera de lugar en una era tecnocrática en la que las figuras políticas dominantes eran frías y sutiles, como Hu Jintao en China, Angela Merkel en Alemania o Barack Obama en la Casa Blanca.

De hecho, cuando Putin se convirtió en líder de Rusia no era obvio que fuera a durar mucho en el puesto, y menos aún que fuera a constituir un nuevo modelo de liderazgo autoritario. Cuando la caótica etapa de Yeltsin en los años noventa tocó a su fin, el ascenso de Putin se vio facilitado por sus antiguos compañeros del KGB. Pero también contaba con la aprobación de la gente más rica y poderosa de Rusia, los oligarcas, que lo veían como una figura poco amenazadora: un administrador capaz y «unas manos seguras» que no pondrían en peligro los intereses establecidos.

Visto desde Occidente, Putin parecía una figura relativamente tranquilizadora. En su primer discurso televisado desde el Kremlin, pronunciado en la Nochevieja de 1999, solo unas horas después de reemplazar a Yeltsin, Putin prometió «proteger la libertad de expresión, la libertad de conciencia, la libertad de los medios de masas y los derechos de propiedad, los elementos de una sociedad civilizada». En marzo de 2000, tras ganar sus primeras elecciones presidenciales, aseguró con orgullo: «Hemos demostrado que Rusia se está convirtiendo en un estado democrático moderno».

Observadores experimentados de las elecciones rusas argumentaron que todo el proceso había sido cuidadosamente orquestado. Putin apenas se había molestado en hacer campaña. Pero aun así era importante que sintiera la necesidad de asegurar que Rusia estaba convirtiéndose en una democracia liberal moderna. Veinte años después, todavía en el Kremlin, adoptaría una línea muy distinta, afirmando con deleite que «la idea liberal ha quedado obsoleta». Rusia, decía ahora, no tenía nada que aprender de Occidente. Los liberales «no pueden dictar nada a nadie como han intentado hacer en las últimas décadas».

No obstante, aunque Putin al principio juzgó conveniente emplear la retórica de la democracia liberal, sus primeras medidas como presidente no tardaron en revelar a un tipo duro con una vertiente autoritaria. En su primer año en el cargo actuó de inmediato para controlar a las fuentes de poder independientes, ejercer la autoridad central del Estado y utilizar la guerra para mejorar su posición personal, acciones que se convertirían en sellos distintivos del putinismo. La escalada de la guerra en Chechenia situó a Putin como un héroe nacionalista que defendía los intereses rusos y protegía al ciudadano corriente del terrorismo. En un primer movimiento que alarmó a los liberales, el nuevo presidente reinstauró el viejo himno nacional soviético. También atacó a algunos de los hombres más ricos de Rusia. Es llamativo que los primeros oligarcas contra los que arremetió fueran los que controlaban los medios independientes: Vladímir Gusinski y Boris Berezovski. Un año después de la subida al poder de Putin, ambos habían huido del país. En 2013, Berezovski, que había respaldado a Putin como presidente, murió en extrañas circunstancias en el Reino Unido.

La promesa que había hecho Putin de proteger la libertad de prensa resultó vacía. Las pocas cadenas de televisión independientes que existían en Rusia pronto fueron sometidas al control del gobierno. Al actuar con rapidez para controlar a los medios, Putin creó un patrón para otros hombres fuertes de todo el mundo.

La velocidad con la que Putin consolidó su poder era equiparable a la de su ascenso en el sistema ruso. Solo diez años antes de convertirse en jefe de Estado era una figura modesta en los servicios de espionaje. Trabajaba como agente del KGB en Dresde, Alemania Oriental. No era un cargo glamuroso o importante. El principal puesto de avanzada del KGB en Alemania Oriental se encontraba en Berlín. Dresde era una ciudad de provincias. Catherine Belton, la biógrafa de Putin, afirma que es posible que tuviera un papel más delicado y perverso de lo que denota ese cargo relativamente menor, y ha presentado pruebas de que ejerció de enlace con grupos terroristas que actuaban en Alemania Occidental. Aun así, los colegas de Putin no lo veían como un personaje especialmente contundente. «Nunca intentaba avanzar. Nunca estuvo en la línea del frente. Siempre fue muy amable», recordaba un miembro de la Stasi, el servicio secreto de Alemania Oriental.

Desde Dresde, Putin presenció de cerca la debacle del imperio soviético tras la caída del Muro de Berlín en 1989. En un conocido pasaje de sus memorias, recordaba su desesperanza a medida que el dominio comunista se desmoronaba a su alrededor. Había solicitado instrucciones a Moscú, «pero Moscú guardó silencio». Para un patriota soviético como Putin, lo peor estaba por llegar. La Nochebuena de 1991, la propia Unión Soviética quedó disuelta y la bandera de la hoz y el martillo fue arriada por última vez en el Kremlin y sustituida por los colores de Rusia.

A diferencia de muchos otros miembros anteriores y presentes de los servicios de espionaje rusos, Putin no había nacido en el seno de la clase gobernante de la Unión Soviética. Se crió en un pequeño piso en un desvencijado edificio con servicios comunes situado en Leningrado, la ciudad más grande de Rusia, que ha recuperado su nombre original de San Petersburgo. La familia de Putin se había visto profundamente marcada por la trágica historia de la ciudad, en especial el asedio nazi, que se prolongó novecientos días y causó la muerte de miles de habitantes, ya fuera por hambruna o durante los bombardeos. Su padre, también llamado Vladímir, perteneció a un batallón vinculado a la policía secreta que combatió detrás de las líneas alemanas. Víktor, el hermano mayor de Putin, murió durante el sitio a la edad de cinco años.

Vladímir nació en 1952 y se crió en un entorno condicionado por las privaciones y los sacrificios de la «Gran Guerra Patriótica». Desde una temprana edad demostró una marcada devoción por el sistema soviético. De adolescente visitó la rama local del KGB para pedir consejo sobre qué carrera estudiar en la universidad. Curiosamente, le respondieron que derecho. En 1975, Putin se licenció en esa especialidad por la Universidad Estatal de Leningrado y se incorporó inmediatamente al KGB.

La energía y la disciplina de las que había hecho gala de joven, así como su capacidad para no resultar amenazador, lo beneficiaron mucho en el caos de los años noventa. Fue trasladado de Dresde a Leningrado en 1990, justo cuando el sistema soviético se venía abajo. Su principal contacto era Anatoli Sobchak, uno de sus antiguos profesores de derecho, que en 1991 se convirtió en el primer alcalde elegido democráticamente en San Petersburgo. Putin se incorporó al gobierno de Sobchak, donde fue nombrado teniente de alcalde, y abandonó oficialmente el KGB en agosto de 1991, meses antes de la desaparición de la URSS. Como ayudante de Sobchak, Putin se labró una reputación de funcionario capacitado. Pero, al parecer, también se relacionaba con delincuentes organizados que llevaban a cabo operaciones ilegales en el puerto. Cuando Sobchak perdió la alcaldía en 1996, Putin se trasladó a Moscú para trabajar en el Kremlin.

Su primer puesto no parecía especialmente importante: trabajar en el departamento que gestionaba las propiedades presidenciales. Pero, en realidad, la cartera de propiedades del Kremlin era una tremenda fuente de clientelismo. Al año siguiente fue nombrado subdelegado de la administración presidencial, y su ascenso a la cima del poder no tardó en acelerarse. Tal como señalan Hill y Gaddy: «En menos de dos años y medio ... Putin fue ascendido a puestos increíblemente elevados, de subdelegado del Gabinete presidencial a jefe del FSB, primer ministro y luego presidente en funciones».

Entonces, el presidente Yeltsin dio un paso a un lado para permitir que Putin tomara las riendas en el cambio de milenio.

La extraordinaria rapidez del ascenso de Putin ha dado pie a inevitables especulaciones y teorías de la conspiración. Sin duda, se vio favorecido por sus antiguos compañeros del KGB, ahora rebautizado como FSB, que compartían su determinación de reafirmar el poder estatal y su ira contra la asombrosa riqueza acumulada por unos pocos oligarcas en los años noventa, ya que los activos estatales se vendieron baratos. Pero Putin también aseguró a algunos de los que se habían hecho ricos —en particular la familia Yeltsin— que velaría por sus intereses. A diferencia de Yeltsin, muy dado a la bebida, él era abstemio y parecía la clase de administrador que podría restablecer el orden en una situación caótica. Tal como recordaba más adelante Valentín Yumáshev, yerno y jefe de Gabinete de Yeltsin: «Siempre trabajó brillantemente y formulaba sus opiniones de manera precisa». Fue cuidadoso a la hora de ocultar cualquier ambición de convertirse en un sucesor de otros hombres fuertes que en su día habían gobernado Rusia desde el Kremlin, como Pedro el Grande o Stalin. Por el contrario, Putin a menudo insistía en que era «solo el gestor» y en que había sido «contratado».

Pero, cuando Putin se afianzó en el cargo, sus asesores de imagen empezaron a crear un perfil de hombre fuerte para el líder ruso. Gleb Pavlovski, uno de los primeros agentes de prensa que pulieron la imagen de Putin, describía más tarde al presidente ruso como «una persona que aprende rápido» y como «un actor con talento». Se publicaron imágenes clave en los medios de comunicación tanto rusos como internacionales: Putin a caballo, Putin practicando judo, Putin echando un pulso o Putin paseando con el torso desnudo a orillas de un río en Siberia. Esas imágenes suscitaron muchas burlas de intelectuales y cínicos. Pero los asesores del Kremlin estaban inspirándose deliberadamente en Hollywood. Como decía Pavlovski, el objetivo era garantizar que Putin se correspondiera «idealmente con la imagen hollywoodense de un héroe salvador».

Cuando subió al poder, muchos rusos estaban preparados para un líder fuerte. La caída del sistema soviético había permitido la aparición de la democracia y la libertad de expresión. Pero cuando el sistema económico soviético se atrofió y acabó desmoronándose, muchos rusos sufrieron un acusado empeoramiento de su nivel de vida y su seguridad personal. En 1999, la esperanza de vida para los varones rusos se había reducido cuatro años hasta los cincuenta y ocho. Un informe de la ONU lo atribuía a un «aumento de las conductas auto-destructivas», que relacionaba con «crecientes índices de pobreza, desempleo e inseguridad económica». En tales circunstancias, un líder fuerte que prometía un regreso a épocas mejores destilaba un gran atractivo.

Normalmente ayuda que la imagen de un líder guarde al menos cierta relación con el proyecto político subyacente. El interés de los agentes de prensa por la supuesta virilidad de Putin encajaba con su preocupación personal por recuperar la fuerza nacional. Una de sus declaraciones más famosas llegó en 2004, cuando afirmó que la caída de la Unión Soviética era «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». En ocasiones, ese comentario ha sido utilizado para presentar al líder ruso como un estalinista irredento. Otros lo ven como una declaración de intenciones, la afirmación de que Putin aspiraba a reunificar los quince Estados independientes que formaban parte de la URSS en una única entidad política, de nuevo gobernada directamente desde Moscú. Pero, aunque Putin probablemente siente verdadera nostalgia por la etapa de grandeza soviética, la mayoría de sus partidarios insisten en que sabe que la URSS es historia. Tal como me dijo en 2014 un pesaroso Viacheslav Nikonov, un miembro pro Putin de la Duma (Parlamento ruso) y nieto de Viacheslav Mólotov, el antiguo ministro de Exteriores soviético: «La Unión Soviética era como un cristal. Una vez roto, es imposible volver a unirlo».

Sin embargo, aunque Putin probablemente no abrigaba la ilusión de restituir la Unión Soviética, sí quería devolver a Rusia a la primera fila de las potencias mundiales. Fiódor Lukianov, un académico cercano al líder ruso, me dijo en 2019 que cuando Putin subió al poder creía que existía el riesgo de que, por primera vez en siglos, Rusia perdiera de forma permanente su estatus como una de las verdaderas potencias mundiales. Mientras que la clase dirigente británica posterior a 1945 aceptó la idea de que su labor era «la gestión del declive» tras el final del imperio, Putin estaba decidido a reconstruir el estatus de Rusia como gran potencia.

Esa determinación y su resentimiento por lo que consideraba desaires y traiciones por parte de Estados Unidos pusieron al líder ruso en una trayectoria de colisión con Occidente. Un momento crucial fue el discurso que pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich en 2007. La CSM es la reunión más importante de la élite de los ámbitos militar y de política exterior en Occidente. Entre el público de Putin estaban la canciller alemana Angela Merkel; Robert Gates, el secretario de Defensa de EE. UU.; y el senador John McCain, que al año siguiente sería el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos.

El discurso pronunciado por Putin fue un desafío directo a Occidente y una expresión de furia gélida. Acusó a Estados Unidos de hacer un «hiperuso casi ilimitado de la fuerza — militar— en las relaciones internacionales» y de «sumir al mundo en un abismo de conflictos». El Putin de 2000, que había manifestado su orgullo por que Rusia se hubiera transformado en una democracia moderna, había dado paso a un hombre que tachaba el discurso occidental de libertad y democracia de fachada hipócrita para una política de poder. En palabras de los académicos Ivan Krastev y Stephen Holmes: «Fue en Múnich donde Rusia dejó de fingir que aceptaba el argumento optimista de que el fin de la guerra fría representaba una victoria conjunta del pueblo ruso y las democracias occidentales contra el comunismo».

El discurso de Putin en Múnich no solo era un reflejo colérico del pasado, sino que también señalaba el camino hacia el futuro. El presidente ruso había notificado a Occidente que tenía intención de luchar contra el orden mundial liderado por Estados Unidos. Muchas de las cosas que se avecinaban estaban implícitas en su discurso: la intervención militar rusa en Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014, el envío de tropas a Siria en 2015 y la interferencia en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. Todas esas acciones labraron a Putin su reputación de líder nacionalista y fuerte. También lo convirtieron en un icono para otros hombres fuertes del mundo que rechazaban el liderazgo occidental y el «orden liberal internacional». Por tanto, es vital entender los motivos de la conducta de Putin.

Los rusos y sus aliados afirman que los argumentos expuestos por Putin en Múnich y en muchos discursos posteriores eran sinceros y bien fundamentados. La historia que se oye en Moscú es que, desde el principio, Occidente pretendía destruir el poder ruso y que los líderes occidentales mintieron reiteradamente a sus homólogos rusos, citando con hipocresía normas y leyes que ellos mismos incumplían.

Pero los detractores de Putin dentro y fuera de Rusia responden que eso es una absurdidad interesada. El putinismo nunca ha consistido en la protección de Rusia ante el Occidente depredador. Por el contrario, es un sistema de saqueos a través del cual se han enriquecido Putin y la élite rusa. Putin protege a los oligarcas que no intervienen en política y, a cambio, estos protegen a Putin y financian a su círculo.

Según esto, el nacionalismo tan cacareado por el líder ruso es simplemente una manera cínica de desviar la atención de la corrupción y la delincuencia en las altas esferas. Como me dijo un liberal ruso: «En Rusia, la política es una competición entre la nevera y el televisor. La gente abre la nevera y ve que no hay comida, pero luego enciende el televisor y ve a Putin defendiendo a Rusia y se siente orgullosa».

Así pues, ¿cuál de esas dos historias es cierta? ¿Es Putin un nacionalista encolerizado o un cínico manipulador? Aunque parecen contradictorias, ambas contienen elementos de verdad.

La denuncia nacionalista contra Occidente, impulsada por quienes rodean a Putin, se remonta a los años noventa. En Moscú se afirma repetidamente que la expansión de la OTAN para incorporar a los países del antiguo imperio soviético (incluyendo a Polonia y los Estados bálticos) fue un incumplimiento directo de las promesas hechas a Rusia al final de la guerra fría. La intervención de la OTAN en la guerra de Kosovo de 1998 a 1999 se añade a la lista de agravios, lo cual demuestra, según el Kremlin, que la OTAN es un agresor y que el mensaje de respeto a la soberanía y las fronteras estatales por parte de Occidente no es más que hipocresía. A los rusos no los tranquiliza que Occidente asegure que la OTAN actuó en respuesta a la limpieza étnica y a los abusos contra los derechos humanos cometidos en Serbia. De hecho, tal como me dijo un político liberal ruso en un momento de franqueza: «Sabemos que hemos atentado contra los derechos humanos en Chechenia. Si la OTAN puede bombardear Belgrado por eso, ¿por qué no puede bombardear Moscú?».

La polémica rusa incluye también la guerra de Irak, lanzada por Estados Unidos y sus aliados en 2003 a consecuencia del 11-S. Para Putin, el enorme derramamiento de sangre que se produjo en Irak tras la caída de Sadam Huseín es una prueba de que la autoproclamada búsqueda occidental de «democracia y libertad» solo trae inestabilidad y sufrimiento. Si uno menciona en Moscú la brutalidad de las fuerzas rusas en Chechenia o Siria, siempre le responderán con la guerra de Irak.

Crucialmente, para Putin el fomento de la democracia por parte de Occidente representaba una amenaza directa para su supervivencia política y personal. En 2004 y 2005 estallaron «revoluciones de colores» prodemocráticas en muchos Estados de la antigua Unión Soviética, incluidos Ucrania, Georgia y Kirguistán. Si unos manifestantes en la plaza de la Independencia de Kiev podían derrocar a un gobierno autocrático en Ucrania, ¿qué impediría que ocurriera lo mismo en la plaza Roja? En Rusia muchos creían que la idea de que eran alzamientos espontáneos era un «cuento de hadas». Como ex agente de espionaje cuya carrera profesional había consistido en dirigir «operaciones negras», Putin era especialmente dado a pensar que la CIA manejaba los hilos de las revoluciones de colores. El objetivo, según el Kremlin, era instalar regímenes marioneta prooccidentales. Rusia podía ser la siguiente.

La conmoción de la guerra en Irak y las revoluciones de colores fueron las experiencias recientes que formaron la base del discurso que Putin pronunció en Múnich en 2007. Y, en opinión del Kremlin, ese patrón de fechorías occidentales ha continuado. Según Putin, en 2011, las potencias occidentales intervinieron para derrocar al dictador libio Muamar el Gadafi después de prometer a los rusos que no lo harían. La intervención en Libia fue especialmente molesta para Putin, ya que se produjo entre 2008 y 2012, cuando él ocupaba el cargo menor de primer ministro tras hacerse a un lado al final de sus dos primeros mandatos presidenciales en beneficio de su acólito, Dmitri Medvédev. A juicio de los partidarios de Putin, el ingenuo Medvédev fue embaucado por Occidente para que apoyara una resolución de la ONU que permitía una intervención limitada y, como era predecible, las potencias occidentales se habían excedido en su mandato y habían derrocado y matado a Gadafi. No se creen la respuesta que ofrece Occidente, según la cual la intervención estuvo motivada por los derechos humanos, pero los acontecimientos cobraron vida propia a medida que la rebelión libia ganaba fuerza.

Sin embargo, la supuesta ingenuidad de Medvédev también le resultó útil a Putin: asentó la idea de que era indispensable como líder de Rusia. Cualquier sustituto, incluso uno elegido por el propio Putin, haría que el país fuera vulnerable al taimado y despiadado Occidente. En 2011, Putin anunció que tenía intención de volver al Kremlin como presidente, después de que el posible mandato presidencial se ampliara recientemente a dos mandatos consecutivos de seis años.

Dicho anuncio provocó manifestaciones públicas en Moscú y otras ciudades, que de nuevo avivaron los temores de Putin sobre los planes occidentales para socavar su poder. Yo estaba en Moscú en enero de 2012 y vi las manifestaciones y pancartas, algunas de las cuales incluían incisivas referencias al destino de Gadafi. Era fácil comprender por qué se sentía alarmado Putin. Hillary Clinton, la entonces secretaria de Estado de EE. UU., expresó públicamente su apoyo a los manifestantes, lo cual molestó sobremanera a Putin y, para él, podía justificar los esfuerzos de Rusia por debilitar la campaña presidencial de Clinton en 2016.

Putin se aseguró la reelección, pero la sensación de que Occidente seguía representando una amenaza para Rusia se vio avivada por los acontecimientos que tuvieron lugar en Ucrania en 2014. La posibilidad de que Ucrania firmara un pacto de asociación con la Unión Europea se percibía como una grave amenaza en el Kremlin, ya que introduciría al vecino más importante de Rusia y antaño parte integral de la URSS en la esfera de influencia de Occidente. Presionado por Moscú, el gobierno ucraniano del presidente Víktor Yanukóvich alteró el rumbo. Pero ello provocó otro levantamiento popular en Kiev que obligó a Yanukóvich a huir. La pérdida de un aliado obediente en Kiev fue un importante revés geopolítico para el Kremlin. La respuesta de Putin fue aumentar drásticamente las apuestas optando por el uso de la fuerza militar.

En marzo de 2014, Rusia invadió y se anexionó Crimea, una región que formaba parte de Ucrania pero había pertenecido a Rusia hasta 1954 y estaba poblada mayoritariamente por rusohablantes. Según un acuerdo con los ucranianos, también era la base de la flota rusa del mar Negro. En Occidente, la anexión de Crimea y la intervención militar de Rusia en el este de Ucrania fueron consideradas violaciones flagrantes de la ley internacional que fácilmente podían constituir el preludio de más agresiones. Pero, en Rusia, la anexión de Crimea fue vista como un triunfo por casi todos; era el esperado contraataque de la nación. Los índices de popularidad de Putin en sondeos de opinión independientes se dispararon hasta más del 80 %. En la euforia inmediatamente posterior, Putin estaba más cerca de conseguir el objetivo último del hombre fuerte: la completa identificación de la nación con el líder. Viacheslav Volodin, el portavoz del Parlamento ruso, decía exultante: «Si hay Putin, hay Rusia. Si no hay Putin, no hay Rusia».

La respuesta de Occidente a las fechorías de Putin fue imponer sanciones económicas, que fueron endurecidas cuando unas milicias respaldadas por Rusia derribaron un avión malasio (MH17) en Ucrania en julio de 2014 y mataron a las doscientas noventa y ocho personas que viajaban a bordo. Hubo más sanciones, además de la expulsión de los diplomáticos, cuando unos agentes rusos intentaron asesinar a Serguéi Skripal, un antiguo miembro del FSB, en Salisbury, Reino Unido, en 2018.

Para el Kremlin, las sanciones son una prueba más de que un Occidente hipócrita y sediento de poder va a por Rusia. Pero, para los detractores de Putin tanto dentro como fuera de Rusia, esa larga historia de infortunios es un invento y una distracción. La verdadera historia, aducen, no trata de un valeroso líder ruso que planta cara a la hipocresía occidental, sino de un semidictador despiadado que incumple reiteradamente la ley internacional y emplea la violencia para proteger su posición de poder y la de sus compinches.

El argumento de que la narración de Putin es una gran mentira a menudo se reafirma señalando las mentiras más pequeñas que se cuentan para sustentarla. A pesar de las pruebas convincentes arrojadas por una detallada investigación neerlandesa, el gobierno ruso sigue negando que tuviera algún papel en el derribo del MH17. También se niega la participación en el intento de asesinato de Skripal o la muerte en 2006 de otro ex agente ruso, Aleksandr Litvinenko, en el Reino Unido. La presencia de milicianos y agitadores rusos (los denominados «hombrecitos verdes») en Crimea fue calificada inicialmente de propaganda occidental, pero, cuando la anexión se había consumado, Putin reconoció el papel de Rusia. Mientras tanto, las elecciones suelen estar amañadas. Los oponentes políticos con un número importante de seguidores a veces acaban muertos, entre ellos Boris Nemtsov, que fue tiroteado en un puente situado cerca del Kremlin en 2015.

Otros son incriminados y encarcelados. En octubre de 2003, Mijaíl Jodorkovski, el oligarca más rico de los años noventa, que había ayudado a financiar medios independientes y causas de la oposición, fue detenido a bordo de su jet privado en Siberia y más tarde juzgado y encarcelado durante diez años. Alekséi Navalni, que en los últimos años ha sido el opositor más prominente y atrevido de Putin, fue arrestado y encarcelado en trece ocasiones con cargos falsos. En verano de 2020 fue objeto de un intento de asesinato y entró en coma tras ser envenenado durante un vuelo en Siberia. Después de recuperarse en un hospital de Alemania, Navalni volvió a Rusia, donde fue detenido de inmediato en el aeropuerto, juzgado y encarcelado de nuevo.

Fue Navalni quien ideó un nombre dolorosamente eficaz para el Partido Rusia Unida de Putin: «El partido de los delincuentes y los ladrones». Por medio de campañas online y vídeos de YouTube ha presentado populares denuncias de corrupción en las más altas esferas de la Rusia de Putin. Al parecer, son esas acusaciones de avaricia e intrigas las que Putin considera más peligrosas. La publicación de los denominados Papeles de Panamá, una colección de documentos filtrados desde el paraíso fiscal en 2016, parecía vincular a Putin y algunos de sus socios más próximos con 2.000 millones de dólares que habían sido llevados al extranjero. El vídeo que mostraba el palacio de Putin a orillas del mar Negro, que Navalni publicó al regresar a Rusia en 2021 para enfrentarse a un arresto, se hizo viral en las redes sociales y cosechó millones de visionados en solo unos días. Los medios de comunicación del Kremlin, normalmente habilidosos, se quedaron sin palabras durante un tiempo. A la postre, Arcady Rotenberg, un oligarca multimillonario y amigo de la infancia de Putin, salió a la palestra afirmando que el palacio era suyo.

En ocasiones se afirma que Putin es «el hombre más rico del mundo». Sea cual sea la veracidad (o incluso el significado) de tal afirmación, no cabe duda de que muchos de los socios y colaboradores del líder ruso se han hecho extremadamente ricos. No son solo multimillonarios como Roman Abramovich, propietario del club de fútbol Chelsea, u Oleg Deripaska, el magnate del aluminio. En 2015, Dmitri Peskov, el portavoz de Putin, fue fotografiado en su boda luciendo un reloj de 620.000 dólares.

Si Putin es a la vez un auténtico nacionalista y el representante de un régimen corrupto, el vínculo entre ambas cosas es el profundo y corrosivo cinismo (que sus seguidores describen como «realismo») que impregna la idea del líder ruso sobre la política y la vida. El entorno de Putin cree que los gobiernos occidentales se proponen dominar y humillar a Rusia y que su discurso de democracia y derechos humanos no es más que hipocresía y mentiras. Para el círculo de Putin, eso justifica que la respuesta de una Rusia más débil sea el engaño. En ese sentido, la línea oficial rusa sobre los asuntos mundiales es a un tiempo absolutamente cínica y totalmente sincera. El gobierno se dedica a difundir mentiras sobre su comportamiento y sobre el mundo en general, pero cree sinceramente que esas mentiras están justificadas como parte de una campaña contra la deshonestidad y la agresividad occidentales.

Los funcionarios se comportan con la misma mezcla de cinismo y sinceridad. Una idea sobre Putin y su círculo íntimo es que sus motivos son puramente venales. Como me decía un amigo ruso: «Lo único que les preocupa realmente es que te interpongas entre ellos y el cajero automático». Sin embargo, aunque la corrupción está muy arraigada en el país, eso no significa que Putin y sus asesores no sean a la vez auténticos nacionalistas que creen estar fortaleciendo a Rusia dentro y fuera de sus fronteras. Según ellos, al hacerse con el control de los activos rusos han impedido que caigan en manos extranjeras. Y si han cosechado beneficios personales gracias a ello, así funciona el mundo.

A pesar de los problemas ocasionados por la corrupción, las sanciones y la oscilación del precio del petróleo, es cierto que, hoy en día, Rusia es un lugar más próspero y estable que en los años noventa. El Mundial de Fútbol de 2018 brindó a Putin la posibilidad de mostrar su país. Cuando visité Rusia por primera vez como turista y no como periodista, me sorprendieron mucho la prosperidad y eficacia del centro de Moscú y San Petersburgo, e incluso de ciudades de provincias como Kazán. Por supuesto, se habían hecho enormes esfuerzos por ofrecer la mejor imagen posible de Rusia. Pero no se trataba simplemente de un grupo de extranjeros acogidos en un pueblo Potemkin. El tren de alta velocidad entre Moscú y San Petersburgo, los hoteles económicos, limpios y bien gestionados y las atestadas cafeterías de Moscú seguían allí cuando visité el país un año después. Algunas zonas del Estado ruso también funcionan bien.