ADELANTOS EDITORIALES

Personalidad y poder • Ian Kershaw

Forjadores y destructores de la Europa moderna.

Escrito en OPINIÓN el

El siglo XX fue testigo del ascenso de gobernantes que dominaron una gran variedad de instrumentos de control, persuasión y muerte. En el contexto de profundos cambios sociales y despiadadas guerras, estos dirigentes de algún modo obtuvieron la capacidad de hacer lo que desearan sin importar las consecuencias para los demás. ¿Qué tenían estos líderes y la época en la que vivían que les permitía un poder tan ilimitado? ¿Y qué hizo que esa época llegara a su fin?

De manera convincente y lúcida, Ian Kershaw nos propone una serie de ensayos interpretativos sobre la manera en que algunas personalidades políticamente insólitas obtuvieron y ejercieron el poder, desde los que operaron a gran escala como Lenin, Stalin, Hitler o Mussolini, hasta los que tuvieron un impacto más nacional como Tito y Franco, pasando por otros nombres fundamentales del siglo XX como Churchill, de Gaulle, Adenauer, Gorbachov, Thatcher y Kohl.

Fragmento del libro Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna” de Ian Kershaw. Editado por Crítica. 2023. Traductores: Joan Soler Chic y Tomás Fernández Aúz. Cortesía de publicación otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Sir Ian Kershaw es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Sheffield. Es autor de Hitler. La biografía definitiva (Península, 2010), la monumental biografía best seller del dictador, originalmente publicada en dos tomos (años 2000 y 2005), que fue seleccionada para el Premio de Biografía Whitbread de 1998, recibió el primer Premio Samuel Johnson de Ensayo, el Premio Literario Wolfson de Historia, el Premio Bruno Kreisky de Austria para el libro político del año, se le concedió conjuntamente el premio inaugural de la Academia Británica y fue seleccionada para el Premio de Biografía Whitbread del año 2000. 

Personalidad y poder | Ian Kershaw

#AdelantosEditoriales

 

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Vladímir Ilich Lenin

Líder revolucionario y fundador del estado bolchevique

Entre las muchas y muy profundas consecuencias del inmenso cataclismo generado por la primera guerra mundial había una llamada a resonar en toda Europa y en el resto del mundo durante más de siete décadas: la revolución bolchevique de 1917. Y en el epicentro de ese demoledor acontecimiento derivado se encontraba Vladímir Ilich Uliánov, que ha pasado a la historia con el seudónimo que él mismo había adoptado en 1902: Lenin.

Lenin tiene muy buenas razones para figurar al frente, o en su defecto muy cerca de la primera línea, de cualquier desfile que pretenda reunir a los artífices de la Europa del siglo xx. Sin embargo, la afirmación de ese derecho suscita varias interrogantes meridianamente claras. ¿En qué medida cabe decir que un suceso de la magnitud de la revolución rusa (así como la persistencia de su impacto) gravitan en torno a un único individuo? ¿Cuál fue de facto la contribución personal de Lenin al establecimiento, la consolidación y la permanencia de la huella dejada por la dominación bolchevique? A fin de cuentas, hay que recordar que en esa época ni siquiera era la fuerza motriz más dinámica de la naciente revolución rusa. Ese honor le corresponde a León Trotski, al que se ha calificado de «genio revolucionario».

Además, Lenin falleció en enero de 1924, sin haber permanecido más de seis años en el poder, con el añadido de que en los últimos quince meses, poco más o menos, de ese breve lapso estuvo en gran medida incapacitado a causa de una serie de infartos cerebrales. ¿Qué acciones llevó personalmente a cabo para dirigir la reorganización revolucionaria de Rusia, y cómo podía tener la seguridad de que sus medidas políticas se aplicaban efectivamente en un país tan descomunal como el suyo (mayor que todo el resto de Europa)?

En cualquier caso, ¿cómo es que Lenin acabó erigiéndose en líder de una revolución que cambió la historia de Rusia y de Europa? Estas consideraciones previas tampoco deben inducirnos a pensar que era la única persona decidida a transformar Rusia. De la década de 1880 en adelante, la desafección al régimen zarista y la difusión del marxismo en el imperio ruso hizo surgir un gran número de sedicentes revolucionarios, llamados a ser en algunos casos figuras relevantes de las abundantísimas facciones y grupos políticos de carácter subversivo que surgían por todas partes en ese ambiente. Pero ¿qué tenía de especial Lenin? ¿Cómo y por qué descolló hasta el punto de conseguir que se le aceptara como líder revolucionario preeminente? ¿Qué rasgos de personalidad lo elevaron al poder supremo en el nuevo estado, manteniéndolo en ese escalón superior a lo largo de la despiadada guerra civil que estalló inmediatamente después de la revolución? Y en un estado cuya filosofía elevaba al máximo la importancia de los determinantes impersonales de la historia y reducía en consonancia el papel del individuo, ¿cómo es que Lenin logró dejar un legado tan hondo y duradero, tanto dentro como fuera de la Unión Soviética? Todas estas incógnitas bastan para indicar ampliamente que Lenin plantea un intrigante caso práctico a cualquier estudioso del impacto de los individuos en la historia.

Los requisitos previos del poder

La situación de la Rusia de 1917 era perfectamente propicia para una revolución. El enorme peso de las pérdidas humanas sufridas en la primera guerra mundial, la creciente desmoralización de las tropas que combatían en el frente, las insostenibles estrecheces en que se veía sumida la población civil y la obstinada negativa del zar a considerar la puesta en marcha de una reforma acabaron por crear un clima de insurrección inminente. Las huelgas, las manifestaciones y los motines por el precio del pan y los alimentos básicos constituían el telón de fondo de las indignadas exigencias de paz y los crecientes movimientos de denuncia del comportamiento del zar. En realidad, la revolución estalló en febrero de ese año. Y no tuvo nada que ver con Lenin, ya que en esa época el futuro revolucionario seguía viviendo exiliado en Suiza.

De hecho, ya se había producido un efímero intento de revolución en el otoño de 1905 debido a que la humillante derrota que el país hubo de encajar en esa fecha, tras la guerra ruso-japonesa, había magnificado la irritación interna. La opresión estatal, sumada a una serie de conce-siones tendentes a la implantación, en gran medida cosmética, de un gobierno representativo, cercenó el peor peligro que se había cernido sobre el régimen hasta entonces. El poder de la autocracia zarista permaneció intacto. Sin embargo, el larvado malestar no se había disipado; únicamente había sido contenido.

En verdad, el sistema político no poseía mecanismos que permitieran la materialización de cambios fundamentales por medio de una reforma gradual. La sociedad civil se hallaba muy debilitada, y las leyes carecían de una base independiente. La violencia constituía un mal cotidiano. La clase media, provista de propiedades, era pequeña, y la intelectualidad diminuta, aunque radicalizada hasta extremos desproporcionados como consecuencia de la opresión estatal y la divulgación de ideas revolucionarias. Al margen de una reducida élite, pocas personas tenían la sensación de participar de algún modo en el sistema económico o el régimen que le daba sustentación. Más del 80?% de la población del país, de extensión tan inmensa como la pobreza que lo consumía, estaba formada por campesinos, muchos de ellos profundamente hostiles al estado y sus funcionarios. En su gran mayoría vivían además en condiciones primitivas, en comunidades aldeanas y en situación de grave dependencia económica respecto de los terratenientes. En las grandes ciudades industriales, cuyas dimensiones habían aumentado de manera espectacular en las dos décadas anteriores, el proletariado, empobrecido y pisoteado, carecía de medios para corregir los agravios que se le hacían padecer. A diferencia de la mucho más amplia clase trabajadora industrial alemana, en la que los marxistas veían el semillero más probable de una revolución, y que en vísperas de la primera guerra mundial gozaba de la representación del mayor partido obrero de Europa, el proletariado urbano ruso no tenía participación en la sociedad rusa ni estructuras polí-ticas para alterar esa desposesión —excepto la revolución—. Esto los dejaba expuestos a la movilización revolucionaria si se daban las condiciones adecuadas.

La primera guerra mundial puso sobre la mesa esas circunstancias. Las desastrosas pérdidas —más de dos millones de muertos, y cerca del doble de heridos—, unidas a las terribles privaciones de la contienda, generaron una situación que no se había dado en 1905. Por muy profunda que hubiera podido ser entonces la desafección general, lo cierto es que los obreros en huelga y los sectores rebeldes del campesinado no habían logrado superar el obstáculo de su disparidad de intereses para alumbrar una fuerza revolucionaria coherente y unificada. En 1917, la potencial inclinación a la revolución de la clase trabajadora industrial confluyó, al menos temporalmente, con la presencia de esa misma propensión entre los campesinos. Pero había otra diferencia de vital importancia. En 1905, la inmensa mayoría de los militares, uno de los puntales esenciales del régimen, pese a algunos conatos de agitación y brotes de amotinamiento en las fuerzas navales tras la derrota sufrida a manos de los japoneses, se había mantenido leal al zar. En 1917, la creciente crisis del ejército ruso se reveló imparable.

El derrotismo, las deserciones y la desmoralización hacían que la gente exigiera la paz con creciente vehemencia, y a la crispación se aña-día el turbión de rabia que, naturalmente, atribuía al zar y al régimen que encabezaba la responsabilidad del desastre. La absoluta desafección a Nicolás II de los soldados que padecían en el frente acabó aliándose con las iras revolucionarias que ascendían entre obreros y campesinos. Toda la situación ponía en grave peligro al régimen zarista. En cualquier caso, había grandes probabilidades de que se produjera al menos un nuevo conato de revolución, similar al de 1905. Sin embargo, sin el fac-tor de la guerra, que unía la gavilla de fuerzas que deseaban derrocar el sistema de los zares, ese nuevo intento podría haber quedado en agua de borrajas, como el que le había precedido en esa fecha.

Pero aún había otra diferencia fundamental. Para que una revolución prospere es preciso aunar liderazgo y organización. La revolución de 1905 había carecido de un guía capaz de concentrar las energías del cambio y de galvanizar a los distintos sectores rebeldes hasta forjar un único ariete imparable. Y tampoco había contado con organización. En cambio, en la de 1917 estaban Lenin y su partido bolchevique, pequeño pero marcado por un compromiso implacable y unas bases estrechamente unidas. Ahora bien, la confluencia entre un levantamiento revolucionario y un líder competente susceptible de orientarlo distaba mucho de constituir una realidad inevitable. De hecho, dependía de una contingencia altamente improbable —que escapaba al control de Lenin— sin la cual el rumbo de la revolución rusa (y muy posiblemente también su resultado) habría sido incuestionablemente diferente. De todas las intervinientes, esta era la más directa y clara condición de posibilidad.

Solo un notable golpe de buena fortuna permitió que Lenin aprovechara la enorme agitación que siguió al levantamiento vivido en Petrogrado en la última semana de febrero de 1917 —que por cierto le cogió por sorpresa—. Aunque esperaba que en algún momento estallara la revolución, en enero de 1917 Lenin todavía estaba convencido de que no viviría para verla. Sin embargo, cuando el zar se vio forzado a abdicar el 2 de marzo, supo que la anhelada revolución era ya un hecho; y esta vez, a diferencia de lo sucedido en 1905, tenía que regresar lo más rápido posible a Rusia. Claro que, entre el dicho y el hecho, el trecho era mayor que nunca, pues no en vano la geografía europea se debatía en una furibunda guerra. Y aquí es donde acudió en su ayuda la fortuna —y no es exagerado decir que, al hacerlo, alteró radicalmente la historia de Europa.

De no haber aceptado el gobierno alemán, a través de una serie de intermediarios, que Lenin y aproximadamente una treintena de acólitos viajaran de Suiza a Rusia en tren, resulta difícil ver de qué otra manera habría podido Lenin urdir su retorno al revolucionario Petrogrado. Como es obvio, la cuestión dista mucho de debérselo todo al puro azar, y ni siquiera la tesis de un incomprensible error de cálculo por parte de los alemanes alcanza a explicar cabalmente que se avinieran a respaldar a Lenin. Cada vez más presionada por el peso de la contienda, Alemania juzgó ventajoso promover la revolución en Rusia, ya que eso podría allanar el camino a un alto el fuego en el frente oriental, lo que su vez le permitiría concentrar sus esfuerzos en el flanco occidental. Sin embargo, de no haber procedido de ese modo, y de no haber conseguido regresar a Rusia esa primavera, cabe dudar seriamente de que Lenin se hubiera legitimado lo suficiente entre los revolucionarios como para hacerse con el liderazgo de la más radical Revolución de Octubre. Trotski, nada menos, pensaba que el éxito de la revolución dependía de Lenin. Sin embargo, la circunstancia clave de poder hallarse in situ para dirigirla vino a depender, por una extraña ironía del destino, de los imperialistas alemanes que tanto detestaba.

Lenin era un perfecto desconocido para la inmensa mayoría de sus compatriotas cuando regresó a Rusia en abril de 1917. Eran muy pocos los obreros rusos que conocían su nombre. Llevaba una década viviendo en el exilio, principalmente en la Europa Occidental. Pese a constituir una formación fanática y despiadada, desde luego, el partido bolchevique a cuyo frente se encontraba seguía siendo poco más que una pequeña facción revolucionaria carente de una fundamental masa de sustentación e integrada por un minúsculo grupo de adeptos que, en el mejor de los casos, contaba apenas con veintitrés mil activistas. La determinante agudeza política de Lenin desempeñó un papel decisivo en la extraordinaria transformación de ese núcleo duro inicial en un partido en rápida expansión que en pocos meses se encontró ejerciendo el poder del estado. Ni los seguidores del Partido Social-Revolucionario ni los mencheviques —las dos formaciones rivales más importantes de cuantas se oponían a los bolcheviques en 1917— contaban con un dirigente capaz de igualar sus brillantes dotes de organización.

Al principio, Lenin no parecía tener demasiadas posibilidades de hacerse con el poder. La revolución de febrero había derrocado al zar y llevado a la creación de un gobierno provisional cuyo objetivo consistía en sentar las bases para la introducción de un amplio abanico de libertades sociales y el establecimiento de una gobernación constitucional. Sin embargo, esto se reveló rápidamente ilusorio. La magnitud de la conmoción política que se vivía y el fervor revolucionario arrasaron cualquier esperanza de una transición hacia una forma estable de socialdemocracia fundada en el marco legal de un gobierno constitucional. Ahora bien, esto no significa que el gobierno provisional estuviera abocado desde el principio a abrir la vía a una segunda revolución —encabezada ahora por los bolcheviques—. Las iniciativas tendentes a poner fin a la guerra europea habrían gozado del respaldo popular y habrían permitido ganar tiempo. De ese modo quizá se hubiera evitado la revolución bolchevique. Pero en lugar de eso, aupado por la inercia de un período en el que la autoridad desaparecía a ojos vista, el gobierno provisional lanzó una nueva ofensiva militar, totalmente desastrosa, y su fracaso tuvo el predecible efecto de desacreditar a sus autores y de echar más leña al fuego a la pira revolucionaria.

De hecho, en un principio, la eventualidad de una revolución liderada por el partido bolchevique de Lenin parecía muy poco probable. Le-nin no regresó a San Petersburgo —o Petrogrado, como se la conocía entonces— hasta la noche del 3 de abril. Era la primera vez que ponía el pie en su propio país en una década. Y pocas semanas después volvía a marcharse. El 6 de julio se vio obligado a ocultarse para evitar su detención, y tres días más tarde cruzaba disfrazado la frontera y huía a Finlandia. Todo parecía indicar que estaba acabado. Pero en realidad apenas había empezado.

Personalidad: el surgimiento de un líder revolucionario

El aspecto físico de Lenin tenía poco de cautivador. Un periodista nor-teamericano llamado John Reed, que tuvo ocasión de verle de cerca durante la revolución de 1917, lo describe como un individuo calvo, fornido, de corta estatura, «ojillos saltones, nariz altanera, labios anchos y generosos y sólido mentón». Vestía unas ropas raídas y resultaba totalmente «anodino» para ser «el ídolo de las masas», pero es que «su liderazgo se debía a la pura virtud del intelecto ... pues poseía la capacidad de explicar ideas profundas en términos sencillos». Por «anodina» que pudiera juzgarse su apariencia, a todo el que se topara con él se le hacía imposible ignorarle. Y tampoco existe la menor duda sobre su aguda inteligencia (que en su carrera política conseguiría poner al servicio tanto de sus soberbias dotes políticas y organizativas como de su capacidad para la manipulación). Poseía una energía pasmosa y transmitía un enorme dinamismo. Era un orador electrizante (al menos para quienes se hallaran en su misma longitud de onda), un polemista de talento que manejaba bien su aguzado entendimiento y mostraba una notable aptitud para el debate agresivo. Todo ello le permitió salir vencedor de casi todas las disputas, verbales o escritas, y exponer magistralmente la dialéctica marxista en su prolífica obra ensayística. Pero las cualidades de Lenin no se agotaban en la potencia de su pensamiento. Poseía una tremenda fuerza de voluntad y una enorme seguridad en sí mismo. La volatilidad de su colérico temperamento, su intolerancia y la omnipresente certeza de llevar siempre razón hacían difícil que una persona de mente más abierta, planteamientos no tan dogmáticos o modales menos tajantes soportara su prepotencia.

Vivía por y para la política. Ninguna otra cosa le importaba en exceso. No resultaba fácil trabar amistad con él. De hecho, es improbable que tuviera algún amigo verdaderamente digno de tal nombre. Hasta el posterior séquito de correligionarios que andando el tiempo le acompañarían en el liderazgo bolchevique estaría formado por camaradas unidos en pro de una misma causa política, no por amigos personales. Su pequeño círculo de allegados apenas rebasaba el que integraban su esposa, sus hermanas, su hermano menor y su antigua amante Inessa Armand, que, pese a haber visto naufragar en 1912 la relación que habían mantenido durante dos años, permaneció a su lado hasta su fallecimiento, en 1920. Se trataba de un individuo obsesivo, capaz de insistir con puntillosa meticulosidad en absurdas cuestiones de orden formal: el solo hecho de desorganizar los lápices dispuestos con rigor marcial sobre la mesa podía provocar un estallido de ira. Era ambicioso y estaba total y absolutamente decidido a llevar adelante la revolucionaria transformación de la sociedad rusa que se había propuesto auspiciar. Se mostraba intolerante y completamente inflexible con los ideólogos marxistas que se atrevían a exponer puntos de vista contrarios —aun en el caso de personas a las que en otro tiempo hubiera considerado estrechamente aliados a él—. De hecho, casi podía garantizarse en la práctica que, en uno u otro momento, se enfrentaría a sus antiguos pares y terminaría peleándose con otros teóricos marxistas. Y con los enemigos de clase —una categoría de personas sumamente elástica— era implacable, hasta tal punto que abogaba abiertamente en favor del terrorismo para liquidar-los y lo aplaudía.

Toda su vida tuvo mala salud. Padecía unos dolores de cabeza devasta-dores, además de insomnio y una tensión nerviosa que en ocasiones lo ponía al borde del desmoronamiento psíquico. Y aún no hemos hablado del recurrente problema de sus molestias estomacales y su extrema fatiga (que no tiene nada de sorprendente, dado su extenuante horario de trabajo), todo lo cual se acumulaba hasta buscar alivio en volcánicas explosiones de rabia. Es casi seguro que también terminó sufriendo de hipertensión y arteriosclerosis, causas ambas de las graves apoplejías que acabarían llevándole a la tumba en 1924. Antes de hacerse con el poder en la Rusia de 1917 siempre había conseguido recuperarse de la brutal presión que muchas veces provocaba, o agudizaba, sus episódicas dolencias, tomándose largas vacaciones y aprovechándolas para dar largos paseos, nadar y realizar otros ejercicios físicos. Esos períodos de relajación nunca dejaban de infundirle una nueva vitalidad. Sin embargo, después del año 1917 apenas pudo permitírselos. Se ha sugerido razonablemente que tenía la convicción de estar abocado a morir joven, tal y como le había sucedido a su padre. Hacía ya mucho tiempo que se consideraba un hombre marcado por el destino. Es posible que la previsión de una muerte prematura aumentara todavía más la ansiedad de culminar la obra de su vida, obligándole a consumar la revolución a toda prisa.

A primera vista, el trasfondo de sus primeros años no anunciaba su futura condición de líder revolucionario. Nació en 1870 en Simbirsk, una pequeña ciudad a orillas del Volga y al este de Moscú, del que dista 725 kilómetros, en el seno de una familia claramente burguesa. Los Uliánov eran personas cultas a las que interesaban la literatura, las artes plásticas y la música. La vida del hogar estaba fundada en los habituales valores de la clase media de la época, como el orden, la jerarquía y la obediencia. No hablaban abiertamente de política. Se consideraban leales súbditos del emperador, aunque promovían las reformas liberales y modernizadoras llamadas a forjar una Rusia más parecida a los países europeos con sociedades ilustradas, una actitud que, pese al gran respeto en que se tenía a los Uliánov, despertaba los recelos de los sectores conservadores de la flor y nata de Simbirsk.

Vladímir fue el tercero de los hijos que consiguieron sobrevivir (dos murieron en la más tierna infancia) y permaneció estrechamente unido a su familia, y en especial a su madre —hasta el fallecimiento de esta, en 1916—, a su hermana mayor, Anna, y a la pequeña María, que le segui-ría devotamente hasta el fin. Sus padres tenían grandes planes para los hijos y se implicaron profundamente en su educación. El joven Vladímir era un muchacho espabilado y estudioso que al dejar la escuela secundaria en 1887 era el mejor de su clase, ya que había obtenido notas excepcionalmente buenas en todas las materias. En agosto de ese mismo año ingresó en la Universidad de Kazán, situada en una zona más alta del curso del Volga que Simbirsk, para estudiar jurisprudencia. Sin embargo, menos de cuatro meses después fue expulsado de la institución, junto con un grupo de compañeros de carrera, debido a su participación en una algarada organizada para poner fin a las restricciones que pesaban sobre las asociaciones estudiantiles. Por esa época ya había entrado en contacto con los activistas revolucionarios y empezado a explorar las ideas vinculadas con la política que precisaba la revolución.

En 1886, su hermano Aleksándr, que se había radicalizado políticamente siendo estudiante de ciencias naturales en la Universidad de San Petersburgo, se unió a un grupo de amigos que soñaban con transformar la sociedad y conspiraban para acelerar el surgimiento de una revolución haciendo saltar por los aires al zar Alejandro III. El 1 de marzo de 1887, su chapucero intento de asesinato determinó que la Ojrana, es decir, la policía secreta zarista, detuviera e interrogara a los miembros del grupo. Aleksándr admitió el delito, fue sentenciado a muerte y pereció ahorcado el 8 de mayo de 1887. La ejecución del hermano dejó en Vladímir un corrosivo odio a la dinastía Románov. Llegó a la inamovible conclusión de que había que derrocar al régimen zarista. Es posible que la muerte de Aleksándr fuera la espoleta que hizo estallar un conjunto de sentimientos latentes en Vladímir, pero no es más que una simple conjetura. En cualquier caso, es preciso no ceder a la tentación de buscar una explicación psicológica a todo cuanto estaba a punto de suceder. Fuese cual fuese el impulso inicial, Vladímir no tardaría en zambullirse en la literatura subversiva. El compromiso de lealtad a la futura revolución que entonces adquirió iba a consumirlo a lo largo de los treinta años siguientes —es decir, durante buena parte de su vida—, antes de ponerlo en la tesitura de encarar la breve y dramática experiencia que estaba llamado a vivir como artífice de la verdadera revolución terminado el año 1917.

Empezó a sumergirse en el pensamiento de Marx y a moverse en los reducidos círculos de los revolucionarios más entregados a la causa. En el transcurso de la década de 1890, esta actitud conseguiría que la Ojrana le arrestara y le enviara a un confortable exilio en una agradable región de la Siberia oriental, donde su futura esposa, Nadezhda Krúpskaya, fue a reunirse con él —se casaron en 1898, y de hecho la propia Nadia ya se dedicaba entonces al proyecto revolucionario—. A partir de 1900, el temor a futuras detenciones y a la cárcel hizo que él mismo se impusiera la solución de exiliarse en el extranjero y se obligara a una odisea de pisos francos en Zúrich, Múnich, Londres, París, Ginebra y Cracovia, sin olvidar las varias visitas que hubo de realizar a distintas ciudades del oeste de Europa. El futuro líder de los trabajadores no tuvo nunca que ganarse la vida con un empleo convencional. Contaba con apoyo económico: primero con el de su madre, aun después de los cuarenta, y posteriormente con el que le procuraban, cada vez con mayor frecuencia, los benefactores acaudalados del partido. Al final lograría asignarse un salario con los fondos del movimiento bolchevique. Con eso le alcanzaba para mantener un nivel de vida relativamente modesto y le permitía concentrarse plenamente, pese a encontrarse muy lejos de Rusia, en pensar y planear la revolución.

La personalidad de Lenin, apenas visible en sus primeros años, adquirió perfil definitivo en los largos años dedicados a escribir, a asistir a mítines y congresos, a intervenir en las disputas políticas, a organizarse y prepararse para ese pulso revolucionario que sin duda acabaría produciéndose, y que sin embargo no tenía forma de provocar. Por infructuosa que tantas veces llegara a parecerle su existencia, lo cierto es que en ese período se forjaron las cartas credenciales llamadas a otorgarle plena legitimidad a los ojos de cuantos más tarde entraran en contacto con él —y lo que no es menos importante: fue también esa época la que a él mismo le infundió fuerza y confianza—. A medida que fueron evolucionando, sus ideas le confirieron un cierto halo carismático en los círculos de la oposición revolucionaria al régimen y le prestaron esa aura de líder visionario en ciernes que después le serviría de catapulta. Sin embargo, también aprendió en esos años gran parte de los trucos del oficio, vitales para todo el que se lance a la despiadada competencia por la primacía que se da en la esfera de los sedicentes revolucionarios.

La publicación del tratadito ¿Qué hacer? (título que plagiaba el de una novela antizarista de Nikolái Chernyshevski, al que había admirado en su juventud) fue el primer elemento que le dio a conocer en un radio de acción más amplio. Hasta entonces se le había considerado funda-mentalmente un adepto de Gueorgui Plejánov, un teórico marxista exiliado en Zúrich. Plejánov insistía en que, en Rusia, la revolución no emanaría del campesinado (como habían pretendido los populistas rusos,* que idealizaban las comunas rurales), sino de la movilización de la clase trabajadora industrial. De hecho, Lenin había dejado Rusia en 1900 para reunirse con Plejánov en Suiza. Sin embargo, sus relaciones no tardarían en agriarse. Con la obrita ¿Qué hacer?, Lenin (que ya por entonces había adoptado ese seudónimo) salía por entero de la alargada sombra de Plejánov. Su escrito sentó las bases precisas para convertir las teorías de la revolución de Marx en un método de acción política, exponiendo para ello la necesidad de un partido de naturaleza conspiratoria, organizado, centralizado y formado por revolucionarios entregados, capaces de constituirse en vanguardia y liderar al proletariado en la lucha de clases. Y como ese partido revolucionario de vanguardia debía darse un líder, Lenin proclamaba en el texto su aspiración a dicho liderazgo.

En esta época, Lenin también fue adquiriendo una inestimable experiencia en las luchas intestinas que horadaban las facciones. El segundo congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (una formación política revolucionaria que en 1898 defendía un programa marxista), celebrado en Londres en 1903, resultó muy doloroso. Una abstrusa disputa sobre las condiciones de afiliación al partido provocó una escisión entre las facciones que encabezaban Lenin y Yuli Mártov, antiguo amigo del primero pero implacable oponente político suyo en lo sucesivo. Mártov, que no era adversario para Lenin en el terreno de la maquinación política, cometió un error de cálculo y acabó perdiendo una votación sobre la poco importante cuestión de la composición del consejo editorial del periódico marxista Iskra («La chispa») —cuyo pri-mer número, publicado en caracteres diminutos, vio la luz en diciembre de 1900—. Lenin ganó la votación y dio a su facción el nombre de «Los de la mayoría» (ya que eso significa en ruso la voz «Bol’sheviki»), denominación que conservaría encantado más tarde, pese a que, durante bastante tiempo, la suya fuera de hecho una agrupación minoritaria. Mártov cayó torpemente en esa trampa lingüística —que en años poste-riores pesaría como una losa sobre su formación— y aceptó denominar a su grupo «Los de la minoría» (o «Men’sheviki»), asumiendo implícita-mente su escasa popularidad.

La respuesta de Lenin a la revolución vivida en Rusia en 1905, que él se había limitado a contemplar desde lejos, consistió en radicalizar todavía más su llama retórica y en exigir la creación de una «dictadura democrática revolucionaria provisional del proletariado y el campesinado» que habría de contar con el respaldo del terror en cuanto se consumara el derrocamiento de los Románov. Dicha postura agravó la ruptura con los mencheviques, ya que, si estos subrayaban la necesidad de un lide-razgo de la clase media, que debía ponerse al frente de una revolución «burguesa y democrática» para poder cubrir la primera etapa de la senda conducente al socialismo, Lenin, por su parte, insistía ya en saltarse esa fase. Pese a que de forma tan transitoria como superficial, y únicamen-te por razones tácticas, la escisión entre las facciones se superara en 1906, lo cierto es que no tardó en reafirmarse, volviéndose cada vez más enconada y saldándose con nuevas fragmentaciones, tanto entre los mencheviques como entre los bolcheviques —hasta culminar en la completa escisión formal de 1912.

Durante buena parte de la década anterior a la revolución de 1917, los mencheviques contaron con mayores apoyos en el interior de Rusia que los bolcheviques. Sin embargo, en el lado bolchevique de esa línea divisoria, el extremado e inflexible radicalismo de Lenin ejercía un poderoso atractivo. Para sus seguidores, la intransigencia y beligerancia que demostraba en las amargas disputas teoréticas y organizativas eran otros tantos atributos positivos. Además, su incansable goteo de artículos periodísticos contribuía a un tiempo a mantener su visibilidad a los ojos de los revolucionarios y a redorar su condición de líder. Pese a todo, no pasaba de ser el dirigente exiliado de un pequeño partido revolucionario. La mayor parte de los trabajadores industriales rusos a los que Lenin consideraba la punta de lanza de la revolución no tenían el menor interés en ocuparse de las impenetrables disputas entre las facciones ni en los escritos teóricos, así que apenas habían oído hablar de él. Y a pesar de todas las arengas que divulgaba desde el extranjero, lo que Lenin no podía hacer era trenzar el cúmulo de circunstancias en el que la revolución se haría realidad, según predicaba sin cesar.

Al regresar con cuarenta y seis años a Rusia en 1917, consumadas ya la revolución de febrero y la deposición del zar, Lenin se encontró de pronto en un país en el que llevaba sin poner el pie prácticamente dos décadas. Pese a ser virtualmente desconocido para la mayor parte de los rusos, lo cierto es que los activistas comprometidos con las más radicales formas de revolución, es decir, los miembros del partido bolchevique, le tenían poco menos que por un profeta, un gurú del pensamiento revolucionario y el inspirado organizador de un movimiento que al fin había alcanzado el punto de maduración.

Lenin se pone al frente de la revolución

El 27 de marzo de 1917, Lenin devoraba los kilómetros para dirigirse a Rusia, pasando por Alemania, Suecia y Finlandia. Llegó a Petrogrado la noche del 3 de abril. Dedicó las largas horas de viaje a pulir el proyecto de una estrategia radical susceptible de permitir que el proletariado y los aún más humildes campesinos se hicieran con el poder: compuso así las llamadas «Tesis de abril». Nada más llegar a su destino manifestó su posición de radicalismo sin paliativos a la multitud de simpatizantes que le esperaban para darle la bienvenida. Abogó por la instauración de una «revolución socialista mundial» y declaró, subido a un vehículo blindado que habían traído los bolcheviques de la localidad, que sus seguidores no debían prestar apoyo al gobierno provisional. Tras sus largos años de estancia en el extranjero, Lenin ardía de celo revolucionario, y acertó a transmitirlo vehementemente en una serie de discursos pronunciados en los días inmediatamente posteriores. La claridad meridiana de su objetivo y su inmensa seguridad en sí mismo le hacían descollar por encima de otros oradores. Sin embargo, en esos momentos no había demasiadas personas, ni siquiera entre sus más estrechos seguidores, dispuestas a abrazar un enfoque tan radical.

El 4 de abril, al exponer sus «Tesis de abril» en una reunión de los bolcheviques y atacar en su intervención a quienes deseaban trabajar con los mencheviques, lo que obtuvo fue una respuesta fundamentalmente crítica. Lev Kámenev, una de las figuras más destacadas del partido bolchevique, llamado a convertirse más tarde en una de las luminarias del gobierno posterior a la Revolución de Octubre, consideraba que los planteamientos de Lenin eran simplemente disparatados —hasta el punto de rechazar en el Pravda del 8 de abril las «líneas generales» del plan leninista, «inaceptables» a juicio de Kámenev—. De haber vivido en tiempos de Stalin, dos décadas después, semejante postura habría constituido un suicidio. De hecho, Kámenev acabaría siendo una de las víctimas que Stalin habría de cobrarse entre los «viejos bolcheviques». Pero el año diecisiete no se parecía en nada al treinta y siete, y Lenin tampoco era Stalin. A su regreso a Petrogrado, todo intento de vencer la oposición que le salía al paso en el seno mismo de las filas bolcheviques habría resultado impensable —y sencillamente inviable, en cualquier caso—. Lenin había basado toda su carrera en la política revolucionaria en una tenaz y resuelta defensa de sus puntos de vista y en la decidida voluntad de contrarrestar las más correosas críticas. Y en 1917 no tenía más alternativa que proseguir por esa vía. Y a pesar de que su autoridad no iba a tardar en fortalecerse de la manera más notable, el pluralismo interno, jalonado por la constante aparición de interpretaciones rivales, se prolongó en los años en que ejerció el poder, y solo llegó a su fin con el ascenso de Stalin.

Muchos de los revolucionarios que habían presenciado los recientes acontecimientos de Rusia desconfiaban de las soluciones precipitadas y se mostraban favorables a la consecución de algún tipo de acuerdo con el gobierno provisional. Buena parte de las brillantes dotes de Lenin como líder revolucionario estribaban en su capacidad para aunar el inalterable carácter de su radicalismo ideológico con la flexibilidad táctica. Sabía modular el mensaje sin dejar de aferrarse con implacable determinación a su estrategia de base. Procedió así a diluir la retórica de la «guerra revolucionaria» y la «dictadura» y comenzó a abogar por la puesta en práctica de políticas que sabía perfectamente populares: la nacionalización de los bancos y la industria; la expropiación de los campos de cultivo de los terratenientes; la paz, y una gobernación no basada en el Parlamento, sino en los sóviets (es decir, en unos consejos sujetos al control de trabajadores y soldados). También supo encapsular astutamente el contenido medular de su programa revolucionario en un eslogan tan conciso como llamativo que había leído por primera vez, según parece, en una de las pancartas exhibidas en el transcurso de una manifestación callejera de ese mismo mes de abril: «Todo el poder para los sóviets».

En las semanas siguientes, Lenin se dedicó a machacar su mensaje sin piedad, zambulléndose en un verdadero torbellino de actividad en Petrogrado: en mayo publicó cuarenta y ocho artículos en el Pravda, y aún encontró tiempo para pronunciar veintiún discursos entre mayo y junio. Su activismo no se había embotado lo más mínimo. No dejaba de subrayar una y otra vez que el partido bolchevique tenía que transformarse en la formación líder de los sóviets, todavía dominados por los representantes de otros partidos revolucionarios antagónicos, como los mencheviques y los socialistas revolucionarios (cuya facción, fundada en 1901, representaba básicamente los intereses de los campesinos). Lenin supo rodearse asimismo de lugartenientes capaces, que trabajaban incansablemente dentro del partido y que más tarde llegarían a desempeñar papeles relevantes en el régimen bolchevique —de entre los cuales cabe destacar a Lev Kámenev, Grigori Zinóviev, Nikolái Bujarin, Iósif Stalin y el propio León Trotski, un importante miembro de los mencheviques que se había pasado al bando bolchevique—. Todos ellos poseían talentos útiles para un partido revolucionario, y muy particularmente Trotski, que no tardaría en destacar como orador brillante, soberbio agitador y hombre de formidables dotes de organización. Pero se desconfiaba de él debido a su pasado menchevique y a su tardía conversión al bolchevismo (que no había abrazado hasta 1917). Era también demasiado cáustico, además de arrogante y egoísta —lo que hacía que se ganara enemigos con mucha facilidad—. A ninguno de esos paladines se le pasó por la cabeza la idea de suplantar a Lenin. Todos reconocieron su absoluta primacía.

La incesante propaganda empezó a dar resultado, logrando por ejemplo que aumentara el número de adeptos dispuestos a respaldar a los bolcheviques, que de este modo pudieron explotar la inmensa agitación reinante y las terribles condiciones de vida, agravadas por la inflación cabalgante, la caída del abastecimiento de víveres y el aumento de deserciones entre los soldados. A principios de julio, al producirse una serie de violentas manifestaciones contra el gobierno, los bolcheviques más exaltados creyeron llegado el momento de una insurrección armada. Lenin se hallaba ausente, al haber tenido que tomarse unas breves vacaciones en la costa finlandesa para recuperarse del estrés y la fatiga. Regresó a Petrogrado enfurecido por no tener más remedio que contener a los bolcheviques para que no cayeran en la tentación de lo que a su juicio no era sino un intento prematuro e imprudente de tomar el poder, dado que todavía carecían de una organización suficientemente fuerte y del amplio respaldo popular imprescindible para una acción de esa envergadura.

Los bolcheviques perdieron temporalmente el prestigio que se habían ganado, y el gobierno inició la contraofensiva. Se denunció a Lenin, asegurando que era un espía alemán, y el líder revolucionario se vio bajo la amenaza de un inminente arresto (al que le habría seguido, sin duda, un escarmiento destinado a arrebatarle la capacidad de dirigir las tácticas de los bolcheviques). El 9 de julio huía a Finlandia en compañía de Zinóviev, donde permaneció en la clandestinidad hasta finales de septiembre. Sin embargo, desde ese refugio le era imposible controlar o dar forma a los acontecimientos. Fue el curso de las cosas el que adoptó un rumbo favorable a sus posiciones. De no haber sido así, la aventura de Lenin habría quedado reducida a una simple nota al pie de las páginas de historia.

El mayor desastre de cuantos hubo de encajar el asediado gobierno provisional fue producto de un error de sus propios integrantes. El yerro partió de la decisión de Aleksándr Kérenski, el ministro de Defensa, que el 1 de julio optaba por lanzar una ofensiva en el frente suroccidental. El objetivo pasaba por ayudar a los Aliados que luchaban en las primeras líneas occidentales (desorganizadas por los motines que estaban estallando en el ejército francés), pero el principal elemento impulsor de la medida era la esperanza de que la popularidad de una victoria consiguiera devolver la moral al ejército y que eso apuntalara a su vez la precaria posición del gobierno provisional. Ahora bien, en un país verdaderamente extenuado por la guerra, en el que la agitación pacifista —y no solo de los bolcheviques— encontraba oídos muy atentos, la iniciativa de Kérenski resultaba extremadamente arriesgada, así que no tardó en revelarse gravemente contraproducente. A mediados de ese mismo mes, la ofensiva se vino abajo, y las fuerzas rusas emprendieron apresuradamente la retirada. El propio Kérenski asumió el cargo de primer ministro de un gobierno cuya popularidad se desmoronaba a ojos vista. El 28 de agosto, las cosas se ponían todavía peor para Kérenski, ya que en esa fecha su comandante en jefe, el general Lavr Kornílov, un antiguo oficial zarista, marchó sobre Petrogrado, al frente de las tropas. No está claro si se trató de un intento golpista de Kornílov o si la intención de este se limitaba a intentar forzar la mano de Kérenski para obligarle a tomar medidas más duras contra los bolcheviques. Sea como fuere, la maniobra fracasó rápidamente. Kérenski se vio obligado a pedir ayuda a los bolcheviques a fin de que estos convencieran a la soldadesca de que no debía respaldar a Kornílov, valiéndose para ello de la propaganda revolucionaria, que sostenía que los soldados habían ejercido un papel indispensable para evitar una contrarrevolución.

Este fiasco socavó nuevamente los cimientos del gobierno provisional y reforzó en cambio a los bolcheviques. Su apoyo había aumentado enormemente desde la primavera. El respaldo popular del gobierno, y de los partidos que lo formaban, por el contrario, se hallaba en caída libre. Los trabajadores, muchos de los cuales habían sido despedidos por sus empleadores, empezaron a tomar el control de la gestión fabril, los campesinos se apoderaban de las tierras agrícolas, los soldados desertaban... Lenin asumió que la hora de la revolución había llegado al fin. «Si esperamos y dejamos escapar el momento presente», resaltaba en un escrito redactado desde su «exilio» finlandés, «echaremos por tierra la Revolución». Los camaradas que ejercían junto a él el liderazgo del partido lo tenían mucho menos claro. Sin embargo, Lenin, que mostró una gran habilidad política y una notable fuerza de convicción, consiguió convencerlos de que estaba en lo cierto. Trazó esquemáticamente una lista de los puntos estratégicos que era preciso tomar en un levantamiento, e insistía: «Si no nos hacemos con el poder ahora, la historia nunca nos lo perdonará».

El 7 de octubre, en este clima de febril agitación que ya resultaba muchísimo más propicio a una revolución de carácter extremadamente radical, Lenin regresó a Petrogrado, disfrazado de pies a cabeza y provisto de un pasaporte falso. Pese a que todos los bolcheviques le aceptaran como líder, no le faltó oposición al argumentar en los días siguientes en favor de una inmediata insurrección armada —protagonizada una vez más por dos de las cabezas más brillantes del partido: Kámenev y Zinóviev, entre otros—. Sin embargo, la fuerza de sus argumentos, unida a su inmensa convicción y a su indiscutible condición de líder se llevaron la palma. Entre los días 23 y 24 de octubre, al circular el rumor de que Kérenski estaba reuniendo tropas lealistas con la intención de mar-char sobre la ciudad y recuperar el control, Lenin decidió tomar la ini-ciativa. Sometido a una enorme tensión nerviosa, llegó a la conclusión de que era el momento de actuar.

En las jornadas anteriores, Trotski, que presidía el sóviet de Petrogrado y era de facto el jefe del Comité Militar Revolucionario de los bolcheviques, había estado trabajando en la misión clave de la preparación de una insurrección armada. Y también iba a ser el instigador —con métodos en buena medida improvisados— de la toma del poder, iniciada y coronada a caballo del 24 y el 25 de octubre. Él era sin duda la persona más importante de todo el movimiento revolucionario —al margen de Lenin, claro está—. De hecho, el propio Trotski reconocía la preeminencia de Lenin. Nadie ponía en cuestión su liderazgo como fundador del partido. Se ha dicho que Trotski era el general al frente de las operaciones tácticas, y que Lenin ejercía las funciones de comandante en jefe.

La toma del poder propiamente dicha se llevó a cabo prácticamente sin derramamiento de sangre, y en un solo día: el 25 de octubre. El gobierno provisional se rindió. Pocos imaginaban que el ejecutivo que vi-niese a sustituirlo, fuera el que fuese, pudiera durar demasiado. En los días y semanas siguientes, el papel de Lenin fue crucial, ya que logró precisamente sentar las bases necesarias para su permanencia. Sus largos años de reflexión sobre la revolución dieron súbitamente paso a la práctica revolucionaria. El primer paso consistió en hacer que el Congreso de los sóviets acordara la composición del gobierno revolucionario. A la decisiva asamblea concurrieron los mencheviques y los socialistas revolucionarios, además de los bolcheviques, así que no estaba en absoluto cantado que Lenin fuera a salirse con la suya. Sin embargo, las bases para la dominación bolchevique se habían asentado firmemente. Cuando al fin se reunió el Congreso, la revolución ya era un hecho consuma-do. Además, los integrantes del Comité Central del partido bolche-vique, intimidados por Lenin, ya habían decidido el gobierno que querían. De hecho, Lenin propuso a Trotski, que era quien había encabezado la insurrección, que se pusiera al frente del gobierno. Al parecer, Lenin quería concentrar sus esfuerzos en capitanear el partido, y no deseaba presidir el gobierno —en realidad ni siquiera quería intervenir en él—. Sin embargo, Trotski, plegándose a la primacía de Lenin, rechazó la oferta. De haber aceptado Trotski la petición de Lenin, la historia podría haber seguido un curso muy distinto.

Así las cosas, el Congreso decidió que Lenin ocupara el cargo de presidente —equivalente en la práctica al de primer ministro— del Consejo de Comisarios del Pueblo (una especie de gabinete gubernamental, conocido por su acrónimo en ruso: Sovnarkom). Pese a contar con la representación más amplia de los 670 delegados, los bolcheviques no obtuvieron la mayoría. Sin embargo, consiguieron provocar a tal punto a sus rivales que los mencheviques, los socialistas revolucionarios y los miembros de otros grupos abandonaron el Congreso, dejándoles de facto al mando de la situación. Pese a tratarse de una administración provisional, en tanto no se convocara una asamblea constituyente, se estableció así un gobierno formado únicamente por bolcheviques.

Sus primeros decretos, elaborados a toda velocidad por Lenin, tuvieron una significación enorme. El Decreto sobre la Paz detuvo inmediatamente la guerra en el frente oriental, sentando así las bases para la redacción de un tratado de paz. El Decreto sobre la Tierra —popularmente conocido con el nombre de Decreto de Lenin— abolió la propiedad de la tierra sin compensación a los terratenientes y puso fin a la mercantilización del suelo. Dichos decretos vinieron acompañados de la imposición de la censura de prensa y del envío de comisarios bolcheviques, todo ello con el fin de establecer el control militar. En las dos semanas inmediatamente posteriores se emitieron otros muchos decretos: sobre la jornada laboral de ocho horas para los trabajadores, sobre la educación gratuita y sobre los derechos de los pueblos de Rusia (por los que se abolieron los privilegios nacionales y religiosos, se ofreció protección a las minorías étnicas y se puso sobre la mesa la posibilidad de la autodeterminación nacional). Estos decretos contribuyeron a aumentar el respaldo a los bolcheviques entre los soldados del frente, entre las minorías nacionales y, lo que es más importante, entre buena parte del campesinado (al que Lenin tenía que atraer a la causa, contrarrestando para ello el abrumador apoyo que prestaban a los socialistas revolucionarios) . Lenin también tenía que vencer la oposición surgida de sus propias filas, encabezada por Kámenev y Zinóviev, que querían formar un gobierno de coalición más amplio. Una vez más, su intransigencia se reveló rentable. El resto del Comité Central, es decir, el núcleo duro del iderazgo, le respaldaba. Logró consolidar el control que ya venía ejerciendo en el partido bolchevique de Petrogrado, y también mantuvo intacto su liderazgo sobre el Sovnarkom. En las primeras semanas posteriores a la toma del poder, los bolcheviques instituyeron su poder en el conjunto del inmenso país penetrando en los sóviets locales y sometiéndolos a su control. Y allí donde brotaba un conato de oposición, la Guardia Roja forzaba la obediencia.

No obstante, el resultado de las elecciones a la asamblea constituyente, celebradas el 12 de noviembre —los últimos comicios abiertamente pluralistas que habrían de conocerse en más de siete décadas—, reveló el reducido apoyo de que disponían los bolcheviques en el país. Lenin no quería que se diera curso a las votaciones, ya que preveía un desenlace negativo para los bolcheviques. Sin embargo, en este caso tuvo que inclinarse ante la oposición de la práctica totalidad de su entorno. El gobierno provisional había prometido la celebración de unas elecciones democráticas a una asamblea constituyente. «Daríamos una pésima im-presión», argumentaba uno de sus aliados de mayor confianza, Yákov Sverdlov, «si bloqueáramos la posibilidad de un plebiscito en el inicio mismo de nuestra andadura». Sin embargo, los presentimientos de Le-nin se cumplieron. Los bolcheviques consiguieron menos de la cuarta parte de los 41 millones de votos emitidos. La asamblea constituyente abrió sus sesiones el 5 de enero de 1918. Duró solo un día. La Guardia Roja abrió fuego sobre unos trabajadores que se manifestaban en favor de la asamblea, y causaron la muerte de nueve personas e hirieron a veintidós. A la mañana siguiente impidieron que los delegados asistieran a la reunión. Todas las esperanzas de una democracia plural quedaron cercenadas. Los bolcheviques se habían hecho con el poder y tenían la firme determinación de ampliarlo y convertirlo en su particular monopolio —desde luego, no iban a entregárselo a ningún otro partido—. Sin embargo, distaban mucho de haberse ganado las simpatías del conjunto del país. Por muchas maniobras y manipulaciones que llevara aparejada, la persuasión política no era suficiente.

La evolución hacia un escenario marcado por el aumento de las prácticas coercitivas, la violencia contra los oponentes, y una represión descaradamente terrorista se hizo inexorable. Lenin había aprovechado el tiempo que había pasado refugiado en Finlandia durante el verano de 1917 para continuar trabajando en su libro, El estado y la revolución, que vio la luz al año siguiente. En esta obra argumentaba que la violencia se hacía necesaria después de haberse tomado el poder, ya que solo así podía aniquilarse a la clase capitalista y levantarse una «dictadura del proleta-riado». El estado opresor solo puede «ser extinguido» en un período de tiempo difuso e indefinido, y únicamente en esa horquilla temporal existe la posibilidad de alumbrar una sociedad auténticamente comunis-ta. Entretanto, la guerra contra los enemigos del proletariado ha de librarse con las armas más implacables que puedan conseguirse. Lenin llevaba ensalzando el uso del terror como ariete apropiado desde el comienzo mismo de su carrera como teórico revolucionario. El 7 de diciembre de 1917 consiguió que el Sovnarkom organizara la «Comisión extraordinaria de todas las Rusias», más conocida con el nombre de «la checa», la temible policía de estado. Dirigido por Félix Dzerzhinski, y dotado al principio de un personal muy reducido, el organismo creció rápidamente, hasta el punto de que en el verano de 1918 andaba ya cerca de convertirse en un estado dentro del estado. Su tarea consistía en eliminar toda oposición a la revolución, pese a que la noción de «enemigos» contrarrevolucionarios se dejara sin definir —en una obvia invitación a la aplicación arbitraria del terror—. «Debemos avivar la energía y el carácter popular del terror», escribía Lenin en junio de 1918. Para entonces, Lenin se hallaba ya al frente de un estado sumido en una feroz lucha por la supervivencia y sacudido por una guerra civil de inimaginable brutalidad, dado que el gobierno revolucionario tenía que plantar cara a una contrarrevolución apoyada por las potencias extranjeras. En tan extremas condiciones, el terrorismo de estado solo podía alcanzar proporciones explosivas.

Lenin en su papel de líder del Estado

En el caso de Lenin, el pleno ejercicio del poder sobre la totalidad del enorme territorio ruso se circunscribió a un período extremadamente corto, situado entre el fin del enfrentamiento civil, en el otoño de 1920, y su parcial incapacitación como consecuencia de la grave apoplejía sufrida en mayo de 1922. Desde entonces hasta su fallecimiento transcurrieron en realidad unos pocos meses —apenas algo más de año y medio—, en los cuales tuvo además mermadas en gran medida sus facultades.

En los meses de grave agitación que siguieron a la Revolución de Octubre, Lenin no actuó en modo alguno como un déspota, aun suponiendo que le hubiera gustado hacerlo. En las primeras fases del período posrevolucionario, la gobernación difería mucho de la terrible y rutinaria tiranía burocrática en que habría de convertirse en tiempos de Stalin. Era preciso improvisar muchas de las medidas. Además, Lenin tuvo que adaptarse al menos a algunas de las embrionarias estructuras de administración revolucionaria que ya se habían puesto en marcha al hacerse los bolcheviques con el poder. No le quedaba más remedio que gestionar las multitudinarias y borrascosas reuniones del Congreso de los sóviets de todas las Rusias (a las que en esa época concurrían numerosos partidos): en teoría el más alto organismo gubernativo, que ya había sido instituido por el gobierno provisional. El primer encuentro de sus representantes había tenido lugar en junio de 1917, antes de la revolución bolchevique, y entre noviembre de 1917 y noviembre de 1918 se habían celebrado cinco sesiones más. La completa dominación bolchevique no se consiguió sino en el transcurso del año dieciocho. En esencia, el in-menso congreso se dedicaba a ratificar —aunque en los primeros tiem-pos no se tratara de una mera formalidad— las medidas que adoptaba el Comité Central del Partido bolchevique, una institución fundada en 1898 que tomaba sus decisiones por voto mayoritario. En su seno también se producían debates acalorados, y de hecho Lenin tuvo que hacer muchas veces frente a una virulenta oposición, contrarrestándola por medio de la persuasión y la habilidad política —es decir, sin recurrir al diktat —. Hasta el Décimo Congreso del partido, reunido en marzo de 1921, las facciones estuvieron permitidas —pero en esa fecha quedaron oficialmente abolidas en interés de la disciplina política.

* Es decir, los naródniki, intelectuales socialistas de las décadas de 1860 y 1870, precursores de la agitación revolucionaria contra el zarismo. El término procede de la voz rusa narod: «gente» o «pueblo». (N. del t.)