ADELANTOS EDITORIALES

Una vida de mentiras • Nuria Kaiser

¿Estás segura de que tu historia es perfecta?

#AdelantosEditoriales.
Escrito en OPINIÓN el

¿Preferirías vivir un engaño o aceptar la dolorosa verdad?

LUCÍA es una joven maestra que está por casarse con el hijo de una de las familias más poderosas de Querétaro.

CECILIA se ha dedicado durante años a crear la familia ideal.

MIMÍ acaba de reincorporarse a su trabajo como policía tras un feliz embarazo.

Las tres creen tener una vida perfecta, pero eso está a punto de cambiar. Un secuestro, un asesinato y un macabro secreto romperán el mundo de apariencias que habitan, enfrentándolas a esas dolorosas verdades que hasta ahora habían decidido ignorar.

Fragmento del libro “Una vida de mentiras” de Nuria Kaise, editado por Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Una vida de mentiras | Nuria Kaiser

#AdelantosEditoriales

 

1

Desconoce los protocolos del horror. Nunca había hecho algo así. Desliza los brazos bajo el cadáver, pero, al intentar ponerse de pie, pierde el equilibrio y, una vez más, se derrumba. El cuerpo se resiste, parece negarse a abandonar el último sitio que lo vio con vida. Forcejea con él, es una lucha cuerpo a cuerpo entre el más allá y lo que ha dejado atrás. Por fin logra ponerse de pie y sostiene el cadáver plúmbeo, que ya descansa resignado entre sus brazos como un puente vencido que tira hacia abajo. Mira a su alrededor en busca de ayuda, aunque no se hace ilusiones: sabe que está solo en un lugar hecho para alejarse del mundo. Se siente incapaz de moverse, jamás lo volverá a hacer. Evita bajar la mirada para evadir el rostro de rasgos delicados, pero la muerte lo llama con su alarido irresistible. Atisba esos ojos vacíos, abiertos, amoratados. Bajo las heridas de la piel reconoce su belleza, su juventud. Se apura en su camino hacia el auto, echa el cuerpo dentro de la cajuela, se desliza en el interior de la casa hasta dejar todo en su sitio, apaga luces, pone llave a la puerta principal, elimina cualquier despojo de las presencias anteriores. La fulgurante luna y los rayos que anuncian la próxima tormenta iluminan su regreso, gracias a ellos logra distinguir la sangre derramada que se extiende alrededor del lugar donde ocurrió la muerte. Le lanza un puño de tierra seca. Es un extraño sitio para morir. Vuelve al auto y, al intentar cerrar la cajuela, un destello detiene el trayecto de la puerta: la luz de la luna se estrella contra un dije que centellea en el cuello del cadáver. Entorna los ojos para comprender su forma: es un lente de cámara en miniatura que apunta hacia él. Duda por unos segundos, teme que lo estén grabando. Pero toca el dije y constata que es un pendiente hueco de plata. En un impulso lo arranca del cuello, no se preocupa en ver a dónde va a parar. Cierra la cajuela.

«Aquí no ha pasado nada», se dice mientras sacude sus manos, y cierra el gran portón del rancho, sobre él oscila el letrero que dice «Los Encinos».

Y es verdad: ahí no pasó nada.

Solo murió una mujer.

2

En la distancia cercana la espesa jacaranda se asomaba entre los arcos deslavados del acueducto. «Noviembre y aún florea», pensó María Eugenia mientras su chofer volvía a poner en marcha el auto. Le gustaba estar de regreso en Querétaro, aunque fuera tan solo por unos días. Durante los últimos años, su vida había sido un ocultarse de su propia realidad. Decidió seguir los pasos de su esposo y convertirse en una suerte de sombra. Al menos ese sábado podría recuperar algo de lo que había dejado. Cecilia, una de sus amigas más cercanas, organizaba una bienvenida a su futura nuera. No la conocía, pero había oído que era mona.

Al cruzar el acueducto, Maru se inclinó para indicarle al chofer el mejor camino para llegar al centro. El hombre la atendió con la mirada fija en la pantalla del celular, donde se movía la ruta marcada.

—Estoy siguiendo el Waze, señora; estamos a solo quince…

—Haz lo que te digo —lo cortó, satisfecha de conocer bien su ciudad.

—¿Y las camionetas?

—Que se las arreglen. Tú da vuelta allá adelante.

Observó las calles casi desiertas del centro histórico y lamentó que Cecilia hubiera elegido ese lugar para el festejo. A pesar de amar Querétaro, Maru siempre había huido de la tristeza que le despertaba el centro. Sus casonas antiguas convertidas en bares y restaurantes dominicales le parecían un desperdicio de mal gusto, al igual que las franquicias gringas disimuladas bajo falsas fachadas coloniales. Años atrás pudo hacerse algo al respecto, pero ahora ya era demasiado tarde.

Cuando el chofer estacionó el automóvil, las camionetas que los seguían apenas daban la vuelta. Maru bajó sin esperar a que le abrieran la puerta y se apuró a entrar al sitio, mientras cinco hombres vestidos de negro bajaban a toda prisa de sus vehículos para alcanzar la entrada del edificio, donde se colo-caron a ambos lados de la puerta antigua.

—¿Cecilia? —preguntó al aire mientras sus tacones rasgaban el silencio del restaurante ubicado en el patio central del antiguo edificio, alrededor del cual se ubicaban, en dos pisos, las habitaciones del actual hotel boutique.

«Cómo ha cambiado este lugar», pensó Maru al tiempo que evocaba su propia bienvenida en ese mismo sitio hacía más de treinta años. Unos pasos interrumpieron su nostalgia.

—¡Maru! —Cecilia ingresó al lugar agitada, escoltada por un hombre que cargaba algunos paquetes, que se apuró a acomodar sobre una larga mesa al costado de la barra de jugos—. ¡Me ganaste!

Las amigas se abrazaron.

—¡Qué gusto verte, María Eugenia! Ya nunca nos visitas. —Solo por ti vengo al pueblo —respondió Maru arqueando una ceja. Cecilia disimuló el desagrado del comentario con una sonrisa ceñida.

«El pueblo», repitió con el pensamiento. «Apenas llevas un año en Ciudad de México y ya adquiriste la costumbre chilanga de ver a provincia con desprecio».

—Pues me siento honrada, amiga —respondió y llevó una mano a su corazón.

Se dirigieron a una de las mesas. Maru recorrió a Cecilia con la mirada.

—¡Te ves fantástica!

Cecilia negó con una mano, aunque con una sonrisa confirmó que así era. Vestía, como siempre, impecable. Falda a juego con una chaqueta color mostaza, camisa de seda, cabello rubio perfectamente estilizado, tacones impolutos a juego. Desde niña era obsesiva con su apariencia. Le señaló a Maru una silla.

—Tú vas aquí, amiga. En la mesa principal, con la festejada.

—¿Y a qué hora llega, por cierto?

Cecilia ojeó su reloj Cartier, enarcó las cejas por toda respuesta. Su semblante evidenció el desagrado ante la impuntualidad de su nuera, a quien había advertido llegar a tiempo.

—A ti también se te hizo tarde, Ceci —acotó Maru con el guiño de un ojo; tantos años de amistad les permitían esos ligeros reproches.

—Es cierto. Pasé muy mala noche— dijo Cecilia.

—¿Sigues con tus insomnios?

—Siempre, aunque estoy tomando unas pastillas que me ayudan un poco. Pero no solo es eso. Anoche Marlem y Gonzalo llegaron muy tarde. Jamás duermo cuando eso sucede.

—¿Cómo está tu hija? No la he visto desde el divorcio… Un mesero se acercó para servirles café. Maru se acomodó el cabello y se abrazó al rebozo de seda color mostaza que le había obsequiado la esposa del presidente cuando ratificaron a su esposo como fiscal de la República. Mientras el aroma del café invadía la mañana, la imagen de Marlem Sánchez-Anguiano se instaló en su pensamiento: una niña rara desde pequeña. Taciturna, ajena, disgustada con la vida.

—Como siempre, Maru. Como siempre.

Un suspiro prolongado acompañó la respuesta de Cecilia. Esa mañana había vuelto a discutir con Marlem. La noche anterior llegó con aliento alcohólico cuando ya había amanecido. Era la cuarta ocasión en esa semana que se iba de fiesta.

—Aún hueles a alcohol —le reprochó—. Hoy es la bienvenida de Lucía, te pedí que me ayudaras, que estuvieras lista temprano.

Marlem puso los ojos en blanco. Las manchas del rímel de la noche anterior se fundían con sus profundas ojeras; la piel de la joven ya comenzaba a revelar los estragos de una década de excesos.

—Qué güeva, mamá —fue lo único que respondió mientras se alejaba hacia el jardín en pijama, con un cigarro en la mano y los pasos desequilibrados debido a los efectos del alcohol que aún circulaba en su cuerpo.

—¡Peyo! —le gritó al chofer—, ¡llévame y después regresas por Marlem!

—Pero Federico ha de estar feliz…

La voz de María Eugenia la devolvió al restaurante. El sonido del nombre de su hijo mitigó la desazón que el recuerdo de su hija le provocaba.

—Federico está feliz. Con la boda en puerta y la nueva sociedad en el despacho, su futuro es prometedor.

Maru asintió y le dio un trago a la taza humeante.

—Pero hablemos de lo que importa, amiga. El nuevo fiscal del país. Qué orgullo. ¿Cómo está Moisés?

Maru enderezó la espalda en la silla y elevó su pecho de paloma.

—Uff... Con muchísimo trabajo. Ya ves cómo están las cosas en México.

—Nadie mejor que él para arreglarlo —afirmó Cecilia, dando unas palmaditas en la pierna de su amiga. Después giró la cabeza hacia ambos lados para comprobar que ningún mesero anduviera cerca—. Por cierto, Maru… ¿Has podido hablar con tu esposo de la periodista? Parece que continúa con las investiga… —Ni lo menciones —la cortó Maru con sequedad—. Hoy no hablaremos de negocios, Cecilia; hoy festejamos la próxima boda de tu hijo.

Cecilia ahogó la frustración mordiendo su labio inferior. La llegada de las primeras invitadas la distrajo, así que se disculpó y fue hacia la puerta para recibirlas. En el camino le escribió un mensaje de WhatsApp a su nuera: «¿Dónde estás, Lucía? Son casi las 9:30, y ya están llegando las invitadas».

Al levantar la mirada se encontró con el rostro de sus tres mejores amigas: Luisa Kusterman, Tania Díaz Salinas y Blanca Velázquez. Lucían, como ella, arregladísimas.

—¡Luisa! ¿Cómo está Guillermo? —le preguntó a la mujer alta y flaca que encabezaba el grupo.

—Sigue en Nueva York —mintió. Cecilia intercambió una rápida mirada con Tania y Blanca. Todas sabían que el esposo de Luisa pasaba una larga temporada en Madrid con Ilonka, su amante de hacía años. Las llevó a su mesa y, en el camino, se giró hacia la más robusta de las tres:

—Qué hermoso vestido, amiga. No te lo conocía.

Blanca carraspeó y respondió que lo había comprado en su último viaje a Europa. Al llegar a su mesa, Luisa se acercó a ella y susurró:

—Les acaban de embargar la casa. No tienen ni para ir a San Juan del Río.

Cecilia sonrió con malicia. Se sentó al lado de Blanca. —Cuéntame más de ese viaje, Blanquita. ¡Tengo unas ganas de volver a Florencia…!

Con el latir de los minutos, la terraza se llenó de vida. Mujeres de todas las edades ocuparon sus lugares en las mesas alrededor de la fuente, tomaron café, horadaron el aire con sus risas, con sus pláticas intermitentes que chorreaban de sus labios de impecable delineado que se fundían alegres con la voz de Luis Miguel saliendo desde los altavoces. Se conocían unas a otras, identificaban los rostros, nombres, apellidos, la historia de sus familias que se repetía como eco en sus rasgos y gestos. Todas eran hijas del mismo lugar y, sobre todo, de la misma clase social.

Habían crecido juntas, al igual que la propia ciudad. Después de varios minutos, la futura novia hizo su entrada triunfal. Venía acompañada de su mamá, Laura, una viuda cuya belleza de juventud aún perduraba. Lucía Azuela, la novia, se veía sonriente, nerviosa, esperanzada. Sus ojos azules se perdían bajo las arrugas que provocaba la ancha sonrisa que no la abandonaba desde que recibió el anillo de compromiso.

—¡Cecilia! —gritó al ver a su suegra, y avanzó con veloci-dad hacia ella con los brazos abiertos, en medio de las miradas sonrientes de las invitadas y un par de aplausos irregulares—. ¡Qué lindo está todo! ¡Gracias! ¡Muchas gracias por esta celebración!

Recorrieron las mesas tomadas del brazo para saludar a cada una de las presentes. Lucía recibió felicitaciones de tías, amigas, abuelas. Las jóvenes la miraban con envidia; las más grandes, con nostalgia; las infelices, con malicia. Ella, también, recorrería el mismo camino. Habría que ver qué destino le tocaba al final.

Lucía se aproximó a la mesa donde se agrupaban sus mejores amigas. Estas se pusieron de pie y todas dieron ligeros saltitos con grititos agudos.

—No entiendo por qué las mujeres de esta generación son tan escandalosas —le susurró Cecilia a Maru, quien pasaba a su lado con dirección hacia el baño.

Mientras suegra y nuera continuaban con el recorrido de saludos, Cecilia mantenía la misma ensayada máscara bajo la cual se ocultaba la semilla de desconfianza que se había plantado desde que Federico se la presentó como su novia. Aunque para el resto del mundo Lucía Azuela era la chica perfecta, a Cecilia algo no le cuadraba. Tal vez era esa seguridad falsa, un disimulado aire de superioridad, cierta escondida desobediencia; no entendía con exactitud qué era aquello que no lograba aceptar del todo en su futura nuera y, siendo una mujer acostumbrada a las correctas definiciones de las cosas, esta incerti-dumbre le resultaba frustrante.

O tal vez solo era que el apellido que la acompañaba no encajaba con el que ella hubiera deseado para su primogénito.

—¿No ha llegado Marlem?

—Aún no. Iba a llevar a Isabella a algún lado; tal vez por eso se retrasó —mintió Cecilia.

—Claro. Entiendo —respondió Lucía. Pero ambas sabían que Marlem no llevaría a su hija a ningún lado.

«Marlem. ¿A qué hora llegas?», le mandó un whats, pero su hija la dejó en visto, como siempre.

Al tomar asiento en la mesa central, Cecilia dio la orden para comenzar a servir. Una guapa joven se acercó a la mesa y la festejada se puso de pie de un brinco.

—¡Renata! ¡Llegaste!

Renata Fuentes, su mejor amiga, acababa de llegar de un tour por Medio Oriente. Las amigas saludaron con el baile de un abrazo.

—¡Wow con tu pulsera! ¿Dónde la conseguiste?

Renata agitó el antebrazo y el brillo aceitunado de una esmeralda se estrelló en sus ojos.

—Me la compraron en Dubái.

Las chicas intercambiaron una sonrisa cómplice.

—¿Ya vas a decirme con quién fuiste? Ven, siéntate aquí a mi lado.

—Lo siento. Ese es el sitio de Marlem —intervino Cecilia.

Lucía se pasmó, azorada por su rudeza.

—Pero aún no llega. Y hace semanas que no veo a Renata… —dijo cuidadosa.

El párpado de la anfitriona comenzó a aletear. Se acercó a su nuera y, con la quijada apretada, le dijo:

—No me contradigas. Haz lo que te digo.

Renata guiñó un ojo para quitarle importancia al gesto y se dirigió a la mesa de las amigas, pero Lucía abrió los ojos y detuvo la mirada en el suelo como una niña regañada. Era la primera vez que su suegra se dirigía a ella con tal dureza.

Al otro lado de la mesa un hombre llamó su atención.

—¡Acá, por favor!

Se trataba del fotógrafo de la revista Somos, el medio social que cubría los eventos sociales de la ciudad. Cecilia le había avisado del desayuno a Martita Gómez, la dueña de la revista, para que cubriera el evento.

—Por supuesto que irá en portada. La próxima boda de Federico Sánchez-Anguiano con Lucía Azuela. No es cualquier cosa —había dicho.

Cecilia pasó un brazo alrededor de los hombros de Lucía y ambas sonrieron hacia la cámara. Tras unos segundos, el fotógrafo se dio media vuelta para hacer tomar más fotos y Cecilia miró cómo su nuera embestía los chilaquiles.

—Cuidado con los carbohidratos, hija. Veo que aún te falta perder peso para la boda.

Lucía ocultó su desencanto con una sonrisa herida.

—No te preocupes, Cecilia. Ya estoy en mi peso.

Cecilia arqueó las cejas y asintió, casi conforme; al girarse para pedir más café, miró de reojo a Lucía abandonar los cubiertos sobre el plato y no volver a tocar los chilaquiles. Los restos de esa insatisfacción la acompañaron el resto del evento.

«Bien», pensó Cecilia. «Ahora ya tiene el gesto de una mujer casada».

Justo en el instante en que llegaba el postre, que Lucía rechazó con un puchero, una persona ingresó a la terraza. Se trataba de una chica que rozaba los treinta y caminaba con el aire distraído de quien desearía encontrarse en otro sitio. Vestía pantalones oscuros y una camisa a cuadros. El cabello largo, peinado hacia atrás, desordenado; los ojos oscuros, agudos, con rastros del rímel de la noche anterior, le daban un aspecto felino, acentuado por el abismo de una mirada que intrigaría a todo aquel que la conociera. Era difícil negar la belleza extrema de la más joven de la familia, aunque la opinión general coincidía —al igual que su madre— en que sería más bella si fuera más «normal».

—¡Marlem!

Cecilia llamó con un gesto a su hija, que se dirigió hacia la mesa y tomó su sitio sin saludar a nadie.

—Te ves muy mal, Marlem. ¿No pudiste hacer un esfuerzo, arreglarte un poco? ¿Dónde está Isabella?

—Hola, Marlem —la saludó Lucía. Su cuñada ni la miró. —La dejé con Elena. Estaba muy necia. Shhht —llamó al mesero. Algunas invitadas giraron la cabeza. Otras, las más cercanas, percibieron su aliento de desvelo y nicotina—. Tráeme una michelada con clamato bien fría. ¡Rápido! Hola, cuñis.

Lucía bajó la mirada, se pasó un mechón de cabello tras la oreja y dijo suavemente:

—Hola, Marlem.

Cecilia se puso de pie y llamó a su nuera al centro de la terraza; silenció el mundo cercano con el recorrido lento de su mirada.

—Estoy lista para darle la bienvenida formal a Lucía a la familia —dijo solemne y procedió a leer un pasaje de la Biblia.

Con esto, dio pie al ritual de regalos por parte de algunas invitadas, que le ofrecieron a la futura esposa objetos simbólicos para su próxima vida de casada: una bolsa de punto, un costurero, un planificador, un recetario, una caja de herramientas, una alcancía. Cada regalo iba acompañado de palabras esperanzadoras para su nueva vida de casada.

—¿Para qué le dan tantas cosas? Lo único que se necesita en el matrimonio es paciencia de santo —susurró a lo lejos una de las tías de mayor edad.

Cuando fue el turno de Renata, se acercó y le entregó un costurero a su amiga.

—Por si las costuras de su amor se deshacen —dijo, y la abrazó cariñosa. Tras su espalda susurró—: No seas tan obediente con esta familia, Lucy. No te merecen.

Lucía la siguió con la mirada y el ceño fruncidos en una interrogante, pero la prima de Cecilia, Rosalba Andrade, estaba ya frente a ella extendiéndole un libro de recetas y hablando de quién sabe cuántos gramos del azúcar que debía espolvorear su vida de casada.

Cuando el desfile hubo terminado, Lucía se sintió aturdida por tantas cargas disfrazadas de bendiciones.

—¡Peyo! —gritó Cecilia, y su chofer apareció con un regalo final: una pintura colosal de la virgen de Guadalupe.

—Lucía, soy tan feliz de que Federico te haya elegido —exclamó, mientras reparaba en el vestido barato de su nuera— que por eso te obsequio la imagen que de ahora en adelante gobernará tu casa y te guiará durante toda tu vida. El mayor deseo que tengo para ti, Lucía, es el más importante para una esposa. Que seas capaz de obedecer. No olvides nunca que esa es la mejor cualidad en una mujer, hija: ser obediente.

Las palabras de Cecilia sellaron la mañana de un festejo inolvidable. Lucía miró a su alrededor y se encontró con el semblante grave de Renata, mientras sostenía con dificultad el último regalo de su suegra. Se sintió querida y afortunada, aunque al mismo tiempo se preguntó en qué lugar de su nuevo departamento pondría todos los regalos que había recibido esa mañana, en especial ese cuadro tan grande, tan engorroso y anticuado.

3

Los ojos de su suegra la miraban inmóviles, alumbrados, tensos por el Photoshop que revestía su fachada. Lucía deslizó con el dedo el papel, recorriendo el rostro de Cecilia y transitando por esas facciones que, en la página, anulaban las arrugas verdaderas que a estas alturas ya conocía de memoria.

—Obediente, obediente —repitió las palabras que su suegra le había dicho la semana anterior y que aún reverberaban en su memoria—. ¿Cómo puedes sugerirme lo que domino tan bien?

Sobre la revista dibujó un círculo en espiral alrededor de la cara de su suegra y dio un golpe en la punta de su nariz. Alejó la mano y tomó su taza de café, con la mirada aún quieta en la página frontal: «Somos, el espacio de moda, estilo y sociales en Querétaro». Debajo de ella, Cecilia Sánchez-Anguiano y ella, en primer plano, miraban hacia el lector anónimo fundidas en un cálido abrazo. El anillo de compromiso de Lucía, un gran diamante hexagonal, cobraba protagonismo justo al centro de la publicación. En la parte inferior resaltaba el encabezado del mes de noviembre: «Cecilia & Lucía. Dos generaciones unidas por el amor de un hombre».

Dio un trago a su café y pasó con prisa las páginas hasta llegar al evento que buscaba: Cecilia de Sánchez-Anguiano organizó una cálida bienvenida para su nuera, Lucía Azuela, próxima a casarse con Federico Sánchez-Anguiano. Su familia y amigas más cercanas le dieron obsequios y los mejores consejos para su próxima vida de casada.

Lucía acercó el rostro y miró su imagen repetida en casi todas las fotos; corroboró con una sonrisa su aspecto impreso. Juanita, su estilista, había acertado al sugerirle ese peinado: el cabello recogido la favorecía más en las fotos. Sonrió al imaginar todos ojos ajenos a lo largo de la ciudad que también atestiguarían su belleza en esas imágenes.

Por fin su entrada a la familia Sánchez-Anguiano era oficial Volvió a pensar en lo que dijo Cecilia: «o-be-dien-te». Lucía entendía que, más que una sugerencia, era una advertencia, un aviso velado. La actitud de su suegra continuaba desconcertándola. Cumplir expectativas ajenas era su especialidad que había refinado a lo largo de los años; siempre lo había logrado, excepto en esta ocasión: su suegra no terminaba por aprobarla, a pesar de que todos estaban de acuerdo en que Lucía era «la perfección andando». Pero con Cecilia no podía dar nada por sentado: con ella caminaba sobre una superficie resbaladiza y cualquier paso en falso podía tirarla de golpe.

Continuó hojeando descuidadamente la revista, repasando el desfile de eventos que había tomado lugar en Querétaro el mes anterior: la inauguración del nuevo restaurante en la plaza norte; la corrida de toros en Juriquilla, a la que su suegro los había invitado; algunas bodas; una cata de vinos en la Sierra Gorda. Federico y ella aparecían en casi todas las imágenes de esos festejos, en una apariencia idílica de belleza, juventud y amor.

Una sonrisa involuntaria brotó de su boca al mirar el rostro de su prometido.

—¡Lucía! ¡Se te va a hacer tarde! —le gritó su mamá desde el piso superior.

Reparó en la hora y apuró el resto del café. Era un día importante en el kínder y el tiempo comenzaba a jugarle en contra. Se entretuvo unos minutos más, de pie, hojeando las últimas páginas: eventos en otras áreas de la ciudad, testimonios de gente excluida. Enarcó las cejas al mirar a esos seres anónimos que pagaban por pertenecer al estrecho círculo social del que ahora ella era parte, gracias a su familia política. Recordó sus propios XV años, cuando el presupuesto para la fiesta contemplaba la cuota destinada a aparecer en esas mismas páginas, las menos atractivas, una especie de premio de consolación.

Regresó a mirar su imagen en una de las fotos y se sintió orgullosa de pertenecer a otra sección. Acercó la revista a su boca y besó la porosa fotografía de Federico.

Disfrutó por unos segundos del silencio que le regalaba su casa por la mañana, una quietud poco común en el desenfrenado movimiento de su vida en los últimos meses. La garra de cierta excitación la sujetaba del cuerpo desde hacía algunos meses, y Lucía la atribuía a los nervios, a la emoción de la boda. ¿O acaso sería miedo? Desechó esa idea. Era la futura novia, alguien a punto de dar un salto hacia lo desconocido, una mujer situada entre el pasado y el futuro.

Miró su anillo de compromiso: el puente entre ambos tiempos.

Desde que Federico lo había colocado en su dedo, algo había cambiado en ella. A pesar de lo absurdo de esta idea —como lo era todo lo relacionado con el amor—, Lucía se sentía distinta tan solo por el hecho de portarlo. Repasó con la yema de su dedo a ese pequeño intruso brillante, un texto en braille. Sintió con su propia piel no solo las promesas que encerraba ese cuerpo extraño de oro, sino también los días que habían construido esa pieza, que había ganado, como una lotería, y que ahora se aferraba a su dedo anular, el dedo del corazón. Cada vez que lo miraba tenía la sensación inequívoca de haber ganado algún juego.

Aunque no sabría decir cuál.

Volvió a mirar la hora y emitió un grito agudo; se levantó con rapidez, se apresuró a lavarse los dientes y a aplicarse un corrector espeso que usaba para cubrir sin mucho éxito las profundas ojeras que había heredado de su mamá; finalizó con una capa de rímel y brillo en los labios. Antes de salir se envolvió con habilidad el cabello en un chongo bajo la nuca.

—¡Adiós, ma! —gritó sin esperar respuesta y salió a toda prisa, vestida con unos jeans y una camisa blanca.

«Todas las maestras —había dicho Patricia— tendrán que vestir así».

Pensó en su jefa, en cómo le echaría una mirada reprobatoria al verla llegar tarde en el día más importante del año escolar después del festejo del 10 de mayo: el festival de Navidad.

Los alrededores del kínder ya estaban saturados por camionetas de lujo que invadían no solo ambos lados de la calle sino también el camellón que atravesaba la avenida principal y las banquetas. Dio algunas vueltas en su viejo auto hasta encontrar sitio a un par de cuadras. Corrió lo más rápido posible; afortunadamente, para este trabajo no era necesario utilizar zapatos de vestir. Por el contrario: mientras más cómodo el zapato —y más a la moda—, mejor era el trabajo con niños pequeños y su energía desbocada.

Miró su reloj, al tiempo que se felicitaba internamente: había conseguido llegar a tiempo apenas por algunos segundos. Se dirigió a la puerta trasera del kínder, por donde ya entraban las ollas de tamales y el ponche. Salivó al ver pasar las charolas de buñuelos rellenos de cajeta y queso.

—¿Te guardo unos? —le preguntó Mariana, la encargada del catering.

—No puedo— dijo con un puchero. Contrario a los festivales anteriores, en los que comía buñuelos hasta saciarse, ese año su dieta para la boda le impedía siquiera mirarlos.

A punto de ingresar al sitio, sintió que alguien la tiraba del brazo.

—¡Santiago!

Se encontró con el rostro descompuesto de un hombre desaliñado. Lucía intentó contener su sorpresa y bajó el volumen de su voz.

—No puedes estar aquí.

Miró con horror poco disimulado sus pants desgastados, la sudadera con un pequeño agujero a la altura del corazón. La barba, dispareja, no hacía más que acentuar su aspecto descuidado.

—Solo quiero verla —le suplicó—. Ayúdame, Lucía. Déjame verla, aunque sea de lejos…

Lucy abrió sus encantadores ojos azules. Sacudió la cabeza con determinación y sacudió frente a ella las manos.

—No, no, no. No puedo hacer eso, Santiago. Nunca me lo perdonarían. Además, es un delito, tienes prohibido acercarte a Isabella. Por favor, vete o tendré que llamar a la policía.

Santiago apretó los puños como si fuera a golpear algo. Lucía retrocedió, en un movimiento inconsciente.

—Por favor, Lucía. Tú y yo éramos amigos.

—¿Amigos? —repitió sin pensarlo. A su mente vinieron imágenes y recuerdos de días lejanos: cenas, viajes familiares, conversaciones, fiestas. Pero ese lazo se había roto cuando su matrimonio con Marlem se disolvió. Y cuando hubo que tomar partido, no hubo duda: estaba del lado de su novio, de su cuñada, de su familia política. Volvió a negar con la cabeza—. No puedo ser amiga de alguien que hizo… lo que tú hiciste, Santiago.

—¡Yo no hice nada, Lucía! Las acusaciones de Marlem y sus papás fueron una mentira. Una manera fácil de deshacerse de mí…

Lucía miró el reloj con desesperación, mientras golpeaba el suelo con un pie. Escuchó la voz de Patricia retumbar en los altavoces del interior del kínder.

—Bienvenidos todos. Gracias por estar aquí… —Tengo que entrar, Santiago. Ya voy tarde… —Por favor, Lucía…

Pero ella ya estaba con un pie adentro del colegio. Santiago dejó salir un largo suspiro, más parecido a un bufido que a una exhalación, y se dio media vuelta. Antes de perderse entre los árboles de la calle se giró para gritar y apuntarle con un dedo.

—¡Esa familia no es lo que tú crees, Lucía! ¡No lo es! Lucy sintió desánimo por verlo así, derrumbado. Una imagen opuesta a lo que había sido anteriormente, hace apenas algunos años; Santiago Hurtado era la encarnación del éxito. No solo era el nuevo marido de Marlem Sánchez-Anguiano y papá de la primera nieta de la familia, también era un abogado en pleno ascenso. Incluso se llegó a discutir una posible sociedad en el despacho de su suegro. Pero entonces vinieron los acontecimientos del año pasado: las fiestas continuas, las borracheras, una vida de excesos y, finalmente, la denuncia de Marlem por violencia doméstica, la demanda, el juicio y su derrota.

La imagen exitosa de Santiago Hurtado se vino abajo. Lucía miró a la figura dar pasos imprecisos mientras se alejaba y decidió que ese hombre no merecía su compasión. Volvió a apurarse en el interior del kínder y cruzó el jardín con la mirada baja para evitar toparse con los ojos de algún papá. Escuchó que alguien gritaba su nombre.

—¡Lucía! ¡¿Apenas llegaste?!

—Pinche Santiago —murmuró la chica, que lanzó a su jefa una expresión de disculpa. Una razón más para detestarlo.

Patricia, la directora del kínder, se dirigía hacia ella a toda velocidad, con el micrófono en una mano y propinando zancadas holgadas que hacían que el vestido largo que portaba se tensara entre sus piernas, lo que impedía que apresurara el paso.

—¿Por-qué-lle-gas-te-tan-tar-de-Lu-cí-a? —vociferó. Nerviosa, Lucía se mordió los labios. Su jefa acostumbraba

separar las sílabas de las palabras cuando estaba muy molesta. Afortunadamente, Renata apareció en ese instante y se colocó a su lado, interponiéndose entre la jefa de ambas y su mejor amiga.

—No te preocupes, Patricia. Todo está listo. Ve al escenario y da la bienvenida a los papás.

Patricia suspiró y dio media vuelta, obediente, como los niños que educaban. Era una mujer alta, ancha, de familia sinaloense. Siempre impecable, había fundado el kínder Montessori más exclusivo de Querétaro, ubicado en una de las mejores zonas de la ciudad. El secreto de su éxito era una tríada de decisiones muy acertadas: aceptar solo a las mejores familias, contratar a jóvenes educadoras con buena presencia y de buen apellido y, sobre todo, ser hábil a la hora de lidiar con las mamás helicóptero, aquellas que vigilaban sin sosiego a sus hijos, esas que aseguraban que el mundo no los merecía y que, sobre todo, nadie podría educarlos mejor que ellas, mucho menos esas niñas jóvenes e inexpertas que trabajaban en el kínder.

Pero Patricia tenía una habilidad prodigiosa para tranquilizarlas y, en especial, para no contradecirlas, un hábito con el que esas mujeres, por cierto, estaban familiarizadas desde pequeñas.

—Anda más histérica que nunca —murmuró Renata mientras entraban al salón donde niños pequeños corrían de un lado a otro disfrazados de renos.

—Todas llegamos muy temprano —intervino otra maestra, de mayor edad, mientras miraba de reojo a Lucía.

Sandra, la maestra sombra, apoyaba a niños con necesidades especiales, como Nachito Taborda, y era experta en intervenir en situaciones donde no se le pedía su opinión.

—Es que hay niveles, Sandra, hay niveles —le reviró Re-nata con sorna—. Las maestras principales no llegamos tan temprano.

Sandra puso los ojos en blanco y despareció por el pasillo que conducía a la oficina.

—¿Qué tal la umbría? —inquirió Renata.

—¡Lucy! ¡Mira mis cuernos! —le gritó un niño pequeño que se tocaba los cuernos de fieltro. Se trataba de Nachito Ta-borda, su alumno consentido.

Lucy se tomó unos segundos para disfrutar del caótico ins-tante que la rodeaba: el movimiento y las risas, la alegría de los niños, el desparpajo de esos primeros años; extrañaría sus mañanas llenas de movimiento y propósito, que estaban a punto de terminar en apenas unos días. Había decidido dejar de trabajar después de su boda, y ya le había comunicado a Patricia su decisión: no volvería a la escuela después de las vacaciones de Navidad.

Su jefa la había escuchado en silencio mientras repiqueteaba con los dedos su escritorio de vidrio.

—¿Estás segura, Lucía? Eres muy buena en lo que haces y sin dinero no tendrás la opción de tomar decisiones. Vas a perder tu libertad, ninguna mujer sobrevive un matrimonio sin ella.

Pero ella estaba segura. Necesitaba poner toda su energía en su matrimonio, en su casa, su nueva vida. Sobre todo, estaba ávida por ingresar a ese espacio cómodo en el que no tendría que cargar con ninguna responsabilidad.

Eso es lo que no se atrevió a decirle a Patricia: que dejaba de trabajar precisamente porque estaba cansada de tomar decisiones. A partir de ahora, aceptaría gustosa que alguien lo hiciera por ella.

Se asomó por una de las puertas laterales del escenario: miró en el patio del kínder a todos los papás en su sitio, listos para disfrutar del espectáculo. Observó a sus suegros en primera fila y negó con la cabeza incrédula al ver una silla vacía al lado de Cecilia. «No lo puedo creer», pensó.

Una vez más, Marlem no había asistido al festival de su hija.

Sintió un ligero roce en el costado de su muslo. Una pequeña mano buscaba su atención.

—Hola, Isabella —le dijo con ternura, arrodillándose para colocar su mirada a la altura de la niña de ojos tristes disfrazada de reno. Tenía cierto parecido con su abuelo y Lucía recordó la mirada de Santiago, su papá, implorándole entrar.

—Lucy, ¿crees que ahora sí venga mi papá? —preguntó. —Ojalá, Isabella. Ojalá ya haya llegado de viaje. Pero ahí están tus abuelos, ¡míralos!

La pequeña hizo un puchero y Lucy la estrechó contra su pecho contrariado.

El sonido de una bocina interrumpió los murmullos del público, todos corrieron a ocupar su sitio. Patricia se situó sobre el escenario, detrás de un atril de madera, y miró con orgullo a los padres, como si ellos fueran los verdaderos alumnos.

—Gracias por estar aquí un año más. Gracias por confiar al colegio lo más preciado de su vida: ¡sus hijos! —dijo dramáticamente.

Mientras Patricia hablaba, Renata y Lucía se colocaron en el salón contiguo al escenario, donde ya estaban listos, en hilera, los renos de nariz roja que saldrían primero. Curiosas, las dos chicas miraron hacia el público. Lucía fijó la mirada en su suegro y sonrió. Como todo el mundo, ella tampoco podía ocultar la admiración que sentía por Gonzalo Sánchez-Anguiano.

Una pareja interrumpió el discurso de Patricia. Un hombre y su esposa entraban al lugar caminando, seguros de sí mismos: él era alto, fornido, con el rostro cruzado por las huellas de un viejo acné. Ella, una rubia pequeña sostenida por un par de stilettos interminables, cubierta por un vestido de estampado felino. Patricia hizo una pausa mientras la pareja tomaba sus asientos reservados. El hombre estrechó algunas manos antes de sentarse. Lucía vio cómo algunos miraban con asombro a los recién llegados.

Patricia les sonrió y siguió con su discurso.

—Sigo sin entender cómo pudo aceptarlos en el colegio —murmuró Lucía sin quitarle los ojos al rostro cacarizo del hombre al que apodaban La Piedra.

—Ay, Lucía —exclamó Renata con los ojos en blanco—, no seas ingenua. ¿Quién puede negarle algo a Ignacio Taborda?

—La reputación de este kínder... —respondió Lucía con determinación, pero Renata le interrumpió el discurso con har-tazgo; se lo sabía de memoria:

—... la paga gente como él. Y tal vez no tenga la rectitud de tu suegro, pero tiene para pagar su reputación y la de quien quieras.

—¿Cómo puedes compararlos? Taborda es un corrupto, tiene varias investigaciones federales por negocios ilícitos, Re-nata. No todo tiene un precio, como tú crees.

La chica enarcó las cejas.

—No me digas… Toooodo se compra, amiga. Aunque no se pague con dinero, toooodo tiene un precio. Hasta tú.

Lucy la miró achicando los ojos.

—Yo no tengo precio, Renata.

Los rostros de ambas chicas se oscurecieron. El ambiente se tensó por unos instantes, pero, en un intento por aligerarlo, Renata sacó el teléfono y lo extendió frente a Lucía, quien le agradeció el gesto con alivio.

—¿Ya la viste? ¡En la portada! Te ves superbién.

Lucy asintió y miró en la pantalla la versión digital de la revista Somos.

—Hasta parece que se quieren —se burló Renata.

Ambas soltaron una risa divertida, cómplice. Solo su amiga se atrevía a desafiar la autoridad de Cecilia Sánchez-Anguiano, a quien conocía desde niña. De hecho, había sido ella quien le presentó a Federico hacía un par de años.

A la señal de Patricia guiaron a los niños hacia el escenario, donde ya sonaban las primeras notas de I Wanna Wish You A Merry Christmas. Lucía y Renata se colocaron en las esquinas delanteras del escenario para marcar los pasos, mirando de reojo a los niños para que estos las imitaran. El público miraba el espectáculo, sin excepción, a través de la pantalla de su celular, que sostenían en alto frente a ellos.

Al terminar la canción, Lucy condujo a los niños hacia la salida. Estaba a punto de desaparecer cuando escuchó su nombre en los altavoces.

—Espera, Lucía.

La voz de la directora resonó con fuerza. Unos acordes potentes de guitarra rompieron el breve silencio. Lucy abrió los ojos de par en par, cubrió su gesto sorprendido con las manos. Un mariachi entró al patio tocando los primeros acordes de Las Golondrinas, acompañado por los aplausos de los padres de familia y del resto de las maestras. Nachito Taborda entró al escenario cargando un gran ramo de flores.

Lucy abrazó al niño y lo cargó con un brazo, mientras con el otro tomaba las flores e intentaba enjugarse las lágrimas.

Al término de la canción, Patricia volvió a tomar el micrófono.

—Lucía. Has sido la maestra más querida en este colegio. Queremos agradecerte todo tu cariño, tu entusiasmo y tu trabajo. Este es solo un pequeño gesto para despedirte y desearte mucha suerte en tu matrimonio, en tu nueva vida que va a comenzar.

Te-va-mos-a-ex-tra-ñar-mu-cho-Lu-cy-pe-ro-es-ta-mos-se-gu-ros-de-que-te-i-rá-muy-bien.

Patricia también solía separar las sílabas cuando se emocionaba en exceso.

Lucía lagrimeaba en el escenario mientras miraba a su alrededor con los labios apretados. No daba crédito a lo que estaban haciendo por ella.

Pensó todo lo que le había costado llegar a ese lugar. La soledad de su infancia, los esfuerzos de su mamá por pagarle la carrera, la dificultad de conseguir trabajo en ese kínder tan exclusivo, ganarse un lugar que tantas deseaban. Ahora estaba ahí, rodeada de flores, aplausos y gente que la quería y la valoraba. Estaba a punto de perder todo aquello que había construido por sí misma. Desechó ese pensamiento con rapidez y se convenció de que no perdería nada; al contrario: estaba a punto de ganar una nueva vida, un nuevo amor. Eso era más valioso que nada.

Miró a sus suegros: Cecilia la miraba con semblante serio, pero Gonzalo estaba sonriente, de pie, aplaudiéndole. Por lo menos a él sí se lo había ganado.

Jamás pensó que alguien como Federico se fijaría en ella, que la dejaría entrar en su familia y mucho menos que le pediría matrimonio. Incluso ahora, después de tantos años y con la boda en puerta, a Lucía le parecía un sueño haber sido elegida por él.

Quizás ese era, después de todo, el juego que había ganado. —Podría haber elegido a cualquiera —le dijo Renata la noche en que Federico le dio el anillo—. Pero te eligió a ti. Miró a un costado y se encontró con la mirada de Ignacio Taborda, que había subido al escenario. Le extendió los brazos y Lucía le entregó a su nieto con sonrisa forzada. Sintió el aroma de un perfume potente que, mezclado con el sudor de su piel, se abarataba; una ligera náusea la embargó. Encontró difícil quitarle la mirada de encima. La sorprendían esos sentimientos tan disímiles cuando estaba frente al abuelo de su alumno consentido: asco, indignación, aversión; pero, también, una intriga y atracción irresistibles.

Tal vez en esa mezcla contradictoria residía el peligro de los poderosos.

«Sin duda —quiso decirle a Renata— una de las pocas cosas que no echaré de menos de este lugar será toparme con tipos así».

Pero su amiga ya no estaba cerca. La buscó con la mirada pero no la encontró por ninguna parte.

Desde el público su suegro le sonreía, como leyéndole el pensamiento. Lucía admiró su compostura y lo comparó con Taborda, quien continuaba a su lado, sobre el escenario, con manchas de sudor impresas bajo las axilas de su camisa Hermés, pidiendo a gritos una canción al mariachi, desplegando su poca educación frente a una comunidad más bien reservada y conservadora.

«¿Cómo pueden coexistir dos hombres tan distintos en el mismo mundo?», se preguntó.

Estallaron los primeros acordes de Paloma querida. Era la canción favorita de Renata. Lucía se giró varias veces para buscarla y, después de unos segundos, la descubrió al fondo del escenario: sola, apartada del resto, apoyada contra una pared. Mantenía los brazos tras de ella, entre el muro y su espalda, con el rostro bajo y los ojos apuntando hacia ella, encendidos por una mirada extraña, una expresión que no le conocía. No logró discernir si el brillo era de rabia o resentimiento, pero un humor lúgubre parecía haberse apoderado de su amiga.

Le hizo una señal para que se acercara, pero, aunque la mi-rada de Renata parecía estar fija en ella, pasó volando a su lado, atravesándola como si fuera etérea, mientras a su lado la voz de Ignacio Taborda entonaba descaradamente, como en cantina, el puño de estrellas que deseaba bajar.