La pregunta que da título a esta columna surgió al reflexionar sobre la noción arraigada en muchas tradiciones judiciales —incluyendo la de México— que incluso a la suscrita le fue enseñada en las aulas de la facultad de derecho: consistente en la idea de que la imparcialidad judicial exige una neutralidad absoluta, casi desprovista de emoción o sensibilidad.
Bajo ese paradigma, se nos formó para entender que mirar el contexto era incorrecto, que abrir la escucha era debilidad, y que la indignación ante lo injusto, era incompatible con juzgar de manera independiente.
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La empatía en la justicia
Hoy, desde una perspectiva crítica y centrada en los derechos humanos, considero que esa visión no solo es incompleta, sino inconstitucional. La empatía no debilita la imparcialidad; la enriquece, la contextualiza y es una gran herramienta para contribuir desde los tribunales a una sociedad más justa, más igualitaria. No se trata de decidir con base en sentimientos, sino de asumir que la justicia no ocurre en el vacío, sino en vidas marcadas por desigualdades históricas, exclusiones sistemáticas y realidades complejas que deben ser vistas para ser verdaderamente juzgadas.
Juzgar con empatía no rompe la balanza, sino que impide que esta se incline por las desigualdades estructurales. Nos permite ver a la persona detrás del expediente, sin dejar de aplicar el derecho, pero aplicándolo con sentido, con conciencia y con humanidad. Y eso, lejos de poner en riesgo la independencia judicial, le da contenido ético, legitimidad democrática y una vigencia transformadora, que tanto requiere nuestro sistema de justicia.
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Así, considero que la verdadera imparcialidad exige reconocer las desigualdades estructurales que marcan la experiencia de cada persona que comparece ante el tribunal, por lo cual, en todos estos casos, la imparcialidad requiere empatía: no como emoción espontánea, sino como una herramienta jurídica para aplicar el derecho desde la realidad concreta, desde una “perspectiva interseccional”, la cual, incluso, ha sido desarrollada por la línea jurisprudencial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en su pasada integración, y reconocida en la nueva.
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La justicia no es una máquina de aplicar reglas. Es un acto humano, ético y social.
La empatía no sustituye la ley, pero la orienta con prudencia. La imparcialidad no exige cerrar los ojos al dolor, sino reconocerlo con responsabilidad y decidir desde el derecho, pero con humanidad.
Hoy más que nunca, cuando la justicia enfrenta desafíos de confianza y legitimidad, apostar por una justicia con empatía no es una renuncia a la independencia judicial, sino una reafirmación de su sentido más profundo: proteger la dignidad humana en cada caso, en cada decisión.
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Porque si Temis es ciega, que no sea al sufrimiento de quienes juzga.
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