OPINIÓN

La cómoda ignorancia

Nescimus quid loquitur

Créditos: LSR Veracruz
Escrito en VERACRUZ el

Cuando abrí los ojos las telarañas me tenían sitiado, un sinfín de finos hilos atrapaban mis extremidades, no me permitían salir. Comencé a olvidar, y aquella trampa, de a poco, se convirtió en mi hogar, en lo único que conocía.

El calor del sol, la sensación del aire golpeando mi rostro, el placentero aroma de la libertad, se convirtieron en espejismos de lo que nunca será; las telarañas, el hedor a muerte, la humedad y el frío, se convirtieron en aquella realidad que me tomaba con fuerza del cuello.

No esperaba salir de ahí, o peor aún, no quería salir de ahí. No sé si era la costumbre o el embriagante veneno que recorría mis venas o aquella extraña sensación de habitar desde el principio de los tiempos aquella sinuosa cueva, pero comencé a ser feliz con lo poco que tenía, como aquella víctima de su desgracia que le toma cariño a sus cadenas, como aquella presa que se compadece de su ejecutor, argumentando que lo hace porque tiene hambre.

Tomé la decisión de abrazar la condena de no preguntarme más, de no intentar salir de ahí, tomar mi destino y convertirlo en el que yo quisiera imaginar, sin buscar respuestas y cuestionar a la araña, sobre por qué había elegido quitarme la vida; decidí engañarme a mí mismo y abrazar la harapienta y debilucha verdad que tenía, en vez de reconocer el horror de mi funesto destino.

EL RECURRENTE AUTOENGAÑO

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Dicen que saber demasiado, descubrir la verdad detrás de todo, nos condena a un eterno suplicio. Aquellos que abrazan esta teoría, sugieren que el conocimiento entristece. Saber más, implica el reconocimiento de más sufrimiento; eso explicaría el recurrente autoengaño.

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¿Por qué a la gente le gusta que le mientan?, ¿por qué exigen que les mientan?, ¿por qué no tomar la verdad de frente?, porque nadie lo soportaría. De tajo, esa verdad nos empujaría a un punto sin retorno; develaría los hilos que tejen la realidad; aquella fórmula que permanecía secreta, sobre el truco de magia que tanta ilusión nos causaba.

Después de develar la cortina, de despertar del sueño, patinaríamos hacia el desamparo, de darnos cuenta de que no podemos volar. Por eso nuestra insistencia de engañarnos a nosotros mismos, de comprar mentiras que nosotros mismos nos vendimos. La falsedad convertida en un discurso para protegernos del filo de la realidad; solo aletargamos el dolor, posponiendo nuestro enfrentamiento lo más que podemos para no estallar.

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