Un cliché que nos han vendido hasta el hartazgo es que para que podamos encontrar algo debemos dejar de buscarlo, incluido el amor, o, mejor dicho, principalmente el amor. En las salas de cine, en historias dentro de libros, en la música que inunda el algoritmo, aparece aquella analogía como una mágica receta de lo que tenemos que hacer para que algo de verdad llegue.
Siguiendo las prescripciones antes dichas, me receté tiempo para estar conmigo mismo; no tanto para enfrentarme a mí mismo sino para acompañarme a mí mismo. Saqué cita con la persona que fui ayer, no para juzgarle y exigirle respuestas, sino para acompañarle en aquel proceso de sanar; le fui sincero, me fue sincero, así pudimos llorar un poco antes de decidir seguir adelante, no en la búsqueda de amor, sino en una misión más completa, la búsqueda por la vida.
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Lo curioso fue cuando aquel cliché me abofeteó la cara para decirme el clásico y duro “te lo dije”, y sí, me lo había dicho, pero no quise hacerle caso a nadie. Sólo quería aferrarme a la incredulidad, pero dedicarme a mí mismo, acompañarme a mí mismo y dejar de buscar amor, trajo consigo un encuentro que no buscaba, pero que ansiaba con todo el corazón, porque, ¿quién se sentiría lo suficientemente obstinado para afirmar que puede vivir sin amor?
Encontré más amor del que hubiera esperado, si alguna expectativa hubiera tenido en ese tiempo de silencio. El amor apareció en las amistades que me abrazaron con fuerza, en aquellas preguntas sinceras que buscaban saber cómo me encontraba, para cobijarme el espíritu, extender su mano, ofrecerme consuelo; apareció en mi familia mientras platicábamos de cualquier cosa; en aquellas palabras de reconocimiento en el trabajo, que reafirmaban que algo estaba haciendo bien.
Encontré el amor en aquellas canciones que me dediqué con cariño, para decirme algo o señalar ciertos puntos que debía sanar. Le encontré en cualquier lugar, estando solo en cafeterías, mientras el expreso diluido con agua caliente se enfriaba y me lo terminaba tomando, de todas formas; amor en las salidas al parque a comer helado, en las salas de cine en compañía de aquel combo de palomitas. Encontré amor en cada acto que realizaba en soledad, encontré el amor en romperle el miedo a aquella aventura que implica acompañarse a sí mismo.
AMOR PROPIO
Hace muchos años, quizás más de diez, escribí que, “El amor comienza por uno/ y termina en los labios de otro”, esas palabras no han perdido fuerza, ni vigencia, haciéndose cada vez más evidente la trascendencia de algunas cosas que deja nuestro yo del pasado, para darnos lecciones en el futuro.
En aquellas pocas palabras traté de describir algo que quizás no entendía a plenitud en ese momento, el amor propio, pero, ¿qué significa amarnos a nosotros mismos?, un reto muy grande en ciertos casos, que se complica cuando nos juzgamos duramente, cada momento; cuando somos incapaces de aceptar nuestras carencias para tratarlas, reconocer nuestros errores para no volver a cometerlos; cuando no sabemos decir lo que sentimos sin que en el proceso lastimemos a los demás.
El amor propio es el principio de todo, porque nada llega a florecer desde la carencia, más que el apego, que está acostumbrado a nacer en esas circunstancias; así, no nos atamos a algo externo, sino que complementamos aquello que llega, con lo que llevamos en el pecho, compartiendo el amor que tenemos para dar.