El corazón buscaba desprenderse del pecho, no sé si por el miedo que congela extremidades o por la ansiedad que rompe de golpe la calma; quizás, un punto medio entre ambas, algo más perverso que hunde profundamente toda posibilidad de sobrevivir.
La noche no cabía en el bolsillo, se expandía infinitamente, infectada por la necesidad de huir hacia ninguna parte buscando la salvación del funesto destino, a costa de lo que fuera. Todas las sombras asemejaban las fauces de aquellas bestias que permanecían vivas en la memoria, alimentadas por la carne de sus víctimas.
Caminar cada vez más rápido en medio de la oscuridad, sintiendo la hierba alta, pisando algunas piedras, tropezando con árboles y arbustos que se encontraban de frente, obstáculos vivos que entorpecían la retirada. Cada sonido hacía eco en la memoria; el miedo de morir crecía casi tanto como las bestias que acechaban buscando el momento justo para devorar; las piernas escuchaban mis plegarias, pero cada vez respondían menos.
Te podría interesar
Mientras tanto, recriminaba aquellas decisiones que me habían llevado a estar ahí, alejándome del camino seguro hasta perderme en el bosque, tan lejos de casa esperando lo que era evidente que pasaría. Sentía cada vez más cerca aquellas fauces que rechinaban y salivaban ansiando mi carne; escuchaba cada vez más cerca de mi oreja los murmullos que anunciaban mi muerte.
Voltear la mirada atrás, resignarse a lo que pasará; saber que es el final y aceptarlo, con miedo, pero, en fin, aceptarlo. Abrir los ojos y no ver nada más que la noche, sentir sólo el aire frío y la hierba tocándote; sentirte completamente vulnerable y aun así, sobrevivir.
Vivir con miedo
No hay peores monstruos que los que alimentamos con el miedo; fortalecidos, crecen tan terribles como los imaginemos, con garras afiladas y ojos ceñidos hacia nosotros; nos persiguen tanto como quieren, a sabiendas que tienen control sobre nosotros, a sabiendas que, temerosos, no les haremos daño.
El miedo nos mantiene alertas, pero los ecos del miedo nos arrojan a un punto difícil de retornar. Así, aparecemos en un cuarto no oscuro, sino oscurecido, donde la única salida es una puerta roja cerrada. No sabemos qué habrá fuera, pero imaginamos lo peor que podemos. No sabemos qué habrá fuera, por lo que preferimos vivir dentro abrazando el miedo. Huyendo de la preocupación que nos causa sentirnos vulnerados, preferimos vivir vulnerables.
Viviendo vulnerables, toda sombra toma la forma de nuestros peores miedos. Asaltándonos a gran velocidad la preocupación, perdemos la capacidad de descansar, esperando todo el tiempo que algo malo suceda, que algo perturbe nuestra ya turbada realidad.
Vemos depredadores por todos lados, ocultos hasta en uno mismo; las piernas tiemblan, el desazón cunde la boca; sólo nos queda la pena de no encontrar descanso alguno, la agotadora lucha de estar en la trinchera, quedándonos adentro por el miedo a ser devorados; sin poder dormir por el miedo a no despertar jamás.
El principio de los tiempos
Los primeros humanos evolucionaron hace unos 3 millones de años, a partir de homínidos como el Austrolopithecus, especie que tenía un cerebro del tamaño similar a un chimpancé, pero podía caminar erguida y contaba, desde esos tiempos, con el miedo, un mecanismo que le permitió sobrevivir, adaptándose a circunstancias hostiles.
El miedo no nace únicamente como una emoción, sino que es una respuesta biológica esencial que se traduce en la acción de huir o de luchar, dependiendo de lo que se necesite al momento, o que, en dosis incorrectas, paraliza todo el cuerpo, dejándolo vulnerable ante cualquier ataque.
Así, cargamos actualmente con una herencia genética importante, que ayudó a nuestros ancestros a mantenerse a salvo, pero que, hoy, en muchas ocasiones, pese a que no tenemos el depredador afuera acechándonos, ha impactado en nuestras vidas de tal forma que nos arrebata la posibilidad de descansar, que coarta la posibilidad de estar en calma; que se traduce en ansiedad crónica al punto de robarnos la tranquilidad y encaminarnos diariamente, cada vez más cerca del precipicio.
El miedo, ha acompañado a la humanidad desde siempre; sin su compañía, lo más seguro es que no hubiéramos llegado tan lejos. Sea como sea, nuestro viaje hasta el momento, el estar vivos, tenemos que agradecérselo en gran medida al miedo.
vtr
