Desde hace por lo menos 16 años en México se alimenta la narrativa de que la guerra nos traerá paz. Contradictorio, sí. Como cualquier posicionamiento político-ideológico -sea de derecha o de izquierda- que solo culpa a los otros.
Apoyarse en las fuerzas armadas para combatir a grupos de la delincuencia organizada no ha dado los resultados esperados, al contrario, en cada sexenio la violencia letal escala. Mientras las fuerzas armadas tienen cada vez mayores tareas no vinculadas con su propósito constitucional, algunas policías municipales se han menguado, al grado de prácticamente desaparecer.
Pero las labores militares y las de policía son, por su propia naturaleza, totalmente distintas.
Y esta no es solo una apreciación personal. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha destacado en al menos 6 sentencias condenatorias para el Estado Mexicano las graves violaciones en contra de la población civil en contacto con la milicia.
Hay pruebas de lo ocurrido desde 1974 en esos casos. Se trata de actos que fueron ejecutados directamente por miembros del ejército, como desapariciones forzadas -de las que Guanajuato no aguantaría más-, ejecuciones sumarias, tortura, violación sexual, detención ilegal e injerencia arbitraria en domicilio.
Básicamente, por dos razones: (1) es claro que el objetivo del entrenamiento militar no es la protección de civiles; y (2) no existen controles efectivos. Menos aún si los mandos militares ni siquiera acuden ante los contrapesos que el Poder Legislativo propone como rendición de cuentas en esta misma reforma aprobada. Y ya lo vivimos.
Entonces, la vía no es incorporar en la Constitución lo que tiene una falla de diseño desde su concepción. Las personas que forman parte de la Guardia Nacional no fueron entrenadas para desempeñar funciones de seguridad pública ni mucho menos tareas de prevención del delito o de proximidad ciudadana.
Por eso, voté a favor el dictamen del Congreso de Guanajuato que rechazó la Minuta enviada por la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión que reforma el Artículo Quinto Transitorio del Decreto del 26 de marzo de 2019, que a su vez, reformó la Constitución en materia de Guardia Nacional, otorgando un plazo para la intervención de las Fuerzas Armadas de manera permanente en labores de seguridad pública y que, sin haber concluido, ahora se pretender extender hasta 2028 sin un programa que cumpla con regular esa intervención de manera extraordinaria, fiscalizada, subordinada y complementaria. Y sin un plan de retiro con el que sepamos qué sigue después.
Porque resulta claramente inconstitucional e inconvencional y porque, paradójicamente, no prioriza la seguridad de las personas sometiendo la vida nacional a la excepcionalidad.
Por ningún motivo se debe normalizar la participación de las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad ciudadana. Ni antes ni ahora. En ese sentido también se ha pronunciado la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre aquella Ley de Seguridad Interior del sexenio pasado. Ya lo dijo también una jueza desde Irapuato al conceder una suspensión definitiva en amparo para proteger de manera preventiva los derechos de las personas.
Sobran razones.
Para quienes alimentan la idea de que no tenemos otra opción que militarizar -pero no nos han explicado en qué fundan su urgencia-, y dicen que, porque los Estados y Municipios están rebasados y solicitan apoyo federal, ahora están obligados a aceptar la militarización de las labores de seguridad pública, es necesario recordarles que ningún favor le hacen ni a la seguridad ni al federalismo con reclamos fuera de lugar. El origen de esa ayuda es una obligación también constitucional y se llama coordinación, con facultades concurrentes. Tal vez valga la pena analizar el caso de Guanajuato ¿una desbordada presencia militar ha mejorado aquí la seguridad?
Faltan datos y análisis para afirmarlo o para negarlo. Por eso, son necesarias las evaluaciones serias -y apartidistas- de las políticas de seguridad en Guanajuato.
En fechas recientes, Beatriz Magaloni, una mexicana académica profesora en Stanford, fue galardonada con el Premio Estocolmo en Criminología 2023 –una especie de premio nobel en materia de criminología- por sus estudios de los casos de México y Brasil, que muestran que la intervención con estrategias militares no garantiza ni contribuye a la reducción de la violencia. Al contrario, cuando la acción militar sucede, existe mayor violación de derechos y se incrementan los indicadores criminológicos.
Además, la militarización de la seguridad pública, por sus resultados, ha contribuido a la crisis actual de violencia en contra de las mujeres. También nos afecta de manera diferenciada. Al respecto, la organización Intersecta documentó que en el periodo 2007 al 2018, por cada enfrentamiento de Sedena, los asesinatos de mujeres se incrementaron en un 12.2%, y por cada enfrentamiento de Semar, los homicidios de mujeres se incrementaron 12.5% en los siguientes tres meses al suceso. Hay una correlación entre la intervención militar y el aumento de violencia feminicida.
Es así: no hay evidencia que permita sostener que la presencia militar, ya sea de Sedena, Semar o de la Guardia Nacional, esté asociada a la disminución de la violencia y sí hay evidencia científica de lo contrario.
La violencia no se combate con más presencia militar. Mientras no haya una evaluación basada en modelos científicos de las intervenciones policiales y militares, mientras no tengamos datos e indicadores homologados, ni modelos de evaluación de política en materia de seguridad pública y erradicación de la violencia, ninguna estrategia de seguridad tendrá efectividad.
No es el Quinto Transitorio del Decreto de la Guardia Nacional lo que falta. Sí es la evaluación, la profesionalización y fortalecimiento de las policías, la investigación científica del delito, la garantía de justicia pronta y expedita, la prevención focalizada de la violencia y la delincuencia. México tiene opción.
La guerra no hace la paz. Y Guanajuato merece paz