Israel Vallarta pasó casi veinte años en prisión preventiva, sin una condena. En cualquier sistema de justicia, ese lapso equivaldría a cumplir una sentencia por un delito grave; en México, fue el precio de enfrentar un proceso plagado de irregularidades.
No hablamos solo de una injusticia procesal: hablamos de una herida abierta en el Estado de derecho. Vallarta permaneció privado de la libertad mientras su caso se sostenía con pruebas ilícitas —obtenidas con violación a derechos humanos— y bajo la sombra de un episodio vergonzoso e inconstitucional: el montaje televisivo de su detención, junto a Florence Cassez, que pretendió convertir la justicia en un espectáculo.
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Nuestra Constitución es clara: ninguna prueba obtenida mediante tortura, tratos crueles o cualquier violación grave a los derechos humanos puede usarse para condenar. Este principio responde a estándares internacionales y busca impedir que el poder punitivo del Estado se ejerza fuera de la ley. El caso Vallarta evidencia que este límite no siempre se respeta y que, cuando se vulnera, no solo se daña a la persona acusada, sino la legitimidad entera de la justicia penal.
La absolución no es el final. Conforme a la doctrina de la reparación integral del daño —desarrollada por la Corte Interamericana y adoptada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación—, el Estado tiene la obligación de reparar plenamente la violación de derechos humanos. Esto significa compensación económica, rehabilitación, reconocimiento público de responsabilidad y, sobre todo, garantías de no repetición. No basta con abrir la celda. Es deber del Estado devolver la dignidad y corregir el sistema que permitió la injusticia.
En materia penal, el control judicial debe ser firme e independiente. Un juez no es un espectador del proceso: es el guardián de que la fuerza del Estado no se convierta en abuso. Pero este control no puede ejercerse de manera aislada. Las fiscalías, como responsables de la investigación y la acusación, tienen un papel central: están obligadas a indagar con objetividad, respetar la presunción de inocencia, descartar pruebas ilícitas y actuar con apego irrestricto a los derechos humanos. Una fiscalía que acusa sin sustento, que se presta a montajes o que tolera la tortura, no solo falla en su deber: erosiona la confianza ciudadana y contamina todo el sistema de justicia.
El caso Vallarta no es un error aislado. Es el espejo que refleja un sistema de justicia que toleró montajes, procesos interminables y acusaciones sin sustento sólido. La justicia solo existirá si se ejerce con legalidad, independencia y respeto irrestricto a los derechos humanos.
La absolución de Vallarta nos recuerda que la justicia tardía no es justicia. Que la verdad fabricada es una forma de violencia. Y que la reparación del daño no es un gesto de buena voluntad: es una obligación constitucional.
Temis lo sabe: cuando el Estado falla, debe rendir cuentas. Cuando la justicia se mancha, debe limpiarse con verdad. Y cuando la libertad se arrebata, debe devolverse con dignidad.
lm
