ADELANTOS EDITORIALES

Templo Blanco • Ilde Salher

Tierra de Dioses.

Escrito en OPINIÓN el

Esta novela nos transporta a un México y una Latinoamérica donde los dioses antiguos cobran vida en el siglo XXI, revelando un mundo de secretos, misterios y poderes ocultos para la mayoría de los mortales, pero al alcance de los elegidos.

21 de diciembre de 2012: la fecha en la que la Liga de las Mil Naciones convocó a los jefes de las tribus naualli, de todo el Anáhuac, para que presenciaran una ceremonia que les revelaría un antiguo misterio. Para ello, se valdrían de los rituales contenidos en un códice ancestral, pero la asamblea fue infiltrada, y el códice robado y destruido. Años después, Cuauhtémoc Tapia, el jefe de Protocolo y Seguridad del Templo Mayor, presenció un suceso que lo dejó atónito: la ofrenda de un joven chavochi (un no naualli), Hernán, activó la energía mágica del antiguo recinto. ¿Acaso se relacionaba con el incidente del 2012? Para corroborar sus sospechas, solicitó una audiencia con el Consejo de Ancianos para que lo examinaran. Cuán grande fue su sorpresa cuando descubrieron que no era un naualli, sino un dios. Sin embargo, no todos los naualli aceptaron la naturaleza de su divinidad, por lo que Hernán tendrá que afrontar una serie de pruebas para demostrar su valía. En su travesía por la sociedad naualli, descubrirá una nueva cosmovisión del mundo que lo dejará maravillado: el juego de pelota, magia chamánica, creaturas mitológicas, ciudades ocultas… pero, paralelamente, conocerá la amenaza de los uláak, seres oscuros antediluvianos que planean enemistar a los humanos con los dioses con el fin de llevarlos a un conflicto inminente.

Fragmento del libro Templo Blanco” de Ilde Salher, editado por Grupo Editorial Literato. Cortesía de publicación Grupo Editorial Literato.

Ilde Salher, originario de Monterrey, México, es un apasionado lector y escritor que encontró su amor por la literatura a través de las historias que su abuelo compartía sobre los libros que leía. A pesar de su formación académica en un campo distinto al de las letras, su pasión por la lectura lo llevó a embarcarse en la creación de una serie de historias que no pudo resistir contar. Salher considera que leer es una forma de viajar, y su mente se encendió con la idea de reinterpretar las historias de los ancestros mexicanos para conectarlas con las nuevas generaciones.

Templo Blanco • Ilde Salher

#AdelantosEditoriales

Prefacio

Cientos de años en preparativos fueron superados por un mensaje de sangre. El intruso solo tenía que seguir las instrucciones al pie de la letra. Encontró la puerta trasera del museo abierta, tal y como estaba planeado. Gracias al brazalete de jade, pudo entrar sin problemas. A la hora señalada, aprovechó el cambio de guardia para adentrarse al espacio donde el más longevo y débil de los chamanes se preparaba para la ceremonia. Kuradenk era líder de la tribu boruca de Costa Rica, a quien debía sustituir. Revisó una vez más el documento que contenía las órdenes de lo que debía hacer; el olor putrefacto de la sangre con que estaba escrito le revolvió el estómago. Sin darle oportunidad de defenderse, tomó al líder de los borucas por el cuello cuando este entró al espacio asignado para prepararse y con un rápido movimiento cegó su vida. Se vistió con sus ropas, se puso su máscara de jaguar y ocultó el brazalete de jade con el resto de las joyas en su muñeca, cuidando de no borrar los tatuajes que se había pintado en los brazos, los necesitaba para la ceremonia, pero era importante deshacerse de ellos tan pronto saliera del recinto. Su suerte estaba echada. No le preocupaba que encontraran el cuerpo. Para entonces, ya sería demasiado tarde. Su equipo había pensado en todo y le proporcionó una manta que reflejaba la luz y hacía invisible cualquier cosa que cubría. Si hoy lograba su cometido, cambiaría el curso de la historia y quizá, con un poco de suerte, podría salvar su vida. Un ligero temblor sacudió el recinto; sus cómplices estaban emocionados.

Prólogo

21 de diciembre de 2012

Esa noche decembrina, las series de luces navideñas y el ajetreo de las compras tardías, ayudaron a que la congregación de jefes pasara desapercibida. Los dirigentes de las tribus naualli se reunían frente al Museo de la Ciudad de México. Incluso, debido a que todos iban vestidos con sus trajes típicos, no faltó el chilango distraído que dejaba unas monedas a los pies de algún jefe, como solían hacerlo al ver a un indígena en las calles de la moderna capital. Justo en la esquina del museo, dos jefes naualli eran interpelados por las constantes miradas de los transeúntes que salían de su ajetreo para observar su vestimenta: Unay, el jefe de los quechuas, vestía un ajustado gorro de lana de alpaca de vibrantes colores y un poncho rojo bordado con vivos rosas y blancos para soportar el frío de la ciudad. Haiku, el jefe de los huicholes, que se autodenominan wixaritari, portaba un pantalón y una camisa de manta blanca con ˆguras de venados en color naranja bordados en los extremos y su sombrero de palma del cual colgaban borlas de estambres de colores.

—¿Cuánto tiempo crees que deba pararme aquí para costear mi vuelo de regreso en primera clase? —dijo Unay, con voz profunda y un dejo de su humor característico—. Siempre he querido viajar en primera clase.

—Si viajas hasta Perú, mi hermano, tendrás que esperar un buen rato —le contestó el jefe de los huicholes.

La risa de ambos disimulaba su tristeza al estar en las calles de lo que alguna vez fue la gran Tenochtitlán. Como naualli, tenían un linaje que los conectaba con esos tiempos precolombinos. Sin embargo, con el pasar de los años, los comentarios y acciones de los chavochi, los no-naualli, les habían dejado en claro que el linaje, sabiduría y color de piel de los jefes, eran sinónimo de miseria, falta de educación, de ser un paria para la sociedad.

Así era el panorama previo a la gran reunión de la Liga de las Mil Naciones.

Hacía años que no se congregaban, pero hoy, todos los pueblos indígenas habían enviado a sus representantes al corazón de la ciudad.

—Vamos, Unay —la voz de Haiku denotaba tranquilidad—. Hoy no hay nada de qué preocuparnos. Nuestra magia nos protege, ¿ves? —dijo al señalar la cabeza de una serpiente emplumada labrada en piedra, en el muro de la esquina del Museo de la Ciudad de México.

Ahí pudieron congregarse con sigilo y sin interrupciones. Los jefes, antes de adentrarse en el recinto donde se llevaría a cabo la reunión, admiraban la fachada de piedra volcánica, roja como la sangre. El patio central era cuadrado y sus dos pisos, con pasillos de paredes blancas, estaban sostenidos por columnas y arcos de cantera a su alrededor. Los que visitaban el edificio por primera vez, se maravillaban con la arquitectura y sus detalles.

Uno a uno, desde todos los rincones del Anáhuac, llegaron los jefes de cada una de las tribus para presenciar una ceremonia única que los mayas habían agendado siglos atrás. Una vez sentados en sus respectivos lugares, Haiku y Unay observaban con detenimiento a los voluntarios que ayudaban a los representantes a encontrar sus asientos.

—No cabe duda de que es una reunión especial, ¿eh? —dijo el jefe de los huicholes—. De verdad que todos trajimos nuestros mejores atavíos. Plumajes de las más hermosas aves, algodones de todos los colores y las más variadas piedras preciosas, aunque la mayoría no se desvía de lo tradicional: jade, turquesa y oro.

—Ya lo creo, será una velada memorable —la voz de Unay denotaba suficiencia—. Y pensar que los chavochi creen que este día está maldito. Según ellos, los mayas profetizaron el fin del mundo, pues su calendario se termina hoy.

—¡Qué equivocados están! Lo que los mayas pronosticaron fue en realidad el comienzo de una nueva era y la prolongación de nuestro quinto sol. Con su increíble exactitud para leer los astros y las señales de los dioses, concibieron el inicio de este nuevo ciclo para la noche del veintiuno de diciembre del dos mil doce. Prueba de ello es que escribieron una profecía en un códice que ha sido custodiado por la Liga de las Mil Naciones desde hace centurias y, dicen, contiene los preceptos ritualísticos para realizar una ceremonia que revelará el lugar y la hora de un evento muy especial que nos compete a todos los naualli.

—Todos sabemos la importancia de ese evento. Algunos creen que de él depende la existencia misma del planeta. Pero me pregunto, ¿estamos seguros de que podemos llevar a cabo el ritual cómo se debe? —le dijo al oído—. No hemos realizado una ceremonia así en siglos.

—La mayoría ignoramos el ritual, solo unos cuantos lo han leído —susurró Haiku—. Por eso todos hemos llegado con altas expectativas.

El protocolo de la ceremonia debía seguirse al pie de la letra. Seis chamanes de distintas tribus serían los encargados de llevar el códice al patio, consagrar un fuego nuevo que sería utilizado para leer los fragmentos ocultos del códice a contraluz, y así descubrir tanto el lugar como la hora exacta del evento. Solo el fuego nuevo de este día podía revelar dichos secretos. Tal ocasión venía acompañada de la más estricta seguridad. Los seis chamanes seleccionados serían escoltados por miembros activos de la antigua Orden de los Caballeros Jaguar, para así garantizar tanto la protección del códice, como para que la ceremonia se realizara sin contratiempos. Se sumaron en su interior y alrededores más de treinta Caballeros Jaguar, encargados de vigilar la ceremonia. Empuñaban sus tradicionales macuahuitl, espadas de lo de obsidiana, y cargaban sus chimalli, escudos redondos.

Esa noche, el destino puso al mando a Tlahuicole Núñez, un hombre maduro y uno de los Caballeros Jaguar más conocidos de todo el Anáhuac. Había logrado proezas que le permitieron escalar posiciones con rapidez en la Orden desde que tuvo su primera misión: cuidar el Cincalco. Su trabajo era escoltar a los chamanes seleccionados al centro del museo y resguardar el transcurso del ritual. Acorde a lo planeado, vigilaría junto a la fuente de la ciuatlacamichin.

Una vez que todos los jefes tomaron sus lugares respectivos en los pasillos alrededor del patio central del museo, apagaron las luces y se escuchó el sonido de los tambores. A más de uno se le enchinó la piel. Las puertas traseras se abrieron y, en •la, comenzaron a salir los chamanes; junto con ellos, un aroma de copal que provenía del interior comenzó a extenderse por el patio hasta que llenó todo el recinto.

El primer chamán tenía el honor de cargar el cofre de obsidiana verde que, en su interior, contenía el códice. Tlahuicole lo ayudó a subir por la estrecha escalera que conducía al estrado, construido para la ocasión. Después, tomándolo del brazo, hizo lo mismo con el segundo, quien tenía unos increíbles tatuajes de animales por todo el cuerpo. No fue sino hasta que Tlahuicole estaba por auxiliar al tercer chamán, que vio la negrura en la punta de sus dedos. No sabía con qué se había manchado hasta que sus ojos se posaron en el segundo chamán, cuyos tatuajes de lobos en su brazo lucían desdibujados.

—¡Alto! —espetó.

Pero antes de que pudiera hacer algo, el impostor sacó un artefacto inusual de entre sus ropajes y lo lanzó a uno de los pasillos del patio; al hacer contacto con el piso, una onda expansiva ensordeció e inmovilizó a todos los presentes. Inmune a sus efectos, hurtó el códice del cofre. Le habían asegurado que lo esperaría un coche afuera para ayudarlo en su escape, algo que quedó en un buen deseo. Su vida dependía ahora solo de él.

Tlahuicole vio cómo el usurpador huía del recinto y se adentraba a las calles del centro de la ciudad. En su desesperación, trataba de encontrar una explicación lógica a lo que acababa de suceder. La fuerza que los paralizaba no era magia, pues, de haberlo sido, no funcionaría, ya que el lugar contaba con las mejores defensas chamánicas.

Un grito sordo se escuchó en el patio. Habían recuperado su movilidad.

Seis Caballeros Jaguar, encabezados por Tlahuicole, iniciaron la persecución. La oscuridad de la noche, así como las calles bulliciosas, complicaban localizar el rumbo por el que el ladrón había corrido. Sin embargo, los gritos de enojo de algunas personas que eran empujadas delataron su presencia, quien corría rumbo al Zócalo. De inmediato, los Caballeros Jaguar se dirigieron hacia la misma dirección.

Esquivaron a decenas de personas mientras cruzaban los puestos callejeros. El aroma de los algodones de azúcar y los churros de chocolate se mezclaban con el penetrante olor a agua estancada de los charcos que se formaban entre las baldosas en mal estado. Al llegar a la calle Morelos, los gritos de los vendedores ambulantes dificultaban escuchar las órdenes de Tlahuicole, pero cuando este señaló un viejo edificio en mantenimiento que estaba a escasos metros de ellos, vieron al ladrón escabullirse por una de sus ventanas.

La lluvia que cayó esa tarde hizo que la humedad del ambiente les calara en los huesos mientras se colaba entre las armaduras de los caballeros. Llegaron a la entrada principal del edificio, forzaron la puerta y entraron. No pudieron ver más allá de los plásticos que colgaban de los andamios.

Un timbre los alertó. Era el elevador. Los Caballeros Jaguar se apresuraron a subir los pisos por las escaleras. Tlahuicole se separó del grupo para intentar adelantarse al ladrón, no sin recibir el reclamo de sus compañeros que sabían que era mejor perseguirlo en grupo. Con su macuahuitl, hizo una palanca y abrió las puertas del ascensor. Con gran agilidad, trepó por los cables de acero.

Pateando la puerta, el ladrón tuvo acceso a la azotea del edificio. Debía estar abierta, y ese fue el segundo fallo de la noche. Algo no estaba bien. Le dijeron que la operación sería pan comido. Su corazón latía con gran fuerza y goterones de sudor cruzaban su rostro. Resollando, volteó a su alrededor, movió cajas, desperdigó el contenido de algunas bolsas. Al tumbar una escalera de un golpe, encontró unos derruidos bidones de gasolina. Vació el líquido sobre las escaleras y les prendió fuego con un mechero de soldadura que ahí encontró. Al instante, unas enormes llamas bloquearon el acceso.

Se disponía a alejarse del lugar, cuando algo se movió entre las sombras. En un instante, reconoció la silueta de un caballero jaguar. Sin pensarlo, arrojó el códice a las llamas, que se consumió en segundos. Tlahuicole, quien accedió a la azotea por la ventana desde el piso inferior, se abalanzó sobre él, antes de que pudiera hacer uso de un artefacto idéntico al que usó en el museo; no volvería a caer en ese truco. Tras un forcejeo, levantó al impostor, y lo arrojó con tal fuerza y furia que sus huesos crujieron al impactar con el concreto. Inmerso en un trance de frustración, se acercó al ladrón, quien resoplaba de dolor, pero esbozaba una sonrisa.

—¡Al hombre lo que es de los dioses! —dijo entre estertores—. ¡Al hombre lo que…

El cuchillo de obsidiana penetró su carne e interrumpió sus palabras. Tlahuicole lo retiró ensangrentado de sus entrañas. El ladrón dio su última exhalación al tiempo que los caballeros jaguar se reunían con su líder.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó uno de ellos.

—¡Una verdadera blasfemia! —dijo Tlahuicole.

El Museo de la Ciudad de México seguía inmerso en un caos, aunque algunos jefes aún pensaban que tendrían éxito en recuperar el códice. Toda esperanza quedó destruida al ver entrar al grupo de Caballeros Jaguar, cabizbajos, algunos con sus caras cubiertas de hollín. Se acercaron a Napuctún, el chamán que había cargado el códice en la ceremonia, quien se encontraba sentado junto a la Fuente de la Sirena, solo y pensativo, para comunicarle las malas noticias: el códice fue destruido. Acto seguido, le ofrecieron el característico saludo de las Órdenes de los Caballeros: un golpe en el pecho con el puño seguido de una palmada en el corazón.

No tenían ahora manera de saber el lugar y la hora exacta donde sucedería el evento que todos esperaban. El viejo Napuctún se puso de pie.

—Que busquen en todos los rincones del Anáhuac —dijo con su voz serena y grave, que se escuchaba por todo el recinto—, desde Alaska hasta la Patagonia, a cualquier niño nacido el día de hoy y que comiencen las pruebas. Tenemos que encontrar a la creación blanca.

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La voz del viento

Hernán

La voz de la mujer en mi sueño me era desconocida, pero a la vez sonaba muy familiar, como la estrofa de una canción que hace mucho no cantabas, o las líneas de una película que habías olvidado con el tiempo, pero que cuando la vuelves a escuchar, tu mente intenta ubicarla en tu memoria y te preguntas, “¿de dónde conozco esta voz?”.

Su imagen etérea tampoco me ayudaba a identificarla, a pesar de que no era la primera vez que soñaba con ella. La mujer flotaba sobre mí, tratando de darme la mano. Yo alzaba mi brazo, pero apenas lograba tocarla sus dedos de humo desaparecían como neblina. Antes de desvanecerse por completo, me dijo: “Q, es tiempo”, y en eso desperté.

Aún es de madrugada cuando descubro a mi papá junto a mí, cubriéndose el rostro. Supongo que los sonidos en mi cuarto lo despertaron. Había sucedido de nuevo, el fuerte viento agitó las ventanas y la puerta. Con el tiempo, mi papá y mi abuelo descubrieron que ese viento se manifestaba siempre que la mujer de mis sueños se hacía presente.

Me siento sobre mi cama, apenado, pues creía que esto ya lo podía controlar, pero los papeles cayendo desde el techo y el polvo de la alfombra flotando en el cuarto me dicen lo contrario.

—¿Estás bien? —pregunta mi papá.

Su duda siempre es la misma, a pesar de que estoy seguro de que él está más asustado. ¡Y cómo no habría de estarlo! Estos vientos sucedían desde que yo era pequeño, según me cuenta mi papá, quien siguió el consejo de mi abuelo: le dijo que no le contara a nadie sobre estos extraños episodios.

A pesar de la normalidad con la que mi familia ha tomado estas situaciones, conforme crecí, comprendí que esto no era algo normal. Se volvió una regla guardar el secreto, por lo que nunca platicamos mucho sobre el tema después de que sucedía.

Ante tal situación, un atrapasueños de la tribu ojibwa que mi abuela compró en uno de sus viajes a Canadá, descansa siempre en la cabecera de mi cama. Los miembros de esa tribu creen que te protege de malos sueños. Lo extraño es que, cuando el viento aparece en mis sueños, estos nunca son malos, sino todo lo contrario. Esa mujer me produce una paz difícil de explicar.

Mientras mi papá atranca las ventanas y recoge los papeles del piso, trato de pensar en qué fue lo que esta vez había ocasionado el viento. No existe un patrón claro: una buena noche después de festejar mi cumpleaños, o en el descanso tras un extenuante ˆn de semana de escalada con mis amigos, o al terminar mi semana de exámenes... Lo único diferente que está pasando en estos días es que nos mudaremos de ciudad otra vez. ¿Habría sido esto el detonante?

Mi papá apaga las luces de la habitación. Estamos tan acostumbrados a estas ráfagas de viento que no hay necesidad de decir nada más. Lo veo cansado, creo que solo quiere volver a dormirse.

—¿Fue solo el viento o lo de la luz también sucedió? —le pregunto antes de que cruzara la puerta del cuarto.

Despreocupado, responde que solo fue el viento. Decido entonces que la situación no amerita más atención.

El sonido de mi papá en la cocina me despierta temprano, lo cual signiˆca que el momento que tanto había pospuesto ha llegado: hay que empacar. Pero antes tengo planeado ir a escalar, por última vez, a las paredes de Potrero Chico. Será una buena oportunidad para despedirme de mis amigos.

Si mis cálculos no me fallan, esta es mi mudanza número once en apenas quince años, todas debido al trabajo de mi papá, aunque algunas no las recuerdo porque era demasiado chico. Miro mi habitación, y me es difícil hacerme a la idea de que en unos días quedará vacía. Está tan llena de cosas, de recuerdos. Mi mirada se posa en una fotografía que retrata mi primer cumpleaños, cuando vivía en Santiago, el pueblo en el que nací y que está en la Sierra Madre, a treinta minutos de la ciudad de Monterrey. No recuerdo mucho ese lugar, pues cuando tenía cuatro años nos mudamos a Oaxaca.

Así fue mi niñez, viajando de un lado a otro. La carrera de mi papá estaba en boga: al ser un ingeniero en energías renovables, en este mundo tan contaminado y sobrepoblado, eran constantes los proyectos que su pequeño despacho recibía de varios estados en el país, desesperados por dar abasto de energía limpia a su población.

Fue en uno de esos viajes, en compañía de mi abuelo, que los vientos empezaron a suceder, así como aquel extraño destello blanco que emanaba de mi piel. Los cuidados y revisiones de mi abuelo, quien es médico, ayudaron a tranquilizar a mi papá, ya que físicamente estaba en perfecto estado. Lo que sea que generaba la luz en mi interior debajo de mi piel, no parecía afectarme en nada. Sin entrar en detalles, mi abuelo investigó sobre qué podría causar esa bioluminiscencia; me hizo estudios y análisis bioquímicos, pero al “nal, todo indicaba normalidad, por lo que decidieron mejor mantenerlo en secreto y evitar que ojos curiosos interrumpieran la armonía que teníamos como familia.

La tranquilidad que le dio mi abuelo, animó a mi papá a cuidarme solo. Desde entonces, los constantes movimientos dentro del país los hacíamos solo él y yo. Eso nos acercó mucho, pues tuvo que aprender a lidiar por su cuenta con los esporádicos vientos y rayos de luz de mi interior. Al estar solos y ser yo de tan corta edad, mi papá no se quiso arriesgar a solicitar la ayuda de una niñera, le aterraba que mis episodios sucedieran a la vista de alguien más.

“¡Qué niñera ni que ocho cuartos!”, recuerdo que dijo mi abuela: “Hernán no necesita de nadie más. Para eso está su familia. Y si el atrapasueños no es suficiente, también le daré este ojo de dios de los huicholes; estará protegido y siempre acompañado. Los espíritus wixaritari lo cuidarán”. Si bien mi abuelo se fía en la ciencia, mi abuela es muy esotérica. Mi papá siempre con•ó en ambos, así que por increíble que parezca, ese amuleto ayudó a que se sintiera con más seguridad para soltarme.

Fue así que, con esa libertad, cuando nos mudamos a Saltillo, me escabullí mientras mi papá hacía sus ocupaciones y aprendí a escalar, un pasatiempo que allá es muy popular. Estar al aire libre me producía una sensación de familiaridad. Sentir el golpe del viento en esas alturas, me hacía entrar en comunión con el viento. En lugar de que me invadiera el miedo, me sentía en paz y lo único que pensaba era en subir más y más. Incluso en una ocasión, sin más, empecé a escalar sin el equipo adecuado, para hacer tiempo en lo que llegaba el grupo de amigos que me estaban enseñando el deporte y continué subiendo hasta llegar a la cima. La sensación de libertad que me daba el viento fue incomparable; pero no duró mucho. Al llegar, algunos de los güeyes del grupo con los que escalaba y que supervisaban los ascensos gritaron asustados desde abajo y me decían que regresara, que extremara precauciones al bajar.

Empecé a descender, pero de pronto, uno de mis pies resbaló al ponerlo en una salida de la pared que tenía grava suelta. Mis manos se afianzaron con fuerza al borde del peñasco mientras mi cuerpo colgaba y sentía la totalidad de mi peso sobre los dedos que se clavaban como garras a la roca. Escuché un extraño eco acompañando al viento que con suavidad me dijo al oído que no me preocupara, que estaría bien, al tiempo que las ráfagas me ayudaron a afianzarme con mayor facilidad a la pared. Sorprendido por la ayuda del viento, volteé hacia abajo y escuché que me gritaban:

—¿Estás bien?

Esa fue la primera vez que creí haber escuchado la voz del viento escondida entre los gritos de los demás.

No olvidaré cuando nos mudamos a Monterrey, una ciudad que se volvió muy especial para mí. Ahí tuve a mi primera novia, mi primer beso, mi primera fiesta a escondidas en casa de mi papá, creció mi pasión por el mundo de la escalada, que me hizo conocer a mucha gente. Lo cierto es que algunas de estas cosas parecen banales, y aunque las disfruté, lo realmente trascendental en esta etapa de mi vida fue que aquí acepté el hecho de que yo era diferente a los demás y que era mejor si aprendía a esconder lo del viento y el brillo. Me hice muy bueno en ello.

Disfruté tanto de Monterrey, que me dolió la noticia de una nueva mudanza. Mi papá me dijo que había aceptado un trabajo en la compañía Encoz en la Ciudad de México; empezaría en junio del 2028. Mi deseo de encontrar un lugar donde establecerme y al cual pertenecer, al parecer no tiene fecha de llegada. Toda mi vida ha sido así, sentir esa desconexión, ese sentido de impermanencia.

Jamás me había tardado tanto en preparar una mochila para salir a escalar, pero tengo muchas cosas en la cabeza que por primera vez mi mente no está en las paredes de Potrero Chico. El claxon del carro de mis amigos me hace salir de mi melancolía y asimilar que, si esta es la última oportunidad que tendré para escalar con ellos, lo ideal es convertirlo en un momento especial. Tomo mi mochila, bajo con rapidez del segundo piso y cruzo el aroma a café con vainilla que perfuma la casa como cada fin de semana cuando mi papá no trabaja.

—Te cuidas y te reportas —esas palabras llegan antes de alcanzar la puerta.

Algo en este día me hace regresar a la cocina para darle un fuerte abrazo a mi papá, quien lee en su holo-tablet el periódico. Desde la muerte de mi mamá, él ha sido la única constante en esta vida de cambios y mudanzas. Aun así, su sorpresa al abrazarlo es una señal de que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hicimos esto.

—¡Lo prometo, te quiero! —una sencilla frase que ayuda a suavizar el momento.

El camino a Potrero Chico, hacia el norte de la ciudad, es como un cambio de mundo. El trá•co al salir, el escapar de los hologramas de anuncios publicitarios de la ciudad hasta dejar atrás los semáforos, da cabida a un momento donde solo se escuchan nuestras risas, la música en el coche y el sonido del viento al entrar por las ventanas abiertas, algo que de seguro extrañaré.

El plan es acampar por la noche para despertar temprano y aprovechar el clima fresco de la mañana para hacer la ruta que habíamos seleccionado, un multilargo llamado Time Wave Zero.

Tan pronto llega la noche encendemos la fogata al terminar de levantar el campamento. Con el olor de la leña quemada y la carne asada, empiezan mis amigos, uno a uno, a dar graciosos discursos a manera de despedida.

—Definitivamente extrañaré tu curiosidad, esa característica jamás nos había causado tantos problemas, pero a la vez generado las más increíbles aventuras —dice uno.

—Y qué decir de su impaciencia, la cantidad de equipo de escalada que ha salido volando por los cielos cuando no lograbas un ascenso al primer intento —comenta otro.

Las anécdotas continúan, pero el crujir de los últimos leños y los estómagos llenos, nos invitan a meternos en nuestros sacos de dormir y hacer por última vez una de nuestras tradiciones favoritas: contarnos historias de terror. No es por presumir, pero mis historias son las mejores, recogidas durante el tiempo que convivía con mi abuelo, que muchas veces me causaron problemas para dormir solo cuando era pequeño, siendo mis favoritas los cuentos y leyendas de nuestros pueblos originarios. Les cuento que, de acuerdo con las historias de mi abuelo, los antiguos aztecas creían que cuando los dioses bajaban a la tierra, debían pasar por una ordalía para demostrar su valía, pruebas y desafíos de lo más escalofriantes.

Historia tras historia se van callando las voces hasta que todos terminan quedándose dormidos. Yo pre•ero mil veces dormir con el cantar de los grillos y el ulular de los búhos, que con los anuncios de las ciudades. Eso hace que esta noche sea una maravilla.

La mañana tarda demasiado en llegar, yo estoy desesperado por salir de mi saco, ponerme mi equipo y caminar hacia la ruta programada. Desde un principio nos organizamos en ocho parejas de escaladores y a mí me toca con Arturo, un amigo que no tenía mucha experiencia escalando, pero debido a que tiene muy buena condición física, eso no me preocupa. Cada pareja empieza a instalar su equipo y poco a poco nos vamos despegando del suelo. Al poco tiempo de iniciar, las parejas estamos distribuidas por toda la pared. Algunos se adelantan, los inexpertos se van quedando cada vez más abajo, pero nosotros llevamos buen ritmo.

Hoy no tengo prisa, solo quiero disfrutar el momento. La ruta es tan grande que se requieren varios largos o tramos para terminarla. En el tramo quince, noto que a Arturo le empiezan a doler los brazos, así que bajamos el ritmo y descansamos por más tiempo colgados de las cuerdas.

—Ya no puedo más —me dice en el tramo dieciocho—, yo hasta aquí llego.

Esa ruta ya la había hecho muchas veces así que no me duele en lo absoluto dar por terminado el ascenso. Le digo que empezaremos a bajar y los demás harían lo mismo. Rapeleamos el tramo diecisiete y el resto de nuestros compañeros comienzan a descender también, pero en eso escuchamos las palabras más terribles para cualquier escalador: “¡Piedra, piedra, piedra!”, gritan arriba. Subo la mirada y veo una roca del tamaño de un refrigerador que golpea el tramo de arriba justo encima de nosotros.

Reacciono de inmediato tomando a Arturo para pegarlo a la pared y pongo mi cuerpo encima de él. El impacto de la roca en la pared hace que se deshaga en varios pedazos, pero aún son enormes y vienen justo hacia donde estamos. Hago tanta fuerza en los antebrazos para pegarnos a la pared, que puedo sentir que me arden y…, de pronto noté esa luz de nuevo, surcando mis venas como pintura fluorescente. Nos quedamos esperando el golpe, pero en lugar de eso sentimos una ráfaga de viento que nos empuja más a la pared, soplando de abajo hacia arriba y en ese momento puedo escuchar claramente que el viento me dice:

—Yo los protegeré.

Ninguna piedra nos toca y me maravillo de la claridad con la que escuché la voz del viento. Volteo hacia abajo, donde unos amigos están en una repisa, y puedo ver que alcanzaron a resguardarse en una pequeña cueva en la pared. Por alguna razón, la voz nos ayudó, lo cual me alivia. Sería terrible que esto que me sigue tuviese malas intenciones.

Es un consuelo ver a todos bajar de la montaña, sin lesiones graves. En todo mi tiempo escalando nunca me había pasado algo así. Había escuchado anécdotas de accidentes graves, pero esta es la primera vez que yo lo experimentaba. El hecho de que nadie resultara herido, para el tamaño de la roca que cayó y la cantidad de personas en la pared, es inexplicable. La única baja del día es una mochila que quedó hecha añicos. Descanse en paz.

Por supuesto que el incidente se convierte en el único tema de conversación en el camino de regreso a Monterrey. Cada uno platica una y otra vez en qué trayecto de la ruta estaba al momento del derrumbe, mismo que seguramente será presumido por todos nosotros durante mucho tiempo como el día que casi morimos en Potrero Chico.

Arturo es el único que viene en silencio.

Es triste despedirme de cada uno de mis amigos conforme los dejamos en sus casas, y una parte de mí no puede evitar fantasear con la posibilidad de convencer a mi papá de quedarnos en Monterrey. Arturo, quien ofreció su camioneta para llevarnos a todos, se toma la molestia de dejar a cada uno antes que a mí, incluso cuando el recorrido más corto es llegar primero a mi casa.

—Vaya día, ¿verdad? Y ese viento... ¿Hernán? ¿Estás bien?

Sus ojos voltean hacia mis brazos. Parece que a él también le preocupa, y con buena razón.

—Perdón, güey. Estoy cansado —le contesto.

Me asusta que, por primera vez, aquel brillo haya sucedido a plena luz del día, lejos de la privacidad de mi cuarto y la protección de mi familia. Necesito consultarlo con mi padre, y que sepa además mi secreto acerca de la voz del viento.

Al despedirme de Arturo, noto unos desconocidos automóviles frente a nuestra casa y al mismo tiempo una sensación extraña en el viento, como una corazonada. Al cruzar nuestro jardín rumbo a la puerta principal, veo varias siluetas tras las cortinas del gran ventanal de nuestra sala. Cuando veo los coches de cerca, reconozco el logo que tienen pintado: Encoz.

Antes de abrir la puerta, mi curiosidad me detiene. Escucho varias voces en nuestra sala; percibo un aroma fétido en el aire. Sé que no es educado escuchar las conversaciones ajenas, sin embargo, una parte de mí se aferra a cualquier esperanza de poder cancelar nuestra mudanza a la Ciudad de México. Quizás están ahí para decirle a mi papá que la oferta de trabajo se había cancelado. Uno puede soñar, ¿no? Escuchar un poco no lastimará a nadie.

Al parecer no tenían mucho tiempo en nuestra casa, pues las presentaciones apenas inician.

—Ingeniero Carlos Mendoza, soy el licenciado Eleazar Salcedo, quien lo ha estado orientando en su proceso de contratación. Permítame presentarle al dueño del corporativo, el licenciado Ricardo Alvarado.

El dueño de Encoz, de cabeza calva y abundante papada, uno de los hombres más ricos del mundo, está en nuestra casa. Esto no puede ser bueno para mis intenciones. Con sigilo, pongo mi mochila y el resto del equipo en el suelo para continuar espiando al grupo de adultos con mayor comodidad.

Nunca entendí por qué mi papá decidió cerrar su despacho temporalmente para ser un burócrata en una empresa privada; el dinero nunca fue un factor que lo motivara. Ok, es cierto: el hecho de tener más horas de agua al día de las que podíamos costear en Monterrey era algo que pocos se atreverían a despreciar en pleno 2028, pero si consideramos que en la Ciudad de México no existen parques de energía eólica o grandes áreas para instalar celdas solares, honestamente no entiendo por qué nos mudaremos a la capital del país; no tiene sentido para mí. Quizá piensa que su sueño de salvar al mundo tendrá mayores posibilidades de éxito si logra afianzarlo en una de las empresas más grandes de la nación.

La conversación tras la puerta se vuelve más casual, incluso trivial, y el sonido de las risas hace que mis esperanzas de quedarnos en Monterrey se esfumen por completo. Me sorprende escuchar cómo el viento me hace llegar el sonido de las risas con un sutil eco.

—No confíes en ellos —me dice.

Frustrado por esta errática comunicación, decido no enfrentar a aquellos extraños, y rodeo la casa por el pasillo izquierdo hasta llegar al patio trasero para entrar por la puerta de la cocina. En el poco tiempo que vivimos en esta casa dominé el arte de usar las escaleras para entrar a la cocina sin ser escuchado; y hacer desaparecer las galletas y los dulces de la alacena. Mi papá siempre decía que era toda esa azúcar la que me hacía tan hiperactivo, pero yo siempre mantuve mi postura de no saber el destino de lo desaparecido de la alacena, a pesar solo de estar los dos en la casa. Él siempre sonreía ante mi defensa y yo le correspondía con el mismo gesto. Son esas sonrisas las que, sin decirnos nada, nos ayudan a decirnos todo.

Dejo mis cosas en el piso de mi cuarto en la segunda planta, sin hacer el menor ruido, pues aún no estoy de humor para hablar con mi papá. Incluso dudo si valdrá la pena decirle o no acerca del incidente en Potrero.

¿Por qué siempre tenemos que mudarnos? Eventos sociales como las fiestas de cumpleaños, por ejemplo, son ajenas para mí; pocas veces fui invitado a alguna porque tenía escasos amigos. Y era lo mismo al festejar mi cumpleaños que, por si fuera poco, es solo unos días antes de Navidad, así que no es extraño que para esas fechas ya estemos de vacaciones. El colmo es cuando mis primos y tíos, con los que normalmente pasamos estas fiestas, llegan a la reunión familiar con un solo regalo para mí y me dicen: “Este es tu regalo de cumpleaños y de Navidad”. Siempre se ríen y con el tiempo se ha vuelto un chiste familiar. Nada gracioso, por cierto.

Parece que los proyectos de mi papá confabulan en contra. No sé si es el hecho de que Monterrey me gusta tanto, o que quizá simplemente ya estoy cansado de no sentir que pertenezco a ningún lado, pero este cambio a Ciudad de México lo aborrezco.

Con tantas mudanzas me he hecho un experto en empacar. Sé acomodar mi ropa y aprovechar hasta el más mínimo espacio, algo que mi papá sabía bien y por eso siempre me pedía ayuda con sus cosas. Siendo sincero, creo que es un ritual que mi papá hace para mantenerme distraído y compartir la abrumadora sensación que llega con cada cambio. Las tristezas pesan menos cuando se reparten en dos maletas. Mi maleta ya está llena y aún hay mucho por acomodar, el resto de las cosas del cuarto y la ropa de invierno se irían en cajas con la mudanza. Levanto mi equipaje y lo pongo sobre sus ruedas, pero está tan pesado que de inmediato se cae y hace un estruendo. Hasta ahí llega mi plan de no saludar a las personas en la sala.

Escucho los pasos de alguien subiendo las escaleras.

—¿Desde qué hora llegaste? No te escuché entrar —me dice mi papá asomando su cabeza por la puerta—. Baja, hay alguien que quiere conocerte.

Esta parte siempre es incómoda y cada vez me gusta menos. Últimamente evito, dentro de lo posible, estas presentaciones, pero el entusiasmo de mi padre no me deja opción.

Mi papá va frente a mí, pero al entrar al recibidor se pone a mis espaldas, coloca su mano detrás de mi cuello, y me lleva hacia la sala. Todos se levantan de los sillones al mismo tiempo como soldados, con un ímpetu que me toma por sorpresa. Papá me encamina hacia su nuevo jefe, sentado en el individual de nuestra sala. La sonrisa del licenciado Alvarado es cálida por lo que me hace bajar la guardia. al momento de saludarlo, toma efusivamente mi mano entre las suyas.

—Hernán, ¡al fin! Me han contado tanto de ti.