ADELANTOS EDITORIALES

El traslado • Enrique Díaz Álvarez

Narrativas contra la idiotez y la barbarie.

Escrito en OPINIÓN el

Un ensayo cuyo punto de partida son los flujos migratorios actuales como espacio ejemplar para analizar las formas de luchar contra el fanatismo y la apatía de las sociedades contemporáneas.

Nada es más frecuente en las sociedades contemporáneas que el miedo y la indiferencia hacia lo extraño. Parecemos incapaces de desechar los prejuicios que impiden cuestionar los relatos discriminatorios que nos separan. Sin duda, buena parte de la decadencia de la vida pública tiene raíz en la poca disposición para ponernos en el lugar del otro.

"Un acto de hospitalidad no puede ser sino poético", dice Jacques Derrida en el epígrafe de este libro, cuyo punto de partida es una premisa fundamental: la imaginación es un acto de resistencia política en tanto que suscita el traslado, esto es, la posibilidad de experimentar significativamente la vida de los otros. Hay que tener en cuenta este poder para hospedar e implicarnos con cuerpos e historias ajenas si queremos combatir la barbarie y esa idiotez que nos aísla de lo público.

La propuesta de esta obra es decisiva: para revertir algo del descrédito de la política debe prestarse atención a aquellas narrativas que nos sensibilizan contra el abuso de poder, el racismo, el fanatismo, el dolor de los demás. La vida en común nos exige cultivar ese simulacro que revela la individualidad y las condiciones sociales de personas con otra ideología, religión o cultura.

Fragmento del libro de Enrique Díaz Álvarez El traslado”, editado por Debolsillo. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Enrique Díaz Álvarez (Ciudad de México, 1976) es escritor y profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Imparte los cursos de Pensamiento Político Contemporáneo; Lenguaje, Cultura y Poder; así como un seminario en el Posgrado en torno al alcance ético y político de las prácticas narrativas contemporáneas. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y fue titular de la Cátedra Nelson Mandela de Derechos Humanos en las Artes de la UNAM.

El traslado • Enrique Díaz Álvarez

#AdelantosEditoriales

 

Prólogo

Edición 2023

Tiene entre las manos un ensayo que reaparece. Se publicó por primera vez en México en 2015 y un año después también salió a la luz en España, en ambas ocasiones en la editorial Debate. Hace tiempo que si alguien preguntaba en una librería por El traslado le respondían que se encontraba agotado y no había mucho más que hacer. En una época donde buena parte de los libros que se publican terminan humedecidos o guillotinados en almacenes de la periferia, uno solo puede sentirse afortunado de que una editorial pretenda reeditar su trabajo.

En mi caso —por qué no confesarlo—, me produjo una especial ilusión saber que El traslado saldría publicado en una edición de bolsillo. Mi espíritu shandy mantiene intacta esa devoción por lo pequeño, por lo asequible, por lo transportable. No puedo ocultar la alegría que me invade al ver que mi primer libro entra, más que adecuadamente, en la categoría de la literatura portátil. A diferencia de tantos libros pesados y voluminosos, cumple el requisito indispensable de caber fácilmente en un maletín. Imagino al lector llevándolo consigo mientras camina o se marcha.

No es una boutade, es un gesto afortunado. Y es que, como advierte el título y el maravilloso dibujo de Francis Alÿs que aparece en la portada, este ensayo gira precisamente en torno al desplazamiento. Late en su propia génesis e historia. Lo escribí en Barcelona —a los 25 años me fui a vivir a esa ciudad—, pero sólo terminé de corregirlo y publicarlo cuando me mudé a México D.F. para dar clases en la universidad. Si lo cuento es porque creo que un libro como este no puede explicarse sin la disposición de verse y encontrase fuera de lugar.Y deambular.

Recuerdo que, mientras lo escribía, era común que los noticieros españoles abrieran con imágenes de pateras a la deriva en el mar mediterráneo —más de una vez la omisión de rescate por parte de los estados europeos fue escandalosa— o de migrantes subsaharianos que conseguían arribar exhaustos y desnortados a unas playas repletas de turistas. En México sacudían las imágenes de jóvenes que trepaban a La Bestia y de los cada vez más numerosos niños indocumentados que cruzaban solos la frontera norte buscando asilo. A lo largo del mundo crecía una ola neo-fascista que movilizaba políticamente el miedo y el odio hacía los migrantes y refugiados: ellos tenían la culpa de la falta de trabajo, de la inseguridad, del colapso de los servicios públicos, de la eyaculación precoz.

No sé lo que lleva a otros escritores a sentarse y emprender esa lucha de dar cuenta con la combinación de palabras precisas. En mi caso, lo tengo bastante claro: cuando quiero saber verdaderamente lo que pienso sobre algo que me importa o inquieta, no tengo más remedio que ponerme a escribir sobre ello. El traslado nació de la necesidad de repensar la condición migrante y la potencia ético-política de la imaginación para hacer frente a los fanáticos de lo propio. El estimar y dar vuelta a esa facultad, que en sí misma es también una forma de desplazamiento, me llevó a prestar atención a nuestra muy humana condición narrativa y al lugar que guardan ciertas contranarrativas en tiempos de barbarie e idiotez.

Montaigne dejó claro que el placer del ensayista reside en la búsqueda, no en el hallazgo. Y que se escribe “para pocos hombres y para pocos años”. Su pensamiento vagabundo nos legó ese deseo por dialogar con autores muertos o lejanos “no cuento mis préstamos, los peso” y de rodear cualquier cuestión sin prisa. También de no pretender garantizar certezas y esperar más bien poco de lo que uno da a conocer. El propio origen del término —ensayo remite a prueba, intento, tanteo, incluso a ese desvarío que se aparta del orden regular— castiga a los que pretenden mercadear con respuestas categóricas y grandilocuentes. Esas que aspiran a sostenerse al margen del tiempo y de los otros.

Si menciono todo esto es porque no me resulta del todo natural escribir un nuevo prólogo a más de siete años de la publicación de El traslado. No sólo es que mis estados de ánimo hayan cambiado en todo este tiempo, sino que resulta francamente desolador hacer un recuento de lo acontecido desde entonces en torno a la fenomenología migratoria y la forma en que se escamotean las condiciones de posibilidad para convertirnos en otros.

Recuerdo que muy poco después de terminar el libro, Donald Trump anunció su precandidatura a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano. Lo que al principio parecía un chiste de Los Simpsons fue cobrando fuerza hasta convertirse en una amenaza en toda regla. Su discurso, abiertamente racista y xenófobo, pronto encontró eco en el Brexit. Aquellos triunfos sorpresivos han dado vuelo a un populismo de derecha que se caracteriza por azuzar la aversión y malquerencia hacia los migrantes. Las cotas de vileza y crueldad alcanzadas han llegado a la deshumanización. Es difícil, por ejemplo, sacarse de la cabeza a los cientos de niños que fueron separados forzosamente de sus familias —y recluidos en jaulas— tras la política migratoria “tolerancia cero” de la administración Trump.

Desde entonces, la militarización de las fronteras ha ido a más. El gran negocio del control y la vigilancia de los cuerpos ha tenido como correlato la criminalización de mujeres y hombres que solo intentan cruzar a otro país en busca de una vida menos dura. Se experimenta y mercantiliza con ellos. Lejos de detener los flujos migratorios, el empleo de drones y la construcción de muros solo ha hecho más dramático su desplazamiento. Miles de personas que huyen de la pobreza, los desastres ocasionados por el cambio climático y las violencias —así en plural— se han visto obligadas a tomar rutas más peligrosas y caer en manos de mafias que les extorsionan. Sus cadáveres se han acumulado delante de nuestros ojos en desiertos, en ríos caudalosos, en cajas de tráiler donde viajan hacinados hasta la asfixia.

El progresivo endurecimiento del cerco explica que los migrantes hayan adoptado estrategias inéditas en su objetivo de cruzar una frontera. Pienso en cómo hemos sido testigos de las imponentes Caravanas. De un momento a otro, esos seres vulnerables advirtieron que correrían menos riesgos al caminar juntos hacia el norte. En lugar de esconderse, endeudarse y arriesgar la vida al cruzar en solitario por caminos inhóspitos, se ampararon en el grupo y la visibilidad total: familias enteras —desde hace años se ha ampliado el perfil migrante— tomaron las carreteras y emprendieron larguísimas caminatas a plena luz del día. Hay en esa forma de mostrar sus rostros y autoprotegerse un acto de rebeldía ante la violencia estatal, criminal y de mercado.

Pienso también en cómo, hace menos de un año, cientos de migrantes bajaron de las montañas de Marruecos decididos a forzar las rejas de un puesto fronterizo en Melilla. La historia es conocida: aquella intentona desesperada terminó en un aplastamiento masivo. La imagen de montones de cuerpos que yacían y agonizaban sin recibir atención médica dio la vuelta al mundo. Por desgracia, las escenas de vulnerabilidad extrema de personas que migran —o viven en un eterno estado de espera para poder cruzar— y son sujetas a la vejación y negligencia policial también son frecuentes en México, especialmente a raíz de que se militarizó la política migratoria.

Mientras escribo este prólogo me entero de una noticia dantesca; al menos 39 migrantes, la mayoría centroamericanos y venezolanos, murieron calcinados tras un incendio en una estación migratoria de Ciudad Juárez. Las imágenes y testimonios indignan. No está claro todavía cómo inició el fuego dentro de la celda, al parecer los migrantes detenidos —que se encontraban encerrados bajo candado— empezaron a protestar porque no les habían dado agua en muchas horas. Rápidamente el fuego y el humo se extendieron sin control y los guardias —en la expresión más literal y descarnada de la necropolítica— abandonaron el lugar y los dejaron morir sin abrir la puerta de las celdas.

Nada de esta sucesión de hechos esperpénticos podría haber imaginado cuando acabé de escribir El traslado. La cuestión es que, de alguna forma, la premisa de reconsiderar la imaginación como un acto de resistencia política frente a la indolencia y la brutalidad contemporánea pronto encontró eco. Lo sé porque nada más salir publicado el libro empecé a recibir invitaciones para participar en medios, eventos culturales y mesas académicas que discutían todo esto. Han pasado los años y esa agridulce vigencia del libro no desaparece. Agridulce porque sería mejor no tener que reivindicar la potencia crítica de imaginación —una facultad que contraviene los marcos de representación hegemónicos y amplía el juicio y la empatía hacia los otros— ante hechos que suelen ser trágicos.

Pero no todo ha sido desconsuelo o desolación. No pasa mucho tiempo sin que reciba alguna señal de lectores que me hacen ver que El traslado sigue recorriendo su propio camino y conectando con otros. Me viene a la cabeza cuando me enteré de que en Madrid habían tomado la premisa de mi ensayo para llevar a cabo “Traslados”, un ciclo de cine y diálogos conducidos por Lydia Cacho en torno a la migración desde una perspectiva de género. O esa vez que una estudiante de posgrado que trabajaba en una feria del libro se acercó para hablarme, no del libro que presentaba en ese momento, sino de éste, que no lograba conseguir para su tesis.

Pienso también en “Quan tot això passi”, la carta de un lector que publicó un periódico de Menorca, que citaba un par de fragmentos de mi ensayo para argumentar contra el cinismo que afloraba en plena pandemia.Y en el correo que recibí hace apenas unas semanas de un par de reconocidas actrices que emigraron a México desde Bulgaria y Argentina. Sin conocerme previamente me pedían que acudiera al ensayo de una obra de teatro que estaban montando en torno a historias personales de migración y exilio; habían leído El traslado y estaban extrañamente convencidas de que conversar conmigo les podría ayudar a llevar a buen puerto su propuesta escénica. No creo haber servido de mucho, pero evidentemente fui y charlamos durante horas.

Escribir un libro como éste cobra sentido de golpe al descubrir esta clase de complicidad y resonancia. Muchos de sus lectores son gente que, desde su propia trinchera, pone palabras e imágenes para que nos convirtamos en otro y las cosas cambien. Estos gestos me hacen sospechar que El traslado seguirá hablando mientras la política y el derecho continúen sin cercar y criminalizar la desigualdad, en vez de perseguir el tránsito de migrantes que se producen cada día alrededor del mundo. Me tardé demasiados años trabajando en este ensayo. Hoy sigo confiando en el poder del lenguaje para transportarnos —incluso contra nuestra propia voluntad— hasta hacernos encarnar la vida de los otros. Hablo de historias que nos afectan, amplían el campo de sensibilidad y quiebran las narrativas dominantes que normalizan el daño y la pérdida de los más vulnerables.

Ciudad de México, 29 de marzo de 2023

Introducción

Las sociedades, como los hombres, se conocen por sus miedos. Por eso nunca está de más preguntarse de vez en cuando por aquello a lo que se teme. El temblor nos pone en evidencia. Cada época y lugar tienen sus fantasmas particulares, pero de un tiempo a esta parte la figura de esa persona que decide emigrar a otro país parece concentrar y desencadenar los principales terrores contemporáneos. Es como si su desplazamiento tuviera la extraña cualidad de sacar lo peor de cada sociedad. Complejos, mezquindades, sadismos y resentimientos varios encuentran tierra fértil en miles de sujetos que se arriesgan a cruzar una frontera sin papeles. Su vulnerabilidad los hace presa fácil de la violencia, el racismo o la exclusión. Ya se sabe, la globalización neoliberal favorece la libre circulación de mercancías tanto como restringe y castiga el de personas que buscan cambiar el destino de su vida.

Más de una vez el pathos de irritación que suele secundar el paso de los migrantes por el mundo me ha recordado un episodio que rescata Luis Buñuel en Mi último suspiro. En la España republicana circulaba El Motín, una revista de corte anarquista y ferozmente anticlerical que era muy popular en esa época. En un número que cayó en manos de Buñuel se describía, con exquisita parcialidad, una manifestación en Madrid durante la cual unos obreros atacaron violentamente a unos sacerdotes, hirieron a varios transeúntes y rompieron algunos escaparates. El texto que se pudo leer en El Motín al día siguiente comenzaba así: “Ayer por la tarde, un grupo de obreros subían tranquilamente por la calle Montera cuando, por la acera contraria, vieron bajar a dos sacerdotes. Ante tal provocación…” (1).1

En términos de convivencia el problema no suele ser el miedo en sí —al final es un mecanismo de alerta que nos prepara para reconocer y enfrentar situaciones de riesgo—, sino las acciones desproporcionadas que suelen suscitarse bajo un clima de profunda desconfianza. La ansiedad nos hace rehenes de amenazas inexistentes. Absurdas. Hoy, como ayer, la barbarie se manifiesta en la incapacidad de muchas personas para reconocer plenamente la humanidad de aquellos que tienen una ideología, religión, color de piel o preferencia sexual diferente a la suya. En este sentido, uno de los principales retos del siglo que corre es desplegar una política, una ética y una estética que permitan aproximarnos entre extraños.

Son muchas las personas cuya historia no cuenta. Es especialmente crítica la situación de aquellos extranjeros que están excluidos de nuestra comunidad política. Hombres despojados, invisibles. Hay referentes para entender la necesidad de revertir esa condición espectral. Hannah Arendt y Giorgio Agamben, por ejemplo, han dedicado parte de su magnífica obra a explicar por qué el refugiado constituye la figura central de nuestro tiempo. No se equivocan. El horror contemporáneo queda retratado en esas vidas indignas de ser vividas. En todo caso, los alcances de nuestra insensibilidad asustan.

Sólo hace falta abrir el periódico para darse cuenta de que hoy en día pocas cosas resultan más rentables que mercadear con el temor y la idiotez. Buena parte del ensañamiento que xenófobos, fundamentalistas religiosos, nacionalistas exacerbados y otros fanáticos de lo propio mantienen hacia el otro —léase el extraño, extranjero o diverso— son producto de su propia inseguridad e ignorancia, pero también de la franca manipulación que llevan a cabo ciertas plataformas políticas y medios de comunicación, particularmente en tiempos de crisis económica. Ya no es sólo que el recelo o la aprehensión terminen condicionando nuestra convivencia en el espacio público, sino que esos sentimientos son deliberadamente inducidos por numerosos discursos de exclusión. Muchos de ellos, como el de Aurora Dorada en Grecia, son de rabiosa actualidad.

El debilitamiento de la vida en común no sólo se mide por la intolerancia ante la presencia del otro, sino también por la atroz indiferencia que mostramos hacia la suerte del vecino de toda la vida. Y es que a la reticencia de convivir con aquel que no se nos parece, se une el que tampoco hay demasiado interés por conocer e implicarse con las necesidades de aquellos que sentimos —o nos han dicho que son— como nosotros. En cualquier caso, me parece que quien quiera radiografiar o categorizar el desasosiego contemporáneo tiene que empezar por explorar ambas variables. Desvelar su íntima relación. Después de todo, la intolerancia al extraño y la indiferencia hacia los que nos rodean comparten la misma raíz: la incapacidad de ponerse en el lugar de otras personas.

Tiene razón Tony Judt cuando dice que hoy en día nos hace falta una narrativa moral y política que reoriente nuestros actos. La idea no puede ser otra que el encontrar una manera más digna y justa de vivir juntos, los unos con los otros. Supongo que hay muchas formas de luchar contra el fanatismo y la apatía que experimentan las sociedades contemporáneas. Aquí apuesto por dos viejas armas hermenéuticas: la lectura y la interpretación. Ambas disposiciones están estrechamente ligadas y tienen la gran virtud de hacer próximo lo ajeno, lo distante. Sé que es una trinchera humilde, pero creo que hacer un esfuerzo por comprender y poner en contexto lo que el otro dice o piensa, desde nuestro propio lugar y circunstancias, es el primer paso para vencer el miedo y reconocer lo común. Nada de esto es banal en una época marcada por una política que explota hasta el cansancio las fronteras que nos separan.

Al margen de la pluralidad manifiesta —nada es más evidente que la diferencia— los seres humanos somos capaces de prestarnos atención, encontrar equivalencias y discutir lo que pensamos. Quizá todo esto suene a una obviedad monumental, pero después del relativismo y tribalismo posmoderno conviene repetirlo en voz alta: los seres humanos, como los objetos del retrovisor, están más cerca de lo que parecen. Las diferencias ideológicas, sociales o culturales no implican que no podamos coincidir de tanto en tanto. No es excesivo pedir la suspensión temporal del yo para hacernos cómplices de destinos arrinconados. Caer en esa especie de embriaguez que nos hace decir en voz baja: su historia me duele.

La lectura se convierte en un dispositivo ético-político cuando tratamos de (re)conocer quién nos habla y bajo qué condiciones lo hace, el terreno para ampliar lo discutible. Y es que nada me produce más escozor que el discurso políticamente correcto que celebra al otro porque es lo otro. Desconfío de aquellos que se han instalado cómodamente en el fomento de las diferencias. Entiendo a la política como relación y réplica, como el intercambio de razones y afectos que permiten concertar entre diversos. El arte que permite convertir en común lo que parecía no serlo.

Quizá lo primero que hay que hacer para dejar de conjugar siempre en primera persona es vencer el prejuicio que nos separa e inmoviliza. Lo segundo, establecer proyectos compartidos. Buena parte de los teóricos contemporáneos más influyentes han dedicado su obra a fundamentar el entendimiento mutuo a partir de la razón y la deliberación. No se equivocan Habermas y compañía: ambas resultan definitivas para la interacción y cooperación social. Pero creo que para conseguir un encuentro significativo con los otros necesitamos, ante todo, a la imaginación. Una facultad universal que a menudo ignoran, por no decir que menosprecian con alevosía.

Este ensayo tiene el ánimo de reinsertar a la imaginación en el itinerario de lo público. Cuando hablo de imaginación lo hago en el sentido que le dio Kant: la facultad de hacer presente aquello que está ausente. Así como las representaciones hieren o fijan estereotipos, también pueden vincularnos. Si lo que se pretende es combatir la deshumanización de las sociedades contemporáneas hay que tener en cuenta este poder. Explorar los alcances sociales de ciertas narrativas que nos permiten experimentar intensamente otros modos de ser. De ahí que resulte tan irritante ver cómo se sigue desprestigiando lo que expresiones como la novela pueden hacer para cultivar entre las personas una mirada plural y comprensiva. Evidentemente no hablo de esa literatura que transpira una moralina superficial e hipócrita, sino de aquellas obras que terminan ampliando la comprensión de nosotros mismos y los demás.

La lectura nos permite tomar parte en la vida de los otros. Exige curiosidad, esfuerzo. Disponer de algún tiempo para ver y encontrar sentido a lo que se describe. Las imágenes no están delante de nosotros como en la televisión o el cine. La recompensa de leer es que nos acerca a los otros a partir de lo que somos. Por eso sigo pensando que no hay nada como el lenguaje y sus juegos para conocernos y descolocarnos, para llevarnos a otra parte. Que no hay nada como un buen relato o una buena crónica para hospedar al otro en su singularidad. Creo que explorar esta veta narrativa que relaciona a la ética con la estética es absolutamente relevante para la vida pública contemporánea: una historia concreta puede motivar la acción entre los hombres. Y es que sin un poco de resonancia entre extraños no hay margen para el entendimiento.

Federico Fellini decía que cada idioma es un modo distinto de ver la vida. De ser esto cierto, cada lengua es un artilugio que se inventó para aprehender una parte del mundo. Una pieza irremplazable del rompecabezas. Quizá si leyéramos más sobre otras culturas dejarían de parecernos tan ajenas y distantes. En todo caso, las Humanidades podrían recuperar parte del terreno perdido si dejan a un lado su estrecho canon literario y nos disponen a traducir e interpretar otras formas de encarar la vida. Son muchos los que no tienen voz. En este sentido, cada texto que se traduce y nos acerca a la vida de los extranjeros es irremplazable, entre otras cosas porque demuestra que los lindes que separan a los hombres son más arbitrarios e inestables de lo que solemos pensar. Por eso creo que hoy en día tenemos que prestar atención a los salteadores de caminos. A los que se arriesgan a cruzar una frontera sin papeles o se descubren en tierras extrañas. A los que se entienden a sí mismos como fronterizos.

Confieso mi debilidad por esos autores que, como Hermes, median entre los hombres. Escritores que abren los goznes de las puertas, toman distancia y nos conducen de regreso siendo otros. Ryszard Kapu´sci´nski pertenece a esa estirpe de autores felizmente errantes. Nació en Polesia, hoy Bielorrusia, pero empezó a deambular por el mundo desde que tenía siete años. De alguna forma ese largo peregrinaje terminó marcando su vida y obra como periodista. Si algo caracteriza a su figura es el riesgo que corre para conocer al otro. Sus herramientas son simples: la curiosidad, el respeto y la empatía. Comprender que si bien su cultura y rasgos europeos condicionan su lectura del mundo, eso no le impide aprender a valorar otros saberes. Y lo hace desde la humildad. Viajar por África permitió a Kapu´sci´nski entender que leer a Spinoza o Lévinas no bastaba para salir vivo del Sahara. Que sólo podría contarlo —nunca mejor dicho— si escuchaba, imitaba y cooperaba con los nómadas que encontraba a su paso. Los lectores aprendemos a través de su experiencia: nada tienen de atrasadas o subdesarrolladas las personas que han sabido vivir durante siglos bajo las condiciones más extremas del planeta.

No es casual que el calificativo que más le gusta emplear a Kapu´sci´nski para definir su oficio sea el de traductor. Conviene insistir en ello. Después de todo, su trabajo como corresponsal ha servido como puente entre diversas formas de comprender la vida: nos ha hecho corresponsables. El reto que el autor de Ébano se plantea, antes de marchar y sentarse a escribir sus crónicas, es dar una oportunidad a que la voluntad de comprender al otro triunfe “sobre todos los odios y conflictos que sacuden a la familia humana” (2).2 Su vocación mediadora amplía el conocimiento y la comprensión. Logra acercarnos sin prejuicios ni paternalismos. La dimensión ética de su escritura resulta absolutamente intempestiva en tiempos en que el relato neoliberal ha terminado por arraigar la idea de un arte desligado y desinteresado. Sobran textos que son escritos en atención al mercado. Livianos. Apresurados. Completamente ajenos a lo que pasa a su alrededor. No pocas veces dan ganas de gritar junto con Antonin Artaud: “Basta de poemas individuales que benefician mucho más a quienes los crean que a quienes los leen. Basta, de una vez por todas, de esas manifestaciones de arte cerrado, egoísta y personal” (3).3

No defiendo que los escritores tengan que rendirnos cuentas, escribir tratados o postularse para alcaldes. Sé bien que el compromiso de quien escribe es, ante todo, con respecto al lenguaje y su tradición, y que es descabellado —incluso peligroso— tratar de reducir una obra literaria a una expresión social o histórica. Lo que planteo es que hay textos que pueden contribuir a la regeneración democrática de nuestras sociedades. Lo que reivindico es a la narrativa como espacio de relación. Una plaza para desvelar lo velado y hacer frente a los relatos de lo unánime y lo uniforme. Creo que algunas novelas, ensayos y crónicas periodísticas nos permiten traspasar las fronteras y reconocer, como ningún otro medio, que cada vida humana cuenta. No importa que sea una adolescente sudafricana o un tenista aficionado.

Cuando hablo de literatura, hablo de textos que son relevantes. Aquellos que amplían nuestro juicio y nos acercan a la complejidad de lo humano. Líneas que se transforman en imágenes y nos hacen pensar sobre lo injusto, lo cruel o lo común. Discernir entre la gravedad y la sonrisa. Levantar la cabeza. Explorar otra verdad. Hablo de obras que nos afectan. Que favorecen el simulacro. Escritos que arriesgan y nos permiten, aunque sea por un solo instante, experimentar la vida a través de los ojos de los demás. Trasladarnos.

Si este ensayo explora a la literatura como un medio para ajustar cuentas con nuestra contemporaneidad —en la estela de Nietzsche— es porque considero que ésta sigue siendo un dispositivo ético y político privilegiado para liberarnos por un momento de nosotros mismos. Ese respiro no es insignificante, pues gracias a él podemos implicarnos con otros cuerpos. Medir la distancia que nos separa. A diferencia de medios de comunicación más novedosos o populares, el libro nos enseña a estar solos, a compartir silencios. Y creo que el silencio es, en una época de ruido y prejuicios como la nuestra, el principio de toda buena conversación.

NOTAS

1. Luis Buñuel, Mi último suspiro, Barcelona, Debolsillo, 2001, p. 22.

2. Ryszard Kapu´sci´nski, El mundo de hoy, Barcelona, Anagrama, 2011, p. 53.

3. Antonin Artaud, El teatro y su doble, Barcelona, Edhasa, 2011, p. 105.