El hallazgo en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, es la prueba de lo que la democracia mexicana ha parido: descentralización política, fragmentación del narco y aumento de la violencia.
Llamado el “Auschwitz mexicano”, este cementerio clandestino no es una aberración aislada, sino la manifestación extrema de un fenómeno estructural donde el crimen organizado ya no es un actor externo al sistema, sino un poder con reglas, estructuras y capacidad de influencia en la vida pública.
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A diferencia de otras columnas en las que analizo estrategias de comunicación política y de competencia electoral, en esta ocasión adopto un enfoque crítico y estructural. La coyuntura lo exige.
La transición democrática de los noventa rompió el monopolio del PRI sobre la violencia, pero no construyó nada a cambio. El viejo narco, que negociaba con un régimen centralizado, se convirtió en una hidra de mil cabezas, despedazando el país en una guerra interminable. La alternancia desmanteló las redes de protección estatales que mantenían cierto equilibrio criminal, dejando en su lugar un vacío donde la sangre nunca dejó de correr.
El politólogo italiano, Giovanni Sartori, se asombraba de que el PRI hubiera permitido una transición pacífica sin recurrir a las armas. Lo que no contempló fue el precio de ese pacto: una democracia defectuosa que no tocó las cloacas del sistema, que dejó intactos los enclaves autoritarios y permitió que la podredumbre se pusiera al servicio del mejor postor.
La guerra contra el narco de 2006 profundizó la crisis. La estrategia de decapitación de cárteles pulverizó las estructuras criminales en cientos de facciones en guerra. La militarización de la seguridad convirtió el combate al narco en un juego político donde los gobernadores afines colaboraban y los opositores saboteaban operaciones.
Los cárteles de la droga ya no son solo narcotraficantes, son regímenes criminales con más disciplina y poder que los gobiernos en ciertas regiones. La democracia mexicana no solo fracasó en contener la violencia: la normalizó.
Si no se reconstruye el sistema de seguridad y justicia desde sus cimientos, si no se erradican las redes de protección criminal dentro del aparato estatal, y si la seguridad sigue siendo utilizada como un instrumento de negociación política, la violencia seguirá siendo una constante. Y con ella, más Ranchos Izaguirre seguirán apareciendo.
