El discurso oficial del gobierno mexicano sobre la migración es uno de compasión y empatía, con el presidente Andrés Manuel López Obrador insistiendo en atender las causas profundas que obligan a las personas a huir de sus países. Sin embargo, la realidad en el sur de México pinta un panorama muy diferente.
Las políticas migratorias que se han implementado en conjunto con Estados Unidos han convertido al territorio mexicano en un terreno minado, muro invisible, donde los migrantes no solo son rechazados, sino que en cada paso también se ven atrapados en un ciclo interminable de vulnerabilidad y desplazamiento forzado.
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Especialmente el sur de México se ha convertido en un escenario de crisis humanitaria, el limbo de las políticas migratorias impuestas por Estados Unidos, y aceptadas por México.
Es evidente el objetivo de que sean los propios migrantes, cansados y completamente desmoralizados de sus intentos por llegar a los Estados Unidos, quienes emprendan por su propio pie, el regreso a sus países de donde precisamente huyen del infierno de la represión política y la delincuencia.
En los últimos años, las expulsiones de personas migrantes no mexicanas desde Estados Unidos a México han aumentado considerablemente. Este flujo migratorio, impulsado por políticas como el Título 42 de la administración Trump y las nuevas medidas bajo la presidencia de Joe Biden, ha colocado a México en una posición incómoda y contradictoria.
A pesar de las promesas de respeto a los derechos humanos, México ha aceptado sin transparencia a miles de migrantes devueltos bajo circunstancias cuestionables.
Los antecedentes de esta situación se remontan a la implementación del Título 42 en marzo de 2020, una medida que, bajo el pretexto de proteger la salud pública, autorizó la expulsión inmediata de personas en situación migratoria irregular que llegaban a Estados Unidos.
Aunque esta política fue justificada como una respuesta a la pandemia, su verdadero propósito era detener el flujo migratorio hacia el norte, sin ofrecer a los migrantes la oportunidad de solicitar asilo, un derecho fundamental bajo el derecho internacional.
Cuando el Título 42 finalizó en mayo de 2023, en lugar de cesar las expulsiones, Estados Unidos y México acordaron continuar con un proceso similar, pero ahora bajo el Título 8. Esto significa que las deportaciones aceleradas continuaron, esta vez con la diferencia de que las personas expulsadas enfrentarían una prohibición de ingreso a Estados Unidos por cinco años.
El gobierno mexicano, por su parte, ha jugado un papel crucial en este proceso, aceptando a miles de migrantes de diversas nacionalidades, desde venezolanos hasta haitianos, sin garantizarles un estatus migratorio regular ni la posibilidad de solicitar asilo en territorio mexicano.
La situación en los estados del sur, como Veracruz y Tabasco, es especialmente alarmante. Miles de personas son reubicadas desde la frontera norte de México hacia ciudades como Villahermosa, Tapachula y Acayucan, en un esfuerzo por “despresurizar” las áreas fronterizas.
Sin embargo, estas reubicaciones no solo implican un desplazamiento físico, sino que también representan una estrategia deliberada de desgaste. Los migrantes son liberados en ciudades desconocidas, sin recursos, documentación ni orientación sobre sus derechos, lo que los deja en una situación de extrema vulnerabilidad ante el crimen organizado y extorsiones por parte de los agentes migratorios.
La administración de López Obrador ha destinado millones de pesos a estas reubicaciones, mientras que el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), que debería estar al frente de la protección de los derechos de los migrantes, sigue siendo ridículamente bajo.
Esta disparidad en el uso de recursos refleja una política migratoria que prioriza el control y la contención sobre la protección y la dignidad de los migrantes.
La falta de transparencia y la ausencia de un marco legal claro para estas expulsiones y reubicaciones agravan la situación. Ni Estados Unidos ni México han publicado acuerdos formales que expliquen los términos de estas políticas, lo que ha generado un vacío de responsabilidad y un clima de impunidad. Los migrantes devueltos a México quedan atrapados en un limbo legal, sin la posibilidad de regularizar su situación ni de regresar a sus países de origen de manera segura.
Un informe del Instituto para las Mujeres en la Migración AC (IMUMI) revela que grupos de personas migrantes son trasladados desde Estados Unidos hacia el norte de México por vía terrestre. Una vez en territorio mexicano, los agentes migratorios las detienen y las transportan en autobús o avión hacia el sur del país.
Esta información está respaldada por observaciones de seguimiento de vuelos y datos internos del Instituto Nacional de Migración (INM), que documentan las reubicaciones.
Además, se confirma la intención de los funcionarios del INM de “despresurizar” las ciudades fronterizas del norte trasladando a las personas hacia el sur, principalmente a Villahermosa, Tabasco; Tapachula, Chiapas; y Acayucan, Veracruz.
La población no mexicana expulsada ha alzado la voz ante las deportaciones desde Estados Unidos y las “deportaciones en caliente” en México, las cuales las exponen a riesgos de violencia tanto por parte del crimen organizado como de las autoridades mexicanas, en su intento repetido por regresar al norte del país.
El sur de México se ha convertido en un escenario de crisis humanitaria, donde las políticas migratorias impuestas por Estados Unidos, y aceptadas por México, han creado un muro invisible que atrapa a miles de personas en un ciclo de expulsión y desplazamiento.
Es urgente que ambos gobiernos reconozcan su responsabilidad compartida y pongan fin a estas prácticas que violan los derechos humanos básicos. No se trata solo de cumplir con obligaciones legales, sino de restaurar un mínimo de humanidad en el tratamiento de quienes, en su desesperación, buscan un refugio seguro.