Escribir, escribir hasta que salga todo. Hasta que salga la novela, el poema o el amor; escribir hasta que la sangre y el dolor terminen por ceder, hasta que dejen de estar dentro de nosotros; hasta que la vida misma se retire de aquí. Escribir hasta que todo aquello que tenga que irse se vaya, hasta que sólo queden aquellos espacios que exigen ser llenados con algo más nutritivo que la tristeza, como el cariño o si somos más afortunados, el amor.
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En alguna catarsis semanal escribí que escribir salva vidas, como un reconocimiento al poder que tiene plasmar aquello que sentimos, depositarlo fuera de nosotros; hoy retomo esta idea con la finalidad de describir la importancia de dejar todo aquello que nos lastima en otro lugar y la responsabilidad enorme que se tiene de hacerlo de tal forma que no cometamos la torpeza de lastimar a alguien en el camino.
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UN LUGAR SEGURO
Un lugar seguro durante estos años han sido las letras, porque ellas no me juzgan, sólo escucho de ellas el eco que producen las palabras, eco que vuelve a mí con cada trazo, colocando en el paredón del ahora aquellas ideas que no he podido terminar de entender, aquellos remanentes emocionales que no he podido soltar, aquellas oscuras cicatrices que duelen al menor contacto.
Tratar de entenderlas es más fácil cuando están en un lugar donde pueda observarlas todas juntas, donde pueda armar el rompecabezas de lo que les conforma, que confirme la magnitud de la pena. Analizar con la cabeza fría aquello que en un momento crucial escribimos, interpretar nuestra motivación y validarla, reconocer su importancia, para develar si seguimos sintiéndonos igual o algo cambió dentro de nosotros en la transición del ayer al hoy.
DEMONIOS DE ALCOBA
Cuántas ocasiones hemos evadido aquellas punzadas, sin tener éxito; cuántas veces hemos ignorado aquellas señales de que no estamos tan bien como quisiéramos, que la preocupación no aceptada nos está consumiendo cada vez más la calma.
Correr no sirve de nada cuando huimos de nuestra propia sombra, que conforma la forma más rota que podamos imaginar de nosotros mismos. No sirve de nada porque nuestros demonios de alcoba se aferran a la piel, sosteniéndose con fuerza de reproches, sujetándose con violencia; esos seres que habitan dentro, torturándonos en silencio, nos recuerdan nuestras más sentidas preocupaciones, nuestros más grandes e incumplidos sueños.
Escribirles, nos aleja de ellos; les deposita en el papel inmortalizándoles un momento, dejándoles petrificados para que les observemos debilitarse hasta desaparecer o permanecer en el tiempo; escribirles, les convierte en efigies de algo que sentimos, que por más que se aferre a nosotros, no volveremos a vivir con la misma intensidad que en aquel momento que la tinta les esculpió, dándoles color entre azul, rojo y negro.
Después de un tiempo, volvemos a ese momento al leer lo que escribimos, reafirmando lo que sentimos o viéndonos tan distintos. Un sabor de extrañeza llega al pensar que algún día fuimos esos que trazaron aquellas letras con tanta nostalgia, con tanto dolor, con tantas emociones encontradas, pero ahora, que no somos esos, que aquella versión de nosotros fue ahogada en el transcurso de la vida, sólo quedan esas líneas como única muestra de su existencia.
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