Estamos cansados de la maldita injusticia que se vive cotidianamente en este hermoso país; estamos hartos de tantos atropellos, que condenan vidas inocentes a pagar platos que en ningún momento rompieron, volviendo más incierta aquella frase de que todos somos iguales ante la ley.
Quizás sí, somos iguales ante la ley, pero somos completamente diferentes ante los ojos de las autoridades, que terminan juzgándonos con una vara distinta dependiendo de quienes seamos para ellos.
Para la autoridad importa mucho nuestro color de piel, si tenemos o no dinero, si somos hombres o mujeres, si pertenecemos a una etnia o pueblo originario, si somos migrantes, si tenemos o no influencias, si alguien nos va a extrañar el día de mañana en casa. Todo importa, para ver cómo nos tratan y cuan injustos pueden llegar a ser con nosotros sin que pase algo en su contra.
A mis amigos, justicia y gracia; a mis enemigos, justicia a secas, y luego ni eso. Únicamente cuando lo vivimos en carne propia, nos damos cuenta de que vivimos en el país de la impunidad, pero también en el país de la injusticia, donde el pan de cada día -esté quien esté gobernando- es la detención ilegal, el atropello sistémico de derechos humanos, la condena de inocentes o la presunción manifiesta de culpabilidad.
En el país de la injusticia, somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Víctimas de las mismas autoridades que juegan con el dolor de la gente, que buscan sacar un beneficio; rehenes de un monstruo de mil cabezas que toma decisiones, afectando a muchas personas y en ocasiones, privándoles de todo, hasta su vida.
Subidas en un ladrillo, las autoridades ven a las personas como carne de cañón, como juguetes desechables. Ciegos y sordos en su ambición de seguir en el poder, ignorantes y prepotentes, destruyen a quien esté a su paso, sin importarles nada.
Ese monstruo es un reflejo del sistema corrupto y podrido en el que vivimos. El monstruo de la injusticia ha sido validada por la misma sociedad que se beneficia en ciertas ocasiones de ella, callando lo que es un secreto a voces, lo que casi nadie quiere reconocer y mucho menos hablar, hasta que la herida es cercana y duele.
En la fábrica de culpables se arma todo el “tamal”, y sólo eres inocente hasta que se demuestre lo contrario, si tienes dinero, poder, si eres influyente o le apuestas a la segunda instancia judicial, al amparo, a la revisión. Los derechos humanos se convierten en lo que son, un ideal, una vigilia que perseguir, un sueño que a veces llega demasiado tarde.
A veces la justicia llega demasiado tarde. Cuando el daño se convierte en irreparable, no significa mucho que nos den la razón, pero quizás sea lo único que nos queda al final de todo. Sólo nos queda tener la razón, una razón conseguida después de habernos defendido con uñas y dientes, usando todos los recursos que tuvimos disponibles, gritando cuando fue necesario, exigiendo ser tomados en serio, ser escuchados.
La injusticia es una deuda pendiente que se tiene en este hermoso país. Una deuda que nos cobra factura a todos, en algún momento; una deuda que los poderosos, influyentes y corruptos no tienen que pagar; una deuda que hasta los más honestos, quienes se condujeron toda su vida ayudando a la gente, terminan solventando.
mb