El Principito, pese a lo que se pueda pensar, es un libro escrito para gente seria; para adultos que van al trabajo con vestimenta formal; para aquellas personas que cargan portafolios, cuyo interior está repleto de libros para colorear.
Una síntesis, algo burda, podría describir que este Pequeño Príncipe, despechado por los caprichos de su Rosa, cansado por la monotonía de su vida, sale de su pequeño planeta, el Asteroide B-612, en busca de respuestas. Su viaje, de cierta forma, representa el viaje interior, pero desde una óptica que hemos perdido al paso del tiempo, acorralados por nuestro yo adulto.
La obra de Antoine de Saint-Exupéry, coloca a un soñador que en plena odisea conoce planetas habitados por personas mayores, haciendo cosas que, según ellos, les daban felicidad; en realidad habían renunciado desde hace tiempo al cuestionamiento sobre si en verdad lo eran, contando las estrellas como método de apropiación; bebiendo para olvidar la vergüenza de haber bebido; siendo reyes de nadie; o encendiendo y apagando una farola sin descanso; todos atascados en sus mundos. Creo que por lo menos una vez en la vida hemos caído en esa triste monotonía, volviéndonos autómatas, conformes con aquel papel en nuestros planetas, siendo títeres sin memoria en nuestras propias jaulas.
A todo esto, ¿qué nos hace felices?, todos tenemos una respuesta propia, o así tendría que ser. La gran mayoría nos quedamos varados en la búsqueda, cansados de vagar por el desierto; fastidiados del gélido suplicio de las montañas nevadas, perdidos en bosques cuyos árboles son copias de sí mismos; sedientos, arriba de embarcaciones a la deriva.
Desistimos presionados por encontrar una respuesta sensata, desde la óptica racional; o buscando saciar el hambre, la sed; cumplir con nuestras responsabilidades, batallando diariamente contra la pobreza, las crisis; contra el desempleo, la vida precaria o la evidente explotación laboral.
Compramos propósitos en oferta por algunos cuantos pesos. Ahogamos nuestros anhelos más profundos con unas cuantas paladas de tierra, y seguimos adelante. Idealizamos consumiendo modas, nos atragantamos de aquella decadente materialización de lo que según es ser feliz; hacemos lo que tenemos a la mano para saciar ese hueco en el pecho, ese vacío existencial. Utilizando paliativos, tropezamos con adicciones y nos perdemos en ellas; de cierta forma, así logramos acallar las voces que nos preguntan si realmente somos felices.
¿CÓMO SE MIDE LA FELICIDAD?
La felicidad, describiéndola como adultos, sería una “cosa o circunstancia que produce ese estado”. Esta definición apoyaría la teoría de que no todo en la vida es felicidad, encontrándose ésta sólo en aquellos momentos que nos hacen felices. Nuestra búsqueda se centraría en tener un promedio positivo contra los momentos tristes.
Por otra parte, también podríamos definirla como un “estado de ánimo de una persona que se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o por disfrutar de algo que busca”. Así, sabiendo de antemano qué deseamos, se tendrían que cubrir una serie de parámetros para sentirnos plenamente satisfechos.
Para aclarar un poco lo anterior, podríamos citar, como personas adultas y serias que somos, la llamada Pirámide de Maslow, teoría que trata de explicar la motivación humana, en cuya base se localiza la cobertura de las necesidades fisiológicas; seguido de la seguridad; después la afiliación; el reconocimiento; y en la cúspide de todo, la autorrealización.
Esta teoría, de cierta forma es emulada en The Sims, videojuego que simula la vida, donde la misión es hacernos cargo de la satisfacción y supervivencia de nuestros personajes. Maslow aparece en forma de “medidor de felicidad”, cuyos factores son el hambre, la vejiga, el sueño, la higiene, lo social, la diversión, el entorno, y la comodidad. Cada acción realizada, sacrifica cierta parte de una de las barras para satisfacer otra; Si una barra baja a niveles negativos, la felicidad de los personajes se deteriora, adoptando comportamientos subversivos hasta que nos encargamos de saciarle en forma plena.
Lo anterior es una manera de explicar cómo es que podríamos monitorear nuestra felicidad, aunque la vida real, y los factores intrínsecos y extrínsecos que interactúan, claramente compliquen todo.
Ahora bien, sin tantos tecnicismos, tesis e interpretaciones rebuscadas, podríamos definir a la felicidad como la antítesis de la tristeza. En vez de caer al abismo que representa perder las ganas de seguir, deambular cansados por el mundo; ser felices sería aferrarse a aquellas ganas de continuar, a esa energía de caminar con pasos fuertes por el mundo.
CONFUSIÓN Y BÚSQUEDA
Hay quienes en busca de la felicidad, terminan confundiéndola con poder y con dinero. Esa confusión pervierte todo. Una búsqueda que nunca termina; nunca logra ser suficiente lo que se tiene, ninguna cantidad satisface por completo. Ambición sin fin.
La búsqueda por la felicidad también ciega. Es curioso cómo es que terminamos hundidos en una constante insatisfacción. No tener raíces nos causa amargura, así como las raíces que logramos obtener; no disfrutamos el ahora, siempre buscamos algo más y en ese viaje desperdiciamos el tiempo que tenemos con vida, haciendo invisibles todas esas cuestiones que podrían hacernos felices.
Los que no tienen trabajo, buscan tenerlo, mientras que los que sí lo tienen, ansían de tiempo para disfrutar el dinero que han generado, poder ver a sus familias, seres queridos, ser nadie por un rato; los que no pueden tener hijos, hacen una cruzada el tenerlos; mientras que los que sí pueden, al ver el mundo en el que se encuentran, rechazan tajantemente el concebirlos.
El amargo dilema humano es aquella búsqueda de lo que no se puede tener, y la propiedad invisible de lo que se tiene, de aquello que se posee. Esa invisibilidad acaba de golpe cuando hemos perdido lo que teníamos, así es cuando nos damos cuenta lo valioso que era tenerlo; eso pasa con el amor, y con prácticamente todo. La eterna melancolía de buscar lo que no tenemos, recordar con tristeza aquello que hemos perdido, o sumergirnos profundamente en el anhelo del mañana; olvidarnos por completo de disfrutar el ahora.
Los seres humanos nos la pasamos buscando y buscando, pero no encontramos nada. Todo lo que poseemos, todo el presente se vuelve invisible ante nuestros ojos. Bien podríamos encontrarlo todo en un abrazo, un beso en la mejilla, una sonrisa inesperada de algún desconocido en medio de la calle; un plato de comida caliente, un vaso con agua; un “te quiero” que se afiance a nosotros, un “te amo” que dure lo que tenga que durar.
En estos rincones podríamos encontrar un descanso, podríamos ver con claridad la fortuna que nos da el ahora; mientras todavía nos quede algo de vida en la chistera. No es que dejemos de buscar lo que nos hace falta, es reconocer también lo que sí tenemos, y abrazarlo con fuerza mientras dure, para que al despedirnos, no nos abrume tanto el corazón la idea de no haberlo disfrutado tanto como pudimos.
sf