CRÍTICA DE CINE

El Esquema Fenicio, o cómo Wes Anderson está rompiendo sus maquetas

Igual que Truman Burbank en "The Truman Show", Wes Anderson ya vio la puerta del mundo que ha construido con cada una de sus películas. Falta sabe si saldrá por ahí

De Wes Anderson
El esquema fenicio.De Wes Anderson
Por
Escrito en YO SOI TU el

‘My name is Ozymandias, king of kings:
look on my works, ye Mighty, and despair!’
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away.”

Ozymandias, Percy B Shelley

La obra de Wes Anderson se ha convertido en su propia losa. En su propia piedra que subir por la colina; mientras que el director se esfuerza por seguir un camino autoral y evolutivo, también es consciente de que es esto lo que le valió el poder de realizar casi cualquier producción con cheques en blanco, un cast a capricho y ganancias suficientes para seguir manteniendo su carrera a flote.

Existe también un dejo de egoísmo y vanidad en todo esto que se asume magnificente en el autor. Porque mientras que su obra se engrandece con el tiempo, siendo objeto del fetiche snob de la ‘cinefilia’ y sus curiosos arqueólogos de cartelera dominguera, así como de críticos pueriles y comebocadillos de ruedas de prensa, también la estatua que él mismo se ha construido comienza a mostrar todo su desgaste.

Si "Asteroid City" fue la grieta, "The Phoenician Scheme" es el comienzo del derrumbe. Wes Anderson ya no está construyendo maquetas, ahora se está encerrando en ellas y preguntándose si hay salida. Como Truman cuando encuentra la puerta al final del cielo pintado, el director parece descubrir que la estructura perfecta no solo lo contiene, sino que también lo limita y que afuera no hay respuestas; afuera lo que hay es solo una cámara de eco que le resuena con fuerza en los tímpanos, sobre todo, después de ganar su primer Oscar con "The Wonderful Story of Henry Sugar".

Especial

En esta película, la violencia no es solo literal (hay cuerpos partidos, granadas en cajas de fruta y niños disparando flechas con ballesta), sino formal: cada explosión rompe la simetría con la que Anderson había compuesto su autorretrato por más de dos décadas. La sangre salpica el mármol del estilo, y no siempre se limpia. Por eso "The Phoenician Scheme" es la película más brutal, pero también la más consciente, de su filmografía: un intento de expiación desde dentro del artificio.

Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro) es la caricatura decadente del padre proveedor, el magnate megalómano, el vendedor al borde del colapso. No es difícil verlo como una parodia crepuscular del Willy Loman de Death of a Salesman, cruzado con el Levín de Los hermanos Karamazov: alguien que confunde el deber con el castigo y que lleva décadas sin distinguir el amor del legado. Su fortuna está en ruinas, sus hijos son solo un adorno, su hija lo desconoce, y él aún cree que puede negociar su redención como si fuera un tratado comercial, pero no lo logra. No porque no lo intente, sino porque ya es demasiado tarde para encontrar un acuerdo que cambie el dinero por el tiempo que nunca ocupó para otra cosa que no fuera el tacto seco y rugoso de un billete recién impreso.

En la estructura de la película, Anderson introduce con una torpeza deliberada un juicio divino que recuerda a las reflexiones escénicas de los monólogos de Segismundo en La vida es sueño, donde el personaje se sabe parte de una representación y sin embargo insiste en actuar. Zsa-zsa duda de si tiene agencia o si simplemente está cumpliendo una condena disfrazada de narrativa. Bill Murray aparece como Dios, claro, aunque con la misma solemnidad desencantada que tendría un portero a punto de cerrar. Es ese tribunal celestial el que fractura la narrativa principal, no solo en ritmo, sino en sentido: la historia ya no importa tanto como el examen moral de quien la protagoniza.

Y aun así, Anderson no renuncia a su teatralidad. En Synecdoche, New York, Charlie Kauffman retrata la pérdida de la identidad bajo la obsesión laboral, misma que acaba con todos los lazos de su protagonista, incluido el paternal. En The Phoenician Scheme, Anderson busca que cada escena contenga una representación de sí misma, como si necesitara construir réplicas de emociones porque ya no puede alcanzarlas directamente.

Especial

Los personajes, los escenarios, los conflictos, todo se presenta con la distancia de una obra que se sabe demasiado escrita, incluso en varios diálogos que parecen ser solo una réplica de sí mismos, no como una marca de estilo como lo podía ser en Isle of Dogs o Moonrise Kingdom, sino como una necesidad para el espectador andersoniano. Lo que diferencia a esta película de otras de su filmografía no es la intención, sino la conciencia de su fracaso. Anderson ya no pretende que la forma esconda el fondo; nos muestra que el fondo está herido por la forma misma.

La hija, Liesl, interpretada por Mia Threapleton es el núcleo de esa herida. No porque redima a Zsa-zsa, sino porque no lo necesita. Como la hija que se niega a interpretar el papel que el padre escribió para ella, su simple presencia es un espejo roto. El conflicto no está en si lo perdona, sino en que él jamás entendió qué había que reparar. Ella no es símbolo ni fábula: es la única figura verdaderamente humana en un teatro de simulacros.

El ritmo es una maquinaria implacable. Todo se mueve tan rápido que se desdibuja. Cameos, gags, subtramas, persecuciones: como si se supiera que si se detiene, la ilusión se desmorona, pero el espectador sí se detiene, y en ese espacio entre lo que la película quiere decir y lo que logra mostrar, se abre la sospecha de que el director está atrapado en su propia puesta en escena. ¿Es este un homenaje a American Pastoral (Ewan McGregor, 2016), donde el sueño americano se derrumba desde dentro sin necesidad de enemigos externos? Quizá. Solo que aquí el sueño no era el país, sino el mal llamado y pastiche cine de autor.

La redención, si existe, no llega por la hija ni por el juicio divino. Llega por la renuncia, por el momento en que Zsa-zsa deja de correr tras el negocio y se sienta, por fin, a escuchar. No al mundo, sino al silencio entre tanto decorado, entre tantas maquetas, y entre tantas fórmulas que se superponen a todo lo que se intenta decir; a ese ruido ensordecedor que encandila el ojo como el azúcar que se derrite en los costados de la lengua, con un tibio dulzor que en segundos se esfuma bajo la saliva que diluye y revela su peligrosa necesidad. En ese momento (tarde, breve, sincero) la película deja de ser una representación. Se vuelve confesión.

Especial

Y como en "The Truman Show", cuando el personaje toca el cielo de cartón y lo golpea con el puño, "The Phoenician Scheme" parece decirnos que el autor ha encontrado el borde de su mundo. No sabemos si saldrá por la puerta, pero al menos ya la vio.

Lo que queda después de ese gesto no es una obra redonda ni una película "importante". Es una película rota, de ritmo fallido y secuencias que se anulan entre sí, pero también es una película que asume su imposibilidad. En eso, quizá, radica su rareza: no en lo que logra, sino en lo que deja al descubierto. En ese sentido, es posible que estemos ante el inicio de una nueva etapa de Wes Anderson: menos preciosista, más insegura, más dudosa de sí misma: más humana.

Como Augusto Pérez alzando la voz contra su creador, Wes Anderson también podría estar despidiéndose de su criatura más entrañable: ese reflejo de sí mismo que caminaba por la niebla, dudando si era hombre o personaje, si pensaba por cuenta propia o solo porque alguien lo escribía. Porque quizá, solo quizá, por fin ha entendido que incluso las ideas más libres pueden ser cárceles cuando se creen invencibles. Que hasta el pensamiento, cuando se cree eterno, se convierte en su propia ficción.

Y que no hay redención sin romper el decorado.

ÚNETE A NUESTRO CANAL DE WHATSAPP. EL PODER DE LA INFORMACIÓN EN LA PALMA DE TU MANO

SÍGUENOS EN EL SHOWCASE DE GOOGLE NEWS

Temas