Todas las historias de este planeta se cuentan entre migraciones: de país, de ciudad, de siglo… somos un movimiento constante que siempre termina recayendo en sus dramas, tristezas y traumas, pero también en ese dulzor fresco de los retoños de primavera, o en el calor perenne de un abrazo amoroso en el invierno. Entender esta cualidad móvil de la vida es seguramente el dolor más grande para soportar, porque también es un recordatorio de lo efímera que es la existencia. Toda la vida se nutre del cambio de sus estaciones, y es por eso también que Si la vida te da mandarinas (que tendría una mejor traducción como Me estafaron) es la mejor serie de todo 2025 y, posiblemente, un drama que perdure en un tiempo que se caracteriza por olvidar con más velocidad de la que se vive.
Pese a que toda declaración de que algo es “lo mejor” es una gran farsa, y en el mejor de los casos solo una exageración optimista, es lícito encontrarse con este drama y poder afirmarlo. No solo porque técnicamente cumple con un guion pulcro, dinámico y poderoso; una cinematografía efectivista pero bella, inteligente y adecuada para la dinámica televisiva; o una dirección dotada de un entendimiento total de sus tiempos que es prácticamente imperceptible, sino también porque al verla se siente ese registro del tiempo que solo es capaz de entregarnos lo que, egocéntricamente, solemos llamar obras maestras.
Si la vida te da mandarinas es lo que es porque retrata a esas vidas que se pierden entre el tumulto impaciente de las generaciones; las luces que se apagan a diario en la noche estrellada de una modernidad que nos prometió una vida llena de placeres, solo para darnos la espalda y recordarnos el peso aplastante de existir en cada ampolla en las manos de papá y en cada arruga nueva en la frente de mamá. Este mundo es muy cruel… pero a la vez tan hermoso.
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Primavera: El inicio de lo inevitable
La primavera es la semilla del tiempo, un recordatorio de que todo crecimiento viene con su dosis de incertidumbre. Inspirándose en la tradición de otros dramas coreanos como My Mister (Kim Won-seok, 2018) o Reply 1988 (Lee Woo-jung, 2015), nos introduce en una nostalgia que no busca la complacencia, sino la verdad. Aquí, la juventud no es una promesa de libertad, sino una condena a la responsabilidad. La modernidad se presenta con su rostro más amable, pero debajo de cada flor floreciente hay raíces enredadas en sacrificios y esperanzas marchitas.
El drama abre con la infancia de Oh Aesun en la isla de Jeju, una geografía que, al igual que en Our Blues (Kim Kyoo-tae, 2022), no solo enmarca la historia, sino que la define. La vida insular es dura, rítmica y determinada por los ciclos de la naturaleza. En los primeros episodios, el peso de la herencia materna se presenta en su sentido más literal: las mujeres de la isla han vivido por generaciones como haenyeo, buceadoras que arrancan su sustento del mar con manos curtidas y pulmones de hierro. La madre de Aesun, con el cuerpo marcado por el trabajo y la mirada siempre puesta en la marea, se convierte en un símbolo de la resiliencia femenina, pero también del sacrificio impuesto sobre las mujeres en las sociedades tradicionales.
Este peso de la maternidad en Corea del Sur no es solo un tema narrativo, sino una realidad estructural que el drama explora con crudeza. En una sociedad donde la presión sobre las madres es abrumadora, la figura materna es al mismo tiempo venerada y explotada. En la cultura popular coreana, la madre es retratada a menudo como la fuerza inquebrantable que sostiene a la familia, pero Si la vida te da mandarinas la muestra también como una mujer agotada, atrapada en un ciclo de privaciones.
Lo primero que hereda Aesun de su madre es la pobreza, pero lo segundo es también el dolor y la tristeza de su muerte. La protagonista se sabe incapaz de arrancarse de su realidad aunque su madre se encargó de cegarla amorosamente para darle un espacio en el cual concurrir con un sueño que era también el suyo: vivir sin penas. Ella desea vivir la vida que su madre quería para ella, porque viviendo en la pobreza solo podemos soñar con ella, y acercarnos a todo ello solo ocurre con las generaciones, que van pagando poco a poco la deuda histórica de un mundo que se partió y olvidó sus campos y sus mares para concentrarse en el frío del acero y el asfalto.
Es imposible ver estos episodios sin trazar un paralelismo con la vida de IU, que no deja de seguir enmarcando grandes actuaciones en todos los proyectos que hace, siempre dando pasos adelante en su perfil como actriz, demostrando la seriedad que ha tomado esta faceta de su carrera.
En Broker (Kore-eda, 2022) y en Persona (Yoon Jongshin, 2019) ya interpretó a una mujer joven que carga sobre sus hombros más de lo que le corresponde, pero aquí su actuación se siente profundamente personal. La vida de Lee Jieung siempre sale a cuento cuando hablamos de tragedias, porque contrario a la mayoría de las historias de idols, que están siempre apoyadas por familias con cierto estatus económico y conexiones políticas suficientes, su historia real está marcada por una infancia de carencias y dificultades. Eso impregna su personaje con una autenticidad que pocos actores podrían lograr. No es solo la historia de su personaje; es, en cierto sentido, la suya propia. La serie encuentra en lo particular lo universal: la historia de una niña en Jeju es la historia de tantas mujeres que han crecido sabiendo que el mundo espera demasiado de ellas.
La pobreza no es solo un telón de fondo para la historia personal; es también un espejo de la historia nacional. En los años posteriores al fin de la colonización japonesa, Corea del Sur estaba lejos de ser la potencia económica que es hoy. La pobreza extrema, la dependencia de la ayuda extranjera y la reconstrucción traumática del país tras la guerra son el contexto en el que crecen los personajes.
En estos episodios, la pobreza se siente no solo en la escasez material, sino en la imposibilidad de soñar con algo más. En la forma en que los niños aprenden desde temprano que su destino no les pertenece. Como en Roma de Alfonso Cuarón, la cámara observa con detenimiento los pequeños detalles de la precariedad: el desgaste de las manos, los zapatos con suelas gastadas, los rostros endurecidos demasiado pronto. Son estampas dolorosas, pero también no son más que la realidad de las que solo cobramos consciencia cuando empezamos a coleccionarlas: la suela gastada de los zapatos de la abuela, la puerta que rechina y nunca se arregló, el auto que se aferró a la familia con miles de reparaciones, la cartera desgastada y llena de pliegues de papá…
Bourdieu decía que los habitus se heredan, y Si la vida te da mandarinas lo demuestra con cada escena en la que los personajes buscan, sin éxito, escapar del molde que generaciones pasadas ya delinearon para ellos. En el primer volumen, vemos cómo el destino de cada personaje parece estar marcado mucho antes de que puedan siquiera comprenderlo. La primavera, más que un inicio prometedor, es un recordatorio de que incluso los comienzos llevan consigo la sombra de lo inevitable, y aún así, la vida siempre las arregla para saber que la tempestad también se forma de días soleados.
Verano: El espejismo del amor y la pertenencia
Si la primavera es la promesa, el verano es la gran mentira de la satisfacción. Aquí, el drama se vuelve una exploración de la búsqueda del amor y la conexión, como en Something in the Rain o One Spring Night, donde el romance no es un refugio, sino otra forma de pérdida. La serie nos recuerda que el amor en la juventud es siempre un juego de sombras: la ilusión de una vida mejor, la trampa de un escape que nunca llega.
Sin embargo, en este verano de la historia, el amor no es solo el amor romántico: es también el amor de los padres a sus hijos, el amor como única red de seguridad en tiempos de precariedad, el amor que se aferra desesperadamente a la vida en un mundo que parece determinado a arrebatarle.
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Durante los años 50, Corea del Sur aún vivía las secuelas de la guerra, con familias rotas, pobreza extrema y una mortalidad infantil devastadora. Era común que los niños murieran antes de los cinco años por enfermedades prevenibles, por la falta de acceso a una atención médica adecuada o simplemente porque la pobreza no perdona. Este es también es la razón de por qué existe la tradición de celebrar los primeros 10 años de cualquier relación, pues los recuerdos más vivos de la gente que formó la Corea que ahora conocemos están manchados del dolor de las infancias que, con suerte, llegarían a los 100 días de vida.
La serie, sin ser condescendiente ni melodramática, captura ese dolor con una crudeza que se siente en cada despedida, Aesun y Gwan Sik pierden a su hijo frente a sus propios ojos. El mar, que siempre ha sido el sustento de las familias de Jeju, es también el que les arrebata todo: le quitó a su madre, le quitó la oportunidad de estudiar y ahora también le quitaba un hijo. El Dios Dragón, la superstición de los marineros coreanos, es un ser implacable que provee alimentos a cambio de sus propias vidas.
La figura de los padres es una que siempre puede ser debatible. Aunque es cierto que a nadie se le enseña ello, las paternidades y maternidades de la formación del mundo moderno tuvieron que mutar tal cual lo hicieron las ciudades. El avance de la supuesta sociedad civilizada de las urbes no llegó hasta mucho después a las cientas de hectáreas de quienes aún tenían que pelear con el verano con la escasez, las lluvias y los tifones.
La distancia de Aesun y Gwan Sik con la muerte de su hijo menor es la muestra de la implacable naturaleza, del suave suspiro que termina siendo la vida. La madre que se queda sola en casa mirando la ropa de su hijo fallecido, el padre que entierra su dolor en el trabajo para no enfrentar el vacío, los hermanos que crecen con un dolor y una culpa enterrada debajo de las uñas. La muerte no es un evento excepcional, sino una presencia cotidiana que todos aprenden a sobrellevar de una forma u otra.
Y en medio de esa fragilidad, el amor es lo único que queda. No un amor idealizado, sino un amor hecho de gestos pequeños: compartir el último cuenco de arroz, dar regalos a escondidas, sostener la mano de un niño herido hasta que el dolor ceda… o hasta que deje de respirar. En tiempos de hambre y desesperanza, el amor se convierte en la única certeza, el último y único resquicio de humanidad que se nos orilla a tener. No hay garantías de un futuro mejor, pero hay abrazos que sostienen, hay caricias que consuelan, hay familias que, aún en la miseria, encuentran en el amor la única riqueza que realmente les pertenece.
El verano trae consigo el cambio. Es una transición que trae consigo las lluvias que nos darán los frutos del invierno, pero también los tifones que se llevan los barcos repletos de sueños, amores y nombres que se inscriben en una piedra cuando se pierden en las escamas del Rey Dragón.
Ante la dureza de una vida que nos tiene en círculos constantemente y que nos niega dar pasos hacia adelante, el amor es más bien un ancla en el mar tormentoso. En un mundo donde todo lo demás se puede perder, amar es el último acto de resistencia. El drama de Gwan Sik y Aesun pasa de ser solo una historia de romance, para hablar del amor en todas sus formas: el que se da sin esperar nada a cambio, el que sobrevive incluso cuando la vida se desmorona, el que se aferra a la existencia porque, en tiempos difíciles, amar es lo único que nos queda.
Otoño: La familia como promesa y condena
Con la caída de las hojas, llega el peso de la adultez. La familia, ese ancla que sostiene y ahoga al mismo tiempo, es el centro del tercer volumen. Los hijos de Aesun y Gwan Sik crecieron e incluso IU toma el papel de su hija para hacer aún más notorio el paso del tiempo y la herencia que pasó de su abuela a su madre y ahora ella carga como una responsabilidad y una condena.
Como en My Unfamiliar Family (Kwon Young-il, 2020) el guion explora la manera en que la sangre une, pero también sofoca. Si la vida te da mandarinas recuerda mucho a Yi Yi (Edward Yang, 2000), donde la cámara observa en silencio cómo las dinámicas familiares se desploman sin grandes estallidos, sino con la sutil erosión del tiempo. El crecimiento de los hijos, las mudanzas, la adaptación a la modernidad y la verdadera notoriedad del cambio del mundo.
La adultez se siente, sobre todo, en la manera en que todo lo que una vez fue vigoroso comienza a marchitarse. Las hojas caen y se quiebran en el suelo. Lo que antes era brioso comienza a ser un girón de sí mismo. Las casas familiares se llenan de grietas, los muebles envejecen junto con sus dueños y las voces de los padres, que antes sonaban firmes e imponentes, se vuelven pausadas, cargadas de cansancio.
Es la etapa en la que los hijos, que alguna vez creyeron que sus padres eran inquebrantables, empiezan a notar su fragilidad. Geum myeong es cada vez más consciente de sus padres, pero también de que la vida que ellos forjaron para ella irremediablemente la alejará del nido que construyeron con dolor y esperanzas que, tal vez, nunca llegaron. Es cuando ella, como hija entiende que el tiempo no solo se lleva los años, sino también las certezas.
El progreso llega, pero con él también la distancia. En los años 80 y 90, Corea del Sur se transformó en una potencia económica y tecnológica, un país que pasó de la precariedad a la modernidad con una rapidez vertiginosa. Las ciudades crecieron, las industrias florecieron y, con ello, las familias se dispersaron. La promesa del progreso nos obliga a migrar, porque solo quienes son dueños de su destino pueden decidir permanecer.
Lo que antes era una convivencia ineludible bajo un mismo techo, se convirtió en llamadas telefónicas cada vez más breves, en visitas que se espacian hasta reducirse a festividades obligadas. Padres que antes conocían cada detalle de la vida de sus hijos ahora solo reciben fragmentos: un "estoy bien" en un mensaje de texto, una fotografía enviada con prisa, una voz distante al otro lado de la línea.
Pero aunque el mundo se amplía y la vida familiar se llena de turbulencias, la casa de los padres sigue siendo un nido al que, en muchas ocasiones, se vuelve. Después de fracasos laborales, de matrimonios que no funcionan, de sueños que no se cumplen, los hijos regresan, aunque sea solo por un momento, buscando el consuelo de un hogar que tal vez ya no les pertenece del todo, pero que nunca dejó de esperarlos. Este regreso no es idealizado ni dulce; está cargado de culpa, de resentimiento, de la sensación de que, aunque el hogar sigue ahí, volver nunca es lo mismo. Los hijos siempre heredan las culpas de los padres y sobresalir también se vuelve una de ellas. El cambio duele y cobijarse en cómo eran las cosas nos teletransporta al lugar donde deberíamos estar… el problema es que ya no lo es.
La crisis del FMI de 1998 y el rescate financiero marcan esta temporada, dejando a los coreanos en una encrucijada entre el sueño del capitalismo y la brutalidad de la deuda. La estabilidad que creían haber alcanzado se revela frágil, y la promesa de una vida mejor se convierte en una lucha constante contra la incertidumbre. En un terreno existencialista, la serie nos muestra que la familia no es un refugio en sí misma, sino una absurda circunstancia en la que nos toca vivir. Y, sin embargo, la necesidad de encontrar sentido en esa absurda existencia los mantiene atados a ella. A veces por amor, a veces por costumbre, a veces simplemente porque no hay otro lugar al que pertenecer.
Invierno: El eco de lo que fue y lo que será
El invierno de nuestras vidas no es un ocaso. El final de las cosas, de la vida, hasta de las series, solo es la reconfirmación de que todo es parte de la gran maquinaria que es la vida, que no le interesamos en lo más mismo, sencillamente sucede. En esta temporada, el frío no es solo climático, sino existencial: el momento en que enfrentamos la verdad de que nada es eterno, ni la juventud, ni el amor, ni la familia tal como la conocieron.
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La historia de Aesun y Gwan Sik se cierra con una tragedia más, una de la que ya no hay amor que los salve. Su esposo, su primer amor, el que desafió al mar para darle una vida sin dolores, se encamina hacia la muerte; una muerte que también es moderna y que tiene las bondades de la ciencia médica, pero también el dolor de poder ver la despedida en cámara lenta, a través de cristales templados y trajes antisépticos. La verdad más cruel es que mientras más nos acercamos a la primavera de nuestras vidas, nuestros padres y madres cubren sus cabellos con la nieve de su invierno personal.
Las hojas ya cayeron, los campos están desnudos y el suelo endurecido por la escarcha. Todo lo que floreció en primavera y maduró en verano ahora se marchita, y, sin dramatismo pero con una sutil melancolía, vemos cómo la vida sigue su curso, sin detenerse por nadie. Pero el invierno no es solo la muerte: es también la cosecha, el momento en que se recogen los frutos de todo lo sembrado antes. En Corea del Sur, el auge económico tras la crisis del FMI trajo consigo la promesa de una vida mejor para muchos, pero también confirmó que el progreso no alcanza a todos por igual. La modernización y la globalización transformaron el país en una potencia tecnológica, pero en los márgenes de esa prosperidad quedó la gente que nunca pudo escapar de la precariedad.
Si la vida te da mandarinas no cae en la trampa de la meritocracia: sabe que no todos los que trabajan duro logran mejorar sus condiciones, porque los traumas heredados, la pobreza estructural y las desigualdades acumuladas pesan más que cualquier esfuerzo individual. Algunas familias lograron cambiar su destino en una sola generación, pero otras siguen atrapadas en el mismo ciclo de dificultades. En este invierno, la serie nos muestra ambas caras de la moneda: quienes han conseguido estabilidad después de años de lucha y quienes siguen enfrentando el peso de un futuro incierto. La vida, como la historia, no avanza en línea recta, sino en espirales.
El Mundial Corea-Japón 2002 y el gran boom empresarial coreano aparecen como telón de fondo, símbolos de un país que se reinventa constantemente. Aesun consigue ver a su familia lograr lo que, llorando la muerte de su madre a los 10 años, o resistiendo en las calles de Busan con Gwan Sik nunca se imaginó. La última secuencia del drama nos deja claro que el tiempo sigue y la vida también, con o sin nosotros. En el final, o en sus finales repetidos y resentidos durante años, no podemos hacer más que tatuarnos los recuerdos en el pecho, asirnos a ellos y hacer algo que, cuando no naces con el apellido adecuado, parece que tenemos negado por estamento: disfrutar.
Si la vida te da mandarinas es, al final, una obra sobre lo inevitable. Sobre la forma en que todos estamos atrapados en un ciclo de esperanzas y desencantos, de encuentros y despedidas, de primaveras y de inviernos. Una historia que es de Aesun, Gwan Sik y su familia, pero que es en el fondo también la nuestra.
