La gran gracia de Bob Dylan ha sido que siempre está en su música, o mejor dicho, que no está ahí. La leyenda del gran poeta cínico de Minnesota se tiñe de sus grandes ausencias, de su sombra siempre presente pero nunca existente. De ser ese padre incompetente que acompañó y formó el siglo XX, pero de quien se sabe más bien nada. Para quienes tenemos gusto (u obsesión) por Robert Allen Zimmerman, la pregunta que más ronda no deja de ser: ¿quién es Bob Dylan?
Y sí, tal cual lo dice el título de la cinta, una de las grandes ambiciones de Dylan es ser un completo desconocido: ese ente extraño y ambiguo que cambia constantemente de piel e identidad; transformarse en alguien condenado a la libertad.
Pese al intento de capturar esa sombra difusa, James Mangold más bien termina capturando una impresión fría, sin alma y completamente pasiva de un personaje que es casi tan importante como su música. "A Complete Unknown" es una fotografía de paparazzi, fría, sin alma, ajena y distante, en vez de un retrato fino, personal y profundo.
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Mangold es también autor de otras biopics como "Walk the Line" (sobre Johnny Cash), "Girl, Interrupted" (sobre Susanna Kaysen) y "Ford v Ferrari" (sobre Carroll Shelby y Ken Miles). Es, en buena medida, el culpable de que en los últimos 20 años hayamos tenido un sinfín de películas de este corte, con el estilo y la marca de un director que supo cómo combinar el drama histórico y tomarse las licencias suficientes para hacerlas pasar por Hollywood como parte del mapa emocional de un país que ama las historias de superación de quienes pisotea.
Para lograr esto, requiere deshumanizar a sus personajes, hacerlos una suerte de parodia, despojarlos de rasgos que son importantes para sus identidades pero no para las narrativas que una película exige. Y en el caso de Bob Dylan, un personaje tan complejo como prismático, despojarlo de sus implicaciones es también quitarle lo que lo hace él mismo.
"A Complete Unknown", por el bien de su trama y por no incomodar a su audiencia, decidió seguir la fórmula Mangold, quien, para no dejar de ser uno de los directores mejor arropados por los estudios estadounidenses, prefiere no arriesgar nada en lo más mínimo. De esta forma, buscó a Timothée Chalamet, a quien no podemos achacarle ser un mal actor, pero sí que terminó consumido por un personaje que no lo reta en lo más mínimo.
Desde lo pobre de la dirección para buscar un mejor parecido más allá de la gesticulación hasta la reducción de su pensamiento político y su papel durante las protestas de la Guerra Fría, el pequeño Timmy solo brilla cuando hay números musicales, que, por supuesto, no pueden ser un mérito del director, sino nuevamente una gran muestra de lo que significa y representa la leyenda de Dylan, y el gran trabajo del actor para reconstruir el carácter interpretativo de su personaje.
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Esa misma falta de esencia se traslada a todo lo que hay en la película, que nunca quiere mostrar de más, que siempre se nutre de su propia idea de lo que es Bob Dylan y de lo que fueron los tiempos que vivió, como si el auge del folk hubiera sido por generación espontánea, gracias a la existencia de un cantautor lo suficientemente grandilocuente como para convencer a la tradicional y costumbrista sociedad norteamericana de voltear a ver lo que su herencia maldita, genocida y colonialista, le hizo al mundo.
Porque no fue así. Porque la crisis de los misiles no fue solo una noche de emergencia y miedo. Porque la guerra de Vietnam no fue solo una protesta en Washington. Porque el asesinato de Malcolm X no fue solo una mención fugaz. Y porque las canciones de Bob Dylan sobre el mundo y sus consecuencias no son solo canciones y ya.
Todd Haynes, otro director que intentó capturar la esencia del cantautor en la maravillosa y experimental "I’m Not There", lo explicó de esta manera:
“[Él] es como una llama. Si intentas sostenerlo con la mano, te quemarás”. Para poder retratar —o intentar hacerlo— su vida, se sirvió de esa misma idea prismática, confiriendo diferentes personalidades e identidades a las distintas facetas de Dylan, que fueron representadas con personajes tan diversos como lo ha sido su carrera. Antes de querer entender a Bob Dylan como un todo, trató de entablar una conversación con sus cambios, con sus formas de ser y sus implicaciones; buscó comprometerse con la dura condena que es querer ser libre, dejarla flotar en el aire para encender esa llama y verla arder con aún más fuerza.
Es claro que el cine de cintas biográficas es complicado, porque no debe caer en el terreno del documental, pero tampoco en el de la ficción. O al menos eso es lo que parece. Pero, ¿qué historia no es ficción una vez que es contada? La falsa idea que el documental nos ha vendido como una pieza de no ficción (sea lo que sea que eso signifique) es una que solo nos contamos a nosotros mismos para ver a este formato como algo más cercano al registro histórico y no como parte de la gran maquinaria ideológica que termina siendo una industria como el cine.
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En medio de tensiones políticas, geográficas y económicas, y en un auge claro y rotundo de la ultraderecha en el mundo —sobre todo en Estados Unidos—, parece que la narrativa de Bob Dylan vuelve a ser relevante, pero solo está siendo vista como un aspecto lejano del mundo. Como si con el muro de Berlín hubieran caído las ideas fascistas en vez de solo toneladas de concreto.
La pasividad de Mangold y la caricatura del Bob Dylan de Timothée Chalamet son también la muestra de cómo se cuentan las ficciones en Hollywood, que están más cerca de "Emilia Pérez" que de los migrantes, y también mucho más cerca de Milli Vanilli que de Robert Allen Zimmerman.
También es una muestra de mediocridad de una industria que quiere recontar constantemente historias de una forma única, reduciendo sus prismas a solo luces difusas, blancas o negras, que nunca acaban por encontrarse. Tenemos ejemplos de sobra, como el reduccionismo cursi de Amy Winehouse en "Back to Black" (Sam Taylor-Johnson, 2024), la cúspide de la simulación y lo mediocre en "Bohemian Rhapsody" (Bryan Singer, 2018), lo estéril de "Walk the Line" (Mangold, 2005) y muchas más.
¿A dónde nos llevan estas historias? O, mejor aún, ¿a dónde es que nos quieren llevar? El beneficio intrínseco de acomodar y modificar los mitos de la resistencia al status quo sucede siempre a su debido tiempo, ya sea con el rostro del Che Guevara impreso en playeras confeccionadas en una fábrica con trabajo esclavo en algún país del sudeste asiático o con películas de símbolos de la protesta proyectándose entre anuncios de la gran industria corporativa.
Si este es el retrato más claro que Hollywood puede hacer de Bob Dylan, es evidente que está demasiado lejos de él. Pero también es claro que nadie podría hacerlo, o al menos intentarlo, sin quemarse un poco. Lo risible del intento de Mangold es solamente su burda y torpe caricatura family-friendly de un personaje que lleva por símbolo lo problemático, lo confuso, la revolución en sí misma. Alguien que no existe. Alguien que no puede ser reducido ni descrito, pero del que la historia parece que ya está escrita (para algunos).
Pero, aun así, la pregunta persiste: ¿quién es Bob Dylan?
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