RESEÑA DE SIN QUERER QUERIENDO

"Sin Querer Queriendo": Chespirito, el falso de genio de la tierra de los tontos

Michel Foucaut, Susan Sontag y Theodor Adorno nos ayudan a entender mejor la verdadera naturaleza de este fenómeno llamado "El Chavo"

Personaje y empresa estuvieron juntos durante medio siglo
Chespirito y Televisa.Personaje y empresa estuvieron juntos durante medio sigloCréditos: Cuartosocuro
Por
Escrito en YO SOI TU el

¿Qué significa realmente ser un “genio”? ¿Es acaso lograr un mérito nunca antes visto? ¿Es dominar lo que a todos les cuesta? ¿O será esa aura grandilocuente que da estar en el gran reflector? La pregunta puede extenderse, pero lo que es claro es que durante ocho capítulos Chespirito: Sin querer queriendo intentó convencerme de que Roberto Gómez Bolaños era uno de aquellos seres iluminados, cuando su trabajo y todo lo que hizo dista completamente de lo que podemos entender por genialidad.

Roberto Gómez Bolaños, más que un genio o un artista, fue un obrero al servicio de una maquinaria ideológica. El rostro amable de una industria mediática que encontró en él un bufón perfecto para la estabilidad emocional de un país herido.

Sus personajes no incomodaban, no cuestionaban, no reflexionaban, ni siquiera pensaban. Por el contrario, repetían, caricaturizaban, eternizaban y hasta estigmatizaban. A través del Chavo, el Chapulín, el Doctor Chapatín, Don Ramón o el Profesor Jirafales, la televisión encontró una forma de envasar el dolor de las clases populares en episodios repetitivos, refritos cada uno del anterior y premonición del posterior, donde todo termina con un golpe, una frase y una risa enlatada.

Theodor Adorno explica que “el entretenimiento es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío” y Chespirito fue eso: una extensión anestesiada del dolor social. Su risa no liberaba el peso del grillete moderno que es la corbata, solo amortiguaba el peso del dolor y la comezón que queda al bajar del metro entre sudor y golpes de rencor accidental. Era la cortina de humo perfecta para no mirar el incendio de fondo. La vecindad del Chavo no era una denuncia de la pobreza, era su glorificación a través del candor. La miseria convertida en postal turística, en loop eterno de ternura, en coreografía domesticada de la precariedad.

TE RECOMENDAMOS: Netflix: Estas son las películas y series que llegan a la plataforma en agosto del 2025

En los años sesenta y setenta, mientras América Latina ardía entre dictaduras, desigualdad, movimientos guerrilleros y represión sistemática, Chespirito se convirtió en el emblema televisivo del “humor blanco”. Un término equívoco, casi cínico, que se usó para decir que no había groserías… pero que omitía convenientemente toda la violencia simbólica que contenía, porque en el universo de Bolaños, los adultos golpeaban a los niños sin consecuencias, los niños resolvían los conflictos a gritos, la educación era ridiculizada, la pobreza era pintoresca y la violencia, finalmente, chistosa.

La vecindad del Chavo

Por otro lado, Michel Foucault, en la ya refrita y hasta caricaturizada idea del panóptico, asegura que “el poder se ejerce más eficazmente cuando no se nota”. Chespirito lo encarnó con precisión. Sus personajes no hablaban de política, pero eran profundamente políticos en su forma de reproducir los valores dominantes: respeto ciego a la autoridad, infantilización de la pobreza, fetichización del orden escolar, romanticismo de la ignorancia. Todo eso bajo el barniz de lo familiar, lo entrañable, lo inofensivo. Un humor blanco para un mundo oscuro y manchado. 

TE PUEDE INTERESAR: La desconocida película de Will Smith sobre el tiroteo en NY, la polémica con la NFL y la enfermedad ETC

Televisa: fábrica de los sueños rotos

Para comprender a Chespirito no basta con analizar su guión o su timing cómico (que dicha sea la verdad, siempre fue su gran virtud). Hay que entender su relación simbiótica con Televisa. El imperio televisivo fundado por Emilio Azcárraga Milmo (quien se definía a sí mismo como “un soldado del PRI”) encontró en Bolaños a su aliado más rentable. La comedia de Chespirito era la estrategia perfecta para lo que Pierre Bourdieu llamaría “reproducción simbólica”: una forma de mantener intacta la estructura social sin necesidad de recurrir a la represión directa.

Mientras en las calles ocurría la Guerra Sucia, la matanza del 68 o el halconazo, aún era una herida abierta y el país entero se desmoronaba entre devaluaciones y corrupción, en la televisión todo seguía igual: el Chavo comía una torta de jamón, el Chapulín resolvía con torpeza otra injusticia, la Chilindrina lloraba en loop, Don Ramón seguía debiendo 14 meses de renta y Televisa seguía ocultando bajo la alfombra chespiriana toda la mugre.

Chespirito fue, en ese sentido, el rostro amable de una maquinaria ideológica brutal. Un aparato de Estado informal que ayudó a construir lo que Jesús Martín-Barbero llamó “la modernidad mediática latinoamericana”: una mezcla de melodrama, pobreza representada y risa fácil, diseñada para no pensar, solo consumir.

A diferencia de otros cómicos latinoamericanos que convirtieron el humor en un arma de crítica social (como Guillermo Cabrera Infante en Cuba, Les Luthiers en Argentina o Héctor Suárez en México), Chespirito nunca incomodó. Era una comedia conservadora por naturaleza, repetitiva hasta el hastío, perfectamente alineada con los valores del establishment. No había sátira, ni doble fondo, ni ironía subversiva. Solo gags coreografiados, frases repetidas hasta el cansancio, y un sistema de personajes intercambiables cuyo único objetivo era evitar el conflicto real.

Susan Sontag decía que “la repetición vuelve inocuo al símbolo” y eso fue el Chavo para la pobreza que siempre ponía en primer plano, que se repetía hasta volverse entrañable. Una forma de vaciarla de urgencia, de crítica, de historia. No es coincidencia que jamás haya un episodio sobre por qué el Chavo vive en un barril, ni una mención a los orígenes de su orfandad. Lo importante no era el contexto, sino la neutralización y eso, justamente, es lo que hace que la obra de Chespirito envejezca mal. No porque no sea graciosa, sino porque ya no puede sostenerse sin el andamiaje ideológico que la hacía pasar como tal.

 

El sastre del traje nuevo del rey

La docuserie que busca reivindicar a Bolaños lo presenta como un “genio incomprendido”, alguien que rechazaba la genialidad pero esta siempre lo alcanzaba, pero ese es el truco del siglo XXI, al redefinir la genialidad como éxito comercial, como masividad, como repetición, como recuerdo de una petulante y absurda nostalgia. Bolaños no fue un genio, fue un fenómeno como lo es cualquier producto cultural diseñado para el consumo masivo y la nula reflexión. No hay innovación en lo que repite. No hay riesgo en lo que nunca se atreve a nombrar el dolor.

Sin embargo, ahí sigue, reproducido hasta el cansancio, tatuado en las nostalgias de millones, canonizado por la industria cultural como el “Chaplin latinoamericano”, cuando lo único que tenían en común era la estatura; Chaplin incomodaba; Cantinflas jugaba con el sinsentido político y las barreras del lenguaje; pero Chespirito no hacía nada, solo decoraba la precariedad. El mito borra la historia, vacía el lenguaje, naturaliza lo cultural y lo deja inocuo, como un tótem de papel que se deshace con el puro peso de su existencia. Chespirito fue el gran mito televisivo de un México que aprendió a reír con lo que debería haberle despertado una furia revolucionaria.

La pregunta, entonces, no es si Chespirito fue un genio. La pregunta es: ¿por qué se insiste en creer que lo fue?

Tal vez porque aceptar lo contrario implicaría admitir que crecimos riendo de un chiste amargo. Que la ternura que nos salvaba de niños era en realidad una forma más de anestesia, que lo que parecía inocente era parte de un engranaje mucho más grande, diseñado para que jamás preguntáramos por qué el Chavo se escondía en la oscuridad del fondo de un barril… ni por qué México entero, tantas veces, también.