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K-Pop Demon Hunters: monas chinas para sobrevivir al fin del mundo

¿Qué hay detrás de la pelicula de Netflix "K-Pop Demon Hunters"? Esta es la filosofía que se puede leer en esta elegía animada donde el idol sustituye a la figura clásica del héroe

KPop Demon Hunters.Créditos: Netflix
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Dentro del mundo del Kpop existen muchas teorías raras y hasta imposibles, como que existen programas genéticos para clonar idols, que algunas son robots, o fugitivos del régimen norcoreano. Entre eso y las muchas cosas que Daisy de Momoland sacó a la luz, ahora tenemos una historia donde los girl groups son cazadores de demonios y los boy groups… los demonios.

Pero antes de que el primero de estos aparezca en pantalla, antes de que un solo beat resuene en tu cráneo, K-Pop Demon Hunters ya se ha colocado en una posición estética que es también una declaración cultural. La premisa puede parecer absurda: tres idols de Kpop enfrentan una invasión demoníaca que amenaza con destruir la felicidad y la energía de los fans, pero lo que está en juego en esta película animada no es una lucha entre el bien y el mal, sino la representación de una batalla mucho más silenciosa y cotidiana: la que se libra entre el deseo de vivir y el colapso de la realidad.

La película, producida por Sony Animation en conjunto con un cast y crew de la diáspora coreana en occidente, se inscribe en la estética del exceso, del brillo, de la acumulación. Sus protagonistas son Rumi, Mira y Zoey, las integrantes de Huntrix, el girl grupo de Kpop más importante del momento, y en buena medida, una representación de Jihyo, Jeongyeon y Chaeyoung de TWICE. Ellas no son simples personajes, son superficies de proyección emocional, núcleos móviles de afecto encapsulado, diseñados para vibrar con precisión sobre los sentidos de una audiencia global que ya no busca historias, sino estímulos.

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Sin embargo, en medio de todo ese artificio visual, lo que emerge no es una carcasa vacía que refleje el sino de una época que se ha avocado por la autodestrucción de todos los símbolos. Lo que encontramos es más bien una forma ritual del consuelo; un refugio que ya no está asentado en la realidad o en lo concreto, que se ha ido desgastando con las crisis, las guerras y el avance inequívoco de la destrucción humana. Este nuevo nida, en cambio, se sitúa en la intensidad y en la experiencia de vivirlo, porque si de algo puede estar segura esta generación, es que no son dueños de nada, más que de lo que siente, porque como diría mi tatarabuela, sin falta de razón, ya no tenemos ni dónde caernos muertas.

Desde hace dos décadas, el K-pop ha dejado de ser un fenómeno regional para convertirse en uno de los motores de la expansión cultural más eficientes del siglo XXI. La fórmula de esta conquista no ha sido la espontaneidad, sino la sistematización. Como explicó Lee Soo Man, fundador de SM Entertainment y principal ideólogo de la tecnología cultural, el éxito de Corea del Sur en la exportación de sus productos culturales no es casual, es producto de una ingeniería emocional, estética y narrativa cuidadosamente calibrada para cruzar fronteras sin traducirse.

“Cada país tiene su propia emoción, pero el lenguaje de la emoción es universal si se ejecuta con precisión artística”, afirmó el fundador de la SM en una conferencia para Stanford en 2011. Y K-Pop Demon Hunters es justamente eso, una ejecución artística que prescinde del contexto para operar directamente sobre el afecto. Es la exportación no de una cultura, sino de una sensibilidad.

La película bebe de múltiples códigos visuales y narrativos de Asia, que van desde el manhwa hasta la industria de anime shonen, llegando por supuesto hasta los grupos de kpop modernos, que se proyectan no como artistas, sino como universos emocionales y los adapta para una audiencia global acostumbrada a consumir sin fricción, sin pausa, sin necesidad de comprender del todo. Lo importante no es el símbolo, sino su intensidad.

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¿Y si el demonio es nuestro propio consumo?

En el universo de la película, el mundo está protegido por una barrera mágica conocida como el Honmoon, que se mantiene activa no por medios militares, ni tampoco mediante pactos mágicos tradicionales, sino por la energía emocional de los fans. Así, lo que amenaza a la humanidad no es el demonio en sí, sino la posibilidad de que desaparezca el deseo, de que se extinga el entusiasmo, de que los afectos se desactiven.

Este gesto narrativo, en apariencia trivial, da lugar a una de las metáforas más potentes del cine animado reciente: la salvación del mundo depende de la estructura parasocial. Porque el amor, al igual que muchas otras realidades del mundo pasado, se experimenta también a la distancia. En esta lógica, como escribe Eva Illouz en Por qué duele el amor, el afecto en la modernidad ya no es una experiencia compartida, sino una transacción emocional mediada por el espectáculo.

Huntrix no son solo idols, son interfaces de conexión afectiva. No tienen biografía, tienen lore. No tienen personalidad, tienen diseño emocional. Sus poderes provienen, literalmente, de la intensidad con la que otros, que no las conocen y que nunca conocerán, las miran, las siguen, las gritan y las aman.

En su ensayo La sociedad del cansancio, el filósofo coreano Byung-Chul Han, sostiene que la positividad excesiva de la cultura actual y su necesidad de estímulo permanente, de auto optimización, de productividad emocional, ha sustituido el conflicto por el agotamiento. Ya no estamos enfermos del alma, sino sobreexpuestos a un deseo que no descansa. En ese sentido, K-Pop Demon Hunters podría leerse como una liturgia visual de resistencia: un intento por convertir esa sobrecarga en forma, en ritmo, en baile.

Lo que la película propone, sin decirlo, es una transubstanciación del colapso. Los demonios, figuras sobrenaturales con intenciones de absorber el fanatismo, no son metáforas del mal, sino representaciones estilizadas de la ansiedad, del burnout, del colapso afectivo que se produce cuando ya nada emociona. Son entidades que no quieren destruir el mundo; solo desean que deje de importar.

Y ante eso, la única respuesta posible, la única forma de actuar, es el performance, porque chicas, hay que demostrar nuestro talento. El acto de seguir bailando, aunque el mundo arda, de lanzar un nuevo sencillo aunque el apocalipsis esté a la vuelta de la esquina bronceado como un Cheeto. La historia no gira en torno a derrotar al enemigo, sino en mantener viva la posibilidad de desear algo.

Quizá lo más perturbador de la película sea lo que no dice. Que en este nuevo orden emocional, lo más cercano a una figura divina ya no es el héroe clásico ni el líder político, sino el idol. Que no tiene virtudes en sí, sino que tiene una oscuridad inexistente. Son personajes que al ser iluminados por las luces de un escenario son perfectos. Son deidades sin panteón y ángeles sin cielo. La ubicuidad que las recubre es también la capacidad que tienen para reflejar las carencias que están dentro de nuestro cansancio.

La cultura pop, entonces, no es un escape, sino un campo de batalla donde se negocia a diario el sentido de estar vivos. La risa cómplice ante una referencia a los tropos del anime, el asombro visual ante una escena de combate coreografiado, la identificación emocional con una idol que nunca ha pisado el mundo real: todos esos gestos son formas mínimas, pero reales, de redención.

Demon Hunters

Kpop Demon Hunters no es una película sobre música, ni sobre demonios, ni siquiera sobre el kpop como tal. Es una película sobre el poder simbólico de lo artificial. Es una elegía animada a los afectos manufacturados, una oración pop a las imágenes que nos mantienen de pie.

Porque en un mundo donde la realidad se deshace al tacto, solo el mito permanece porque todo lo sólido se desvanece en el aire. Y si ese mito viene en forma de idol de cabello rosa que con su voz puede curar lo que rompió el mundo… que así sea porque yo le rezo.

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