ADELANTOS EDITORIALES

La cocinera de Frida • Florencia Etcheves

Una poderosa historia sobre la amistad, la fuerza de la sangre y el poder del arte.

Escrito en OPINIÓN el

Una poderosa historia sobre la amistad, la fuerza de la sangre y el poder del arte, que tiene como corazón la figura de la artista mexicana más famosa de todos los tiempos: Frida Kahlo.

Nayeli, una joven tehuana que ha huido de su hogar, llega a la ciudad de México desamparada. Gracias a sus maravillosos dotes en la cocina encuentra un lugar en la Casa Azul, donde Frida Kahlo vive prácticamente aislada desde el fatal accidente que la dejó paralítica. Entre sabores, aromas y colores, la pintora y su nueva cocinera inician una amistad que marca profundamente el destino de ambas. Muchos años después en Buenos Aires, donde Nayeli se asentó e hizo una familia tras la muerte de Frida, la nieta de ésta descubre un secreto que puede cambiarle la vida: la existencia de un misterioso cuadro donde su abuela es la protagonista, pero cuyo autor se desconoce.

Florencia Etcheves ha conseguido recrear el lado más humano de Frida Kahlo, al mismo tiempo que traza una poderosa novela donde las intrigas, los amores y las envidias tejen una entrañable historia de amistad y lealtad entre dos mujeres unidas por el destino.

Fragmento del libro “La cocinera de Frida” de Florencia Etcheves (Planeta). Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Florencia Etcheves es una periodista, escritora y presentadora de noticias especializada en casos policiales. Es una de las caras más conocidas del canal Todo Noticias, perteneciente al grupo Clarín, en el que comenzó en 1995 y en el cual ha permanecido hasta febrero de 2018.

La cocinera de Frida | Florencia Etcheves

#AdelantosEditoriales

 

1

Buenos Aires, agosto de 2018

Mi abuela era experta en muertes ajenas. La relación íntima y hasta carnal que los mexicanos tienen con el arte de morir la ponía en un lugar de autoridad para la materia. La contentaba nombrar a la muerte con apodos burlones, como si con eso la ofendiera o pudiera alejarla: la huesuda, la chingada, la parca, la pelona. Pero sus estrategias no alcanzaron para frenar lo inevitable.

—Me estoy quedando fuera de la fiesta, mi niña —murmuró en cuanto apoyé mi mano sobre la suya. Su voz potente había perdido intensidad hasta convertirse en un hilo de sonido pequeño y gastado—. La huesuda está cerca, ya la he visto. ¿No la hueles?

El ambiente olía a cítrico. En la mesa de noche, un frasco de vidrio lleno de agua, rodajas de naranjas y pedazos de jengibre despedían un aroma que me llevó a las tardes de mi infancia, a esas horas sentada frente a la mesa de la cocina de mi abuela siguiendo sus instrucciones precisas: cortar limones y toronjas en pedazos bien finitos, armar mezclas de romero, laurel, tomillo y menta en montañitas no mayores a la palma de mi mano, y triturar en el mortero de piedra varas de vainilla y canela hasta que apenas sean un polvo tan volátil como la arena. La alquimista que me había enseñado a fabricar aromatizantes naturales estaba en la cama, recostada entre almohadones con fundas blancas y cubierta hasta el pecho por una de esas mantas de lana color morado oscuro, que uniformaba cada cama del geriátrico.

—Espero que la marcha sea feliz, y esta vez espero no volver —insistió.

No supe qué contestar. Me limité a apretar fuerte la mano huesuda que el tiempo había desgastado hasta dejarla del tamaño de la de una niña y clavé los ojos en un frasco de crema que estaba junto al aromatizante de naranjas. Lo abrí con cuidado y hundí los dedos en la pasta blanca; con la mano libre, retiré la cobija morada y le levanté despacio el camisón.

Las piernas de mi abuela mantenían su antigua forma y la tonicidad. Ella siempre decía que tenía piernas de bailarina y nadie se atrevía a negar semejante verdad. Los años habían decolorado su piel morena; las venas que habían logrado mantenerse ocultas empezaron a notarse hasta formar un diseño similar al de un mapa surcado por ríos finitos que iban desde los tobillos hasta los muslos, cruzando por los costados de las rodillas. Seguí el recorrido de las venas, dando pequeños toques de crema suavizante. Cuando las piernas de mi abuela quedaron cubiertas de puntitos blancos, usé las palmas de mis manos para masajearlas, lento pero con firmeza. Cada músculo, cada poro, cada centímetro. Me detuve en la mancha de nacimiento que decoraba el costado de su muslo derecho, justo encima de la rodilla: un óvalo acabado del tamaño de una moneda. Mi abuela usaba las faldas de un largo que cubría la mancha y, al mismo tiempo, dejaba al descubierto las curvaturas perfectas de las pantorrillas. El largo ideal. Las noches de verano, sus camisones de muselina me permitían ver esa marca que, ante mis ojos de niña, la hacían especial.

Mientras con el dedo índice acariciaba el contorno color chocolate amargo, recordé su reacción al preguntarle, siendo yo muy pequeña, por qué tenía la pierna marcada. Con un movimiento rápido, estiró el vestido hacia abajo, como si la hubiera descubierto cometiendo un pecado; clavó la mirada en el piso y me contó, en un susurro, que muchos años atrás, en el municipio de San Pedro Mixtepec, en su Oaxaca natal, un grupo de cazadores se había detenido frente a la roca gigante de un cerro. La roca tenía dibujada la silueta de una mujer india que cubría su cuerpo únicamente con sus larguísimas trenzas. Junto a la piedra, había una cantidad enorme de plomo. Los cazadores, muy decididos, metieron en sus bolsas el plomo con el que pensaban fabricar balas. El rumor fue corriendo como corren los rumores: de boca en boca. Se armaron grupos de peregrinaje hasta la piedra, todos querían conocer a la india mágica. Hasta que una situación sirvió de alerta: muchos de los hombres que habían subido al cerro no regresaron jamás. Los lugareños juraban que de noche se podían escuchar los gritos aterradores de los desaparecidos. Solo uno de ellos volvió. Le decía a quien quisiera escuchar su historia, con la mirada aún atravesada por el pánico, que la india de las trenzas y la mancha en la pierna estaba endiablada. Mi abuela aseguraba que era una descendiente directa de esa india. Y yo le creí tanto que durante mucho tiempo me pinté la mancha con un marcador color café. Fue la única forma que encontré de pertenecer a ese linaje al que pertenecía mi abuela. Una forma poco eficaz, que se esfumaba cada noche con agua y jabón.

—Ya está, Paloma. Es tiempo de dejarla ir. Tiene que seguir su camino —dijo una de las enfermeras, mientras apoyaba su mano caliente en mi hombro.

Nayeli Cruz, mi abuela, la india mágica, murió a los noventa y dos años, sin que yo pudiera terminar de esparcir la crema suavizante sobre sus piernas de bailarina.

2

Tehuantepec, diciembre de 1939

Como todas las mañanas, segundos antes de abrir los ojos, durante el espacio entre el sueño y la vigilia, Nayeli estiró el brazo y con las yemas de los dedos tanteó el costado de su cama. No concebía la idea de arrancar el día sin poner su mano sobre la mejilla cálida de su hermana mayor. A pesar de que se llevaban tres años de diferencia, muchos creían que eran mellizas: las mismas piernas delgadas de muslos redondeados; las caderas anchas; bocas carnosas de comisuras hacia arriba, que daban el aspecto de estar siempre sonriendo, aunque no lo hicieran muy a menudo, y matas de cabellos negros, lacios, relucientes, que cubrían como cortina de seda unas cinturas finas. Pero los ojos marcaban la diferencia. Los de Rosa eran rasgados y del color castaño del río Tehuantepec; los de Nayeli, redondos y verdes como dos hojas de nopal del cerro. «Las tehuanas tenemos en la sangre todas las razas del mundo», solía contestar Ana, su madre, cada vez que alguien fruncía el ceño ante la imagen de una indígena de ojos claros.

Rosa poseía el don del movimiento: su cuerpo parecía siempre estar bailando una música que solo estaba en su imaginación. La gente, con disimulo algunas veces y sin tapujos algunas otras, pasaba por su puesto de venta en el mercado con el único fin de verla acomodar las frutas con sus dedos largos y finos, como si esa simple tarea fuera un espectáculo. Primero colocaba los plátanos, los mangos, los higos y los montones de ciruelos sobre su falda bordada de flores; con un paño de algodón les quitaba polvo y pelusas, con la delicadeza de una madre limpiando a su bebé; por último, antes de ordenar las frutas en las canastas, se despedía de cada pieza con un beso leve.

Desde pequeñas compartían una habitación, la más grande y espaciosa, de la casa de adobe construida y emparchada sobre el terreno de la familia Cruz. La decisión de que durmieran juntas la había tomado Miguel, el padre de familia, luego de que una fiebre atroz casi se llevara la vida de la bebé Nayeli. Siempre había sido enérgico pero discreto, nunca tuvo que ser ruidoso para que su palabra fuera respetada: era un hombre de silencios elocuentes. Y nadie se animó a discutirle.

Habían intentado todo para salvarla. Ni las tres gallinas de tierra ofrendadas a Leraa Queche, ni las velas encendidas día y noche para Nonachi, ni siquiera la intermediación del maestro letrado ante los dioses extraterrenales lograron que la niña sanara: su cuerpo se había convertido en un bulto pequeño y caliente como una brasa, una bola de carne y sangre que se agitaba en el afán desesperado de respirar. Fue Rosa, con apenas seis años en ese entonces, quien acercó la solución.

—Una mujer de cabello blanco me dio esto para mi hermanita —dijo con voz aflautada mientras extendía sus manos, que sostenían una canasta pequeña, tejida con fibra vegetal.

Ana y Miguel, madre y padre, sacaron de la canasta una mezcla pegajosa de resina de copal y, al mismo tiempo, miraron a su hija mayor sin entender y sin saber qué preguntar. La niña continuó con el relato:

—Me dijo que encendamos el copalito y acerquemos a Nayeli al humo blanco.

La seguridad con la que la niña dio las indicaciones no dejó espacio para las dudas, tal era la desesperación por salvar la vida de la bebé que ni siquiera repararon en que Rosa había hablado de corrido y sin media lengua. Tampoco notaron que estaba vestida con el atuendo de gala: falda y huipil con flores bordadas en hilos rojos y dorados y que sus pies, que siempre andaban desnudos, vestían huaraches de piel.

La madrina Juana corrió hasta su casa y trajo el cuenco de piedra que habitualmente usaba para moler semillas. Untaron el interior con una parte de la resina y, en el medio, acomodaron el resto armando una pelotita deforme. Miguel encendió un carbón pequeño y lo hundió en la copalera improvisada. No supieron de dónde sacó la fuerza Rosa para tomar en brazos a la bebé, pero no se animaron a cuestionar lo que parecía ser un designio: era ella quien poseía el conocimiento y el poder.

El humo blanquecino inundó la sala de la casa, el olor intenso del copal se metió de lleno en los pulmones de todos. Rosa apoyó a Nayeli en el piso, sobre una manta de algodón estampada en colores azules y amarillos. En un instante, las volutas de humo se unieron y formaron una nube compacta que envolvió a la bebé como si fuera un manto caído del cielo. Ninguno se movió por temor a romper el encanto; hasta Rosa, la única de la familia que trajo certezas a la desgracia, se quedó con los pies clavados en el suelo.

El grito desgarrador de Nayeli les hizo pegar un brinco. La nube desapareció de golpe, sin dejar rastro. Madre y madrina se cubrieron los ojos al mismo tiempo; una lo hizo con la parte baja del huipil; la otra, con la falda. Ninguna se animaba a comprobar qué había sucedido con la bebé. Miguel, que había seguido todo el proceso mirando por la ventana hacia el gran puente de acero que cruza las playas arenosas del río Tehuantepec, permaneció en la misma posición, como si la intensidad de su mirada pudiera hacer caer la estructura.

—Miren, aquí está mi hermanita. ¡Ya no quema como brasa! —exclamó Rosa al tiempo que sostenía a Nayeli—. Y sonríe. Miren, miren. La bebé sonríe.

Cuando madre, madrina y padre se abalanzaron, Nayeli ya no sonreía, pero la fiebre se había ido y el pecho ya no se le agitaba como el de un animalito herido.

—Has salvado a tu hermana, Rosa —dijo Miguel—. Desde hoy, serás su guardiana, su protectora. Dormirán juntas en la habitación grande para que puedas defenderla de los demonios y de los jaguares que algunas noches se acercan.

La hermana mayor siguió el mandato al pie de la letra. Con los años, se convirtió en un talismán: era lo último que Nayeli necesitaba tocar antes de dormir y lo primero al despertar. Pero esa mañana las yemas de sus dedos no encontraron el calor del cuerpo de Rosa. Nayeli estiró un poco más el brazo, y nada. No tuvo otra opción que abrir los ojos para comprobar lo que sospechaba: su hermana no estaba a su lado, en la cama. Un coco envuelto en un paño blanco con rayas azules y rojas ocupaba su lugar.

—¡Mamá, mamá! —gritó mientras cruzaba corriendo el pasillo largo que conectaba las habitaciones con la casa. Estaba descalza, vestía solo un camisón de algodón blanco y aferraba junto al pecho el coco y el paño—. ¿Por qué Rosa me dejó este regalo si hoy no es mi santo?

Ana apenas levantó la mirada cuando su hija menor entró como una tromba en la sala. Se quedó quieta, sentada en una mecedora de mimbre con los labios apretados y los brazos cruzados sobre su barriga. Parecía una niña encaprichada, a la que le acababan de quitar un dulce. Nayeli no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a su madre sentada, sin que sus manos estuvieran cocinando, bordando huipiles propios o ajenos, o tejiendo canastas de infinidad de formas o tamaños. Lo único que sobresaltó a la mujer fue el estruendo que hizo el coco al estrellarse contra el piso y romperse ligeramente. Nayeli pudo sentir la pulpa gelatinosa de la fruta colarse entre los dedos de sus pies.

Se le resbaló de las manos en cuanto notó que su madre estaba vestida con el traje de gala, el único que tenía, el que solía vestir para la fiesta del patrono, para las velas o las misas especiales y para despedir a los muertos: el huipil de talle corto, de muselina, bordado con motivos de flores y hojas en hilos púrpura, rojo y carmesí intenso; la falda de terciopelo haciendo juego, y el olán de encaje liso y almidonado. Colgando del cuello, el doblón de monedas de oro y, para coronar la estampa majestuosa, se había colocado el huipil de cabeza, cuyos múltiples pliegues de encaje enmarcaban su rostro haciéndola parecer una guerrera.

—Mamá —insistió Nayeli, esta vez sin gritar. Apenas un hilo de voz salió de su garganta—. ¿Dónde está Rosa? ¿Por qué estás vestida de gala?

—Pedro la ha robado, mi hijita —susurró Ana.

Miguel se acercó a su hija menor y le acarició con ternura el cabello negro que le cubría toda la espalda.

—Es la tradición, Nayeli —explicó—. Tu hermana ya está en edad de armar una familia. La madrina Juana, tus primas y las tías están en la casa de Pedro Galván dando fe de que Rosa ha dado honor a esta casa y a esta familia.

Nayeli podría haber gritado que su hermana no estaba enamorada de Pedro, que la familia debía evitar esa boda, que Rosa todavía era muy joven para pensar en un hogar con hijos propios; sin embargo, prefirió pisar con los pies desnudos los pedazos de coco esparcidos en el piso, dar un portazo y correr las cuadras que separaban su casa de la casa de la familia de Pedro.

Ante la mirada atónita de las mujeres semidesnudas que se bañaban al mismo tiempo que lavaban su ropa, acortó camino por la orilla del río. La jovencita de camisón y ojos verdes que corría por los bancos de arena como si la persiguiera un diablo sorprendió a todas.

La casa de la familia Galván era espaciosa, de paredes de ladrillo a la vista y techos mitad adobe y paja, mitad tejas. Habían migrado al istmo de Tehuantepec en 1931, días después de que el terremoto de Oaxaca dejara lo mucho que tenían convertido en polvo. El movimiento atroz de la tierra no solo había arrasado con la ciudad, sino también con el estatus social que los Galván habían ostentado: pasaron de ser ricos a ser unos humildes comerciantes de frutas y verduras en el mercado. Nunca pudieron olvidar la tragedia, el momento exacto en el que una parte del techo se desplomó y las paredes se agrietaron como si hubieran sido construidas con papel; los gritos de los vecinos, mezclados con los crujidos de la tierra y el estrépito que provocó la caída de la campana de la torre del templo de San Francisco. Padre, madre e hijos se arrodillaron en la calle, a la que habían conseguido llegar, y le prometieron al altísimo que, si lograban sobrevivir, nunca más iban a quejarse de nada. La familia Galván sobrevivió y cumplió. Todos menos Pedro, que no recordaba haberle prometido nada a nadie.

Nayeli no tuvo que colarse ni que inventar ninguna excusa para escuchar y ver lo que estaba sucediendo adentro de la casa. Todas las ventanas y la puerta de marcos verdes estaban abiertas. Fue suficiente acercarse a la ventana principal. Su hermana estaba acostada sobre una cama pequeña, de sábanas blanquísimas; el cuerpo, cubierto por un manto de algodón, también blanco.

La madrina Juana encabezaba la ceremonia. Se había ganado el puesto gracias a un pasado dedicado a sepultar a los más humildes. Nadie como Juana estaba tan al tanto de las tradiciones antiguas que rodeaban a la muerte, pero tampoco nadie era tan eficaz a la hora de fiscalizar el robo zapoteca. Detrás de su cuerpo robusto, sus hermanas Josefa y Leticia colaboraban salpicando con pétalos de flores rojas y confetis la figura de Rosa, que desde su lugar de reposo las miraba con una sonrisa triste. Alguien le había colocado un paliacate bermellón en la cabeza.

—¿Estás aquí de conformidad, hija? —le preguntó Juana.

Rosa se sentó en la cama, con la espalda contra la pared y los brazos cruzados sobre el pecho. Desde el otro lado de la ventana, Nayeli intentó descifrar la demora de su hermana mayor para contestar la pregunta.

—Sí, madrina —dijo Rosa con voz firme.

Sus mejillas oscuras se encendieron y sus ojos castaños se llenaron de pequeños laguitos que quedaron estancados en las pestañas, como si fueran un dique. Los hombros desnudos temblaron y, por un segundo, el brillo de su cabello pareció opacarse. Rosa mentía y Nayeli lo supo al instante.

Los consejos matrimoniales de las mujeres que rodeaban la cama no tardaron en llegar y retumbaron contra las paredes de la habitación: «No está bien que hayas huido con tu novio, pero entendemos que sea la tradición», «Desde ahora tendrás una nueva familia a la que respetar y querer», «No debes faltar al respeto ni a tu marido ni a tus nuevos mayores», «Deberás educar en el trabajo y en el esfuerzo a tus hijos», «No debes demorarte en traer niños a la familia, ese es el don que tenemos las mujeres». Palabras y palabras que se negaban a entrar en los oídos de Rosa.

Nayeli supo que tenía que rescatar a su hermana, salvarle la vida. Se lo debía. Se alejó de la ventana y, en puntas de pie, rodeó la casa. Esquivó los canastos que cada día se llenaban de las frutas y las verduras de la huerta para ser vendidas en el mercado, también sorteó la estructura de hojas de plátano que, colocadas sobre palos de bambú, contenían el doble de mercadería de la que cabía en las canastas. Se detuvo unos segundos delante de una pequeña puerta que daba a la cocina de la casa de los Galván; el aroma del pan recién hecho y de los tamales le hicieron rugir las tripas, con el apuro por salvar a Rosa se había olvidado de desayunar.

Cuando llegó a la puerta principal, la de los marcos verdes, entró con tanta seguridad que ninguna de las mujeres que estaban acomodadas en las sillas de la sala le prestó atención. Algunas estaban entretenidas pelando frutas; otras, abocadas a la fabricación de unas coronas repletas de rosas rojas. Nayeli cruzó un pasillo oscuro. La luz del sol, que iluminaba cada estancia de la casa, no llegaba a ese conducto de paredes húmedas de adobe. Reconoció la habitación que había visto por la ventana, se coló despacito y se acomodó en un rincón.

Llegó a ver el momento exacto en el que su hermana, desde la cama, le alcanzaba a la madrina Juana un pañuelo blanco con manchas rojas. Madrina, tías y primas hicieron exclamaciones, al tiempo que aplaudían emocionadas. No tardaron ni dos minutos en salir de la habitación en procesión, con Juana a la cabeza; en sus brazos, llevaba el pañuelo con la sangre virginal de Rosa, como si fuera un bebé recién nacido.

—¿Qué haces aquí, niña? —preguntó la hermana mayor en cuanto notó que se habían quedado solas.

—¿Qué haces tú aquí? ¡Te vistes y vamos ya mismo para la casa! —ordenó la hermana menor. Levantó la falda y el huipil de Rosa, que habían quedado hechos un bollo en el piso, y arrojó las prendas sobre la cama—. ¡Vamos, vístete!

—Ven aquí, hermanita —dijo la mayor, con tono maternal.

En ese momento, Nayeli entendió que acababa de perder a su hermana. Sin embargo, obedeció y se sentó a su lado, con la actitud de quien va a visitar a un enfermo. Rosa le tomó ambas manos, las besó y lanzó una advertencia:

—Tienes que irte. —Nayeli abrió la boca para interrumpirla, pero Rosa apoyó el dedo índice sobre sus labios y siguió hablando—: Yo ya soy la mujer de Pedro Galván, le he entregado mi cuerpo a cambio del tuyo. Pero no estás a salvo, en poco tiempo su hermano Daniel irá por ti.

—¿De qué hablas? No entiendo.

—Eres una tehuana de ojos verdes, niña. Eso cotiza mucho en la familia Galván. Insisten con que eso les devolverá el estatus que perdieron después del terremoto.

—Nuestra familia no lo permitirá. Salgamos ya mismo de aquí. —Me quedo —dijo Rosa con certeza—. Tendré mis hijos y mi familia con Pedro.

—Pero tú no lo amas —dijo Nayeli, al borde del llanto.

Rosa se levantó de la cama. Estaba totalmente desnuda. Unos moretones en sus muslos dejaban ver que el consentimiento no había formado parte de la noche con Pedro. Caminó despacio hasta el rincón en el que había quedado su ropa de tehuana, tirada sobre el piso. A pesar de la desazón y la resignación, sus movimientos fueron suaves, danzados, como si su cuerpo acariciara el aire.

Se puso en silencio la falda larga y el huipil. De memoria, separó su cabello en dos partes y lo trenzó. Mientras enroscaba las trenzas con una cinta violeta sobre su cabeza, reparó en que Nayeli, su hermana menor, su tesoro protegido, la miraba con la misma fascinación de siempre. No pudo evitar sonreír. Le causó alivio saber que perder su virginidad no había hecho mermar ni un ápice su magnetismo. Se secó las manos sudadas en los costados de la falda y se arrodilló ante su hermana, que seguía sentada en el borde la cama.

—Tienes razón, mi niñita. Yo no amo a Pedro, pero ¿tú sabes acaso lo que es el amor? —preguntó.

Nayeli negó con la cabeza, mientras se mordía el labio inferior en un esfuerzo por no llorar.

—El amor es una tragedia. Algunos se la imponen por propia voluntad, y a otros nos la imponen. Pero nunca es feliz. El amor feliz no tiene historia, y yo quiero que tú seas feliz y que tengas una historia. Huye, hermanita de mi alma, lejos, bien lejos.

—¿Qué tan lejos, Rosa? —Las preguntas salían de la boca de Nayeli como cataratas. Sabía que su hermana nunca se equivocaba y no confiaba en nadie más que en ella—. ¿Y qué les digo a nuestros padres? ¿Y con qué dinero voy a huir? El cerro es el lugar más lejano al que me han llevado mis pies.

Rosa le apretó fuerte las manos y le clavó los ojos como nunca antes lo había hecho. Se quitó con cuidado un collar que colgaba de su cuello y, mientras lo pasaba por la cabeza de su hermana, sentenció:

—Este amuleto te cuidará siempre. Tú eres hija del momento, Nayeli. Y yo no voy a permitir que te pierdas.

Y así fue.