ADELANTOS EDITORIALES

La pelea por los infiernos • Enrique Zúñiga

Las mafias que se disputan el negocio de las cárceles en México.

Escrito en OPINIÓN el

Cada cárcel en México es un infierno particular.

Algunas prisiones tienen salas de tortura, otras poseen cuartos de ahogamiento, algunas más son emporios criminales bien aceitados y otras han sido sitios de exterminio; ciertos reclusorios han devenido cuarteles para reclutar masivamente carne de cañón, y otros, en cambio, son fortalezas perfectas para que los capos pacten el rumbo del crimen y de grandes regiones del país. En algunas penitenciarías se promueve la industria de la extorsión, en otras, la violación a escala industrial…

Enrique Zúñiga es una de las poquísimas personas que han atestiguado todos estos fenómenos. Durante lustros y lustros pudo entrar a una inmensa cantidad de cárceles debido a su trabajo de visitador penitenciario. De Chihuahua a Acapulco, de Topo Chico a Tamaulipas, del Estado de México a Cadereyta, logró entrar a rincones a los que ninguna autoridad podría acercarse y conseguir testimonios inaccesibles a cualquier juez. Con su doble vena de criminólogo y reportero, analiza en este libro el peso específico que las prisiones tienen en el gran sistema criminal de México y desvela la guerra oculta —y el botín inmenso— que se disputa en cada uno de estos lugares.

Fragmento del libro “La pelea por los infiernos” de Enrique Zúñiga editado por Grijalbo. Cortesía de publicación de Penguin Random House.

La pelea por los infiernos | Enrique Zúñiga

#AdelantosEditoriales

 

Mi estancia en el infierno

Otros hagan aún el gran poema, los libros unitarios, las rotundas obras que sean espejo de armonía. A mí sólo me importa el testimonio del momento inasible, las palabras que dicta en su fluir el tiempo en vuelo. La poesía anhelada es como un diario en donde no hay proyecto ni medida.

José Emilio Pacheco

Yo no purgué condena, pero mi penitencia fue ver el castigo sobre los otros: cómo se iban apagando, consumiendo, quebrando… Fui testigo de cómo su sentencia fue una extensión de su vida en el exterior, la cual terminaron de pagar al interior. Las cárceles de la miseria en las que siempre vivieron se hicieron extensivas; cambiaron las villas pobres, de sus barrios rotos, a las celdas en prisión.

Recorrí laberintos, en sentido figurado y literal. Sentí sus soledades y los vi intentar exorcizar sus fantasmas a través de distintos medios: desde la poe­sía hasta sustancias psicoactivas. Lo que generaban en su alma una línea, dos monas, una mota, los chochos…

Los vi desolados, inconsolables, arrepentidos… También los vi mise­rables, canallas, gozosos de sus actos. Los encontré hacinados, muertos de hambre, totalmente enloquecidos, viviendo en lugares inmundos, entre la suciedad­ y la enfermedad, y hasta en “jaulas de oro”, lujos que pretendían llenar sus vacíos. Los hallé con la cabeza baja, los hombros caídos, el espíritu acribillado; pocas veces los vi con el corazón en alto y el alma liberada, sien­do nuevas personas. Pude verlos enfrentados, masacrados, gastando la vida en el sinsentido de la violencia, la falsa pertenencia, las mafias y la corrup­ción infame.

La cárcel, ese monstruo devorador de almas, fue mi lugar y materia de estudio; estar en sus entrañas fue el acto más temerario que alguna vez pensé llevar a cabo, no por valiente, sino, primero, por curioso, después, por disi­dente; juro que siempre opuse resistencia, pero ese gran Leviatán encuentra la forma de devorar parte de ti.

Observé grandes muros y torres que aparentaban resguardar una fortale­za. Crucé alambradas como las que describen los sobrevivientes de los gulags o los campos de exterminio nazis. Custodios, perros entrenados y cámaras materializaban esa aspiración, tan distópica, de la disciplina, arraigada profun­damente en las mentes ortopédicas, cúspide de los amantes del castigo y el orden. Caminé junto a muchos prisioneros y, en mi supuesta libertad, caí en cuenta de que todos estamos presos, somos rehenes de nuestros miedos, del monstruo debajo de la cama, de la incertidumbre, de la inseguridad.

Los encontré libres, y recordé a Mario Benedetti, porque vi cómo su mundo tenía una esquina rota: el espejo de su vida se quebró, aunque sólo fuera por un pequeño lapso. El mundo ya no siguió siendo lo que algún día fue. Su libertad la vivían en lo abstracto, dado que muchos siguieron siendo prisioneros en los hechos. Parte de ellos quedó en esos lugares de espanto.

A ellas, las vi solas, abandonadas, aferradas a sí mismas, tomadas de la mano, abrazadas, intentando disfrazar que eran presas del olvido. Las escuché y vi violentadas, rotas y desgarradas, pero, aun con todo, intentando vivir esa perra vida.

A unas las vi Helenas —arquetipo de la belleza—, a otras las vi Zule­mas —carne de presidio que algún hombre volvió objeto—, imaginarios que convergían en un hecho: la belleza en prisión es lastre o salvavidas. Prosti­tuidas, golpeadas, juzgadas, deseadas, la mayoría de ellas estaba pagando una condena doble: la del encierro y la de ser mujeres.

A ellos, a esos que se les denomina autoridad, los vi humanos, los en­tendí como capitanes de un barco a punto de naufragar; pero también los vi ­miserables, canallas, ejemplos perfectos de los hombres infames, siendo peores que aquellos a los que siempre juzgaron.

A aquéllos, los alabadores de la crueldad y el castigo, los observé y escuché­ indiferentes; sin embargo, justificaban el horror y gozaban de la miseria­ de los cautivos. A pocos los vi intentando derrumbar esas rejas de mentira e ignominia bajo una premisa simple: la libertad es la esencia de la vida.

Los pude ver, y me pude ver, y en esas especulaciones de las miradas me reconocí en todos, en cada uno de ellos, pero también me sentí lejano, distante, y comencé a pensar, o bien que el crimen era demasiado humano, o bien que yo estaba adquiriendo cualidad de monstruo. Fue entonces que, como un rayo de luz, una epifanía, entendí lo que significaba ese lugar.

Ciudades prisión: Las paradojas de los “seres libres”

Porque, en verdad, el único medio seguro de domi­nar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella.

Nicolás Maquiavelo

“¿Qué hago?”, me pregunta Álex, mientras disminuye drásticamente la velocidad del auto. “Si me echo en reversa nos disparan, pero no alcanzo a distinguir si son militares, policías o ‘los malos’”, me continúa diciendo.

Confío en su experiencia, lleva años pasando por lo mismo. Conoce bien los caminos. Es oriundo del lugar.

“Dale para adelante”, le contesto. Aunque dudo de mi respuesta, porque lo que alcanzo a ver es un auto atravesado en la carretera, la que va de Tepic a San Blas, y a varios sujetos parados a los costados del camino con armas largas.

Avanzamos lentamente y observamos cómo los hombres entran en estado de alerta y se alistan para lo que venga.

Mientras nos acercamos percibimos que se trata de militares. Hacemos alto total y, desde unos matorrales que los cubrían, emergen más elementos. Estaban escondidos. Nos rodean y piden que abramos las ventanas del auto.

“Buenas tardes, ¿a dónde se dirigen?”, nos dice uno de ellos.

“Vamos a la prisión municipal de San Blas, somos gente de derechos humanos”, contestamos. Observan los logos en nuestras camisas y bajan la guardia. Los elementos que salieron de los matorrales vuelven a ellos.

“No se puede pasar por el camino, estamos resguardando a un equi­po de forenses que están trabajando en un asunto de fosas clandestinas, pero si quieren los dejamos pasar, aunque hay retenes más adelante”, nos señala el mismo militar que nos saludó.

Contestamos que no y nos retiramos.

“¿Ves?, te dije, así salió mejor”, me dice Álex, mientras maniobra para poder regresar por el camino.

La posibilidad de recorrer el país para visitar prisiones me permitió ir forjando una mejor idea de éste. De norte a sur se podían ver sus transmutaciones y dinámicas, lo poblado de sus caminos, signo de las violencias del momento, o la forma en que se iban instaurando grupos de poder, así como la imposición de políticas públicas. Vivencias como la anterior se presentaban con más frecuencia de lo que uno quisiera, pero ésa era la realidad.

Sergio Tonkonnoff (2015) señala: “De modo que para saber qué es cada lugar, es preciso reconstruir la estructura subyacente en la que se halla inscrito. Puesto, en otros términos, toda organización urbana no es otra cosa que un sistema (de signos), con una sintaxis y vocabularios propios” (p. 325).

En muchos de esos poblados operaba una suerte de prisionalización. Siempre había alguien observando, resguardando algo, construyendo muros, levantando alambradas, colocando retenes. La libertad era una noción, no un hecho, a pesar de que se “andaba libre”.

En efecto, Álex y yo éramos sujetos de escrutinio para los llamados halcones,1 quienes te ubicaban desde que entrabas al poblado para avisar a sus mandos que alguien de fuera acababa de llegar. Paradójicamente, en un mundo interconectado, globalizado, el paso de una comunidad a otra implicaba ser objeto de sospecha por la cualidad de fuereño.

Esos sujetos, insertos en los imaginarios del narco, aspiraban a ser como sus jefes, quienes, al igual que ellos, habían empezado desde abajo y, poco a poco, a modo de reconocimiento de su labor, habían escalado posiciones hasta convertirse en bosses. El escalafón sigue una lógica: de halcón a distribuidor, de distribuidor a sicario, de sicario a jefe de grupo, de jefe de grupo a jefe de plaza, y así hasta llegar a ser el “gran capo”.

Pensamiento mortalmente errado, porque “las balas o la cárcel acortan el viaje”, como lo diría Eduardo Galeano.

En las pseudoguerras neocoloniales, los “desechables” se vuelven parte de los verdugos: víctimas y victimarios coexisten en un mundo donde todos somos sobrantes de algún lugar. Empecherados,2 listos para el topón, para el enfrentamiento, deambulan como carceleros por las comunidades. Son fuerzas para-: paramilitar y parapolicial. Paradójicamente, una vez más, se convierten en aquello contra lo que supuestamente pelean, son parte de los gobiernos privados indirectos,3 pero en supuesta pugna contra el poder. Son una farsa, una pantomima, un circo…

Se asumen como lobos que enseñan los dientes ante las presas más indefensas, pero son corderos ante los poderosos. Necesitan andar en grupo, por­ que estando solos vuelven a ser esos nadies de antaño.

Excluidos, lejanos de las políticas públicas y las aulas, pero siempre cercanos a los gobiernos de muerte, de despojo, que encontraron en ellos vidas manipulables y desperdiciadas, indignas de llanto. Libres, pero presos, y no hay peor encierro que el que uno se inventa y se construye. Nunca salieron de sus pueblos, a pesar de que algunos de ellos viajaron por el mundo. Qué contradicción tan cruel, porque pisaron tierras lejanas sólo para consumirlas, como consumieron drogas o personas.

Edificaron las murallas del encierro, la propia y la de otros, por lo que sus cuerpos fueron reclamados por esos lugares. Sus vidas eran la alegoría perfecta de las novelas de Juan Rulfo: regresar al lugar de sus amores/horrores, ya fuera al volante de una camioneta de lujo o con la novia/esposa trofeo, montados en el auto de moda o en un ataúd.

Vivieron como bandoleros, escondidos, huyendo, llevando consigo sus historias de miseria, maltrato, abandono y olvido. Pero también su infamia, la sangre y traición a sus comunidades. Se volvieron sus propios verdugos. ­Cerraron los caminos, en un sentido figurado y literal, para que al final quedaran atrapados ahí, física y espiritualmente.

Se creyeron libres en el mercado del libre comercio, pero, al igual que las mercancías, fueron un número más. Y también fueron capturados por esa insatisfacción que genera una sociedad consumista, donde el deseo es una liebre inalcanzable: salta, salta, salta…

Ejércitos informales que, insertos en una guerra difusa, y hasta confusa, se adueñaron de territorios y los hicieron rentables. Forjaron una economía impulsada por el derecho o pago de piso, una genialidad para que fluya el dinero a manos privadas, el “fisco” de los delincuentes. El sat no tiene un sistema tan efectivo.

Transité por muchos de esos poblados, y mientras los andaba y escuchaba las historias de vida, caí en cuenta de que el infierno no se ubicaba sólo en las cárceles, también se había materializado en las comunidades, donde todos estábamos presos (en diversas vertientes y niveles), rehenes de miserables a los que les cedieron el gobierno de la violencia.

Las personas no necesitaban que les cerraran las puertas; de facto, cual to­ que de queda, echaban el cerrojo de noche, mientras el “diablo andaba suelto”, y de día tenían tregua para seguir generando las ganancias, mal habidas, de sus carceleros.

La desarticulación, la ruptura de esos territorios, no se dio gracias a ocurrencias simples o ideas que surgieron de la nada, sino que se fraguó toda una estructura bélica, con apoyo técnico-político, que apuntó hacia un fin expropiatorio y que fincó nuevas directrices de gobierno. Gobiernos enaltecedores de la necropolítica, de las insignificancias de las vidas y las capitalizaciones de las muertes, donde “los malos”, los policías y la milicia especulan el uno frente al otro, teatralizan, mientras la desgracia se ahonda y el estado de ex­cepción se impone.

Imposiciones que se extendieron, y también consolidaron, en las ciu­dades hipermodernas, llenas de contrastes, lugares en los que convive la pobreza con la riqueza obscena y la mendicidad con el derroche. Casas hi­perprotegidas como resguardo de la propiedad privada y barrios cercados como contención de una delincuencia desenfrenada. El ojo del gran hermano observa y vigila. “La vigilancia a través de videocámaras transforma los espacios públicos de la ciudad en interiores de una inmensa prisión” (Agamben, 2014, p. 26).

Y es aquí donde formulo la siguiente pregunta. En estos sistemas, ¿quié­nes son los presos?

NOTAS

Término para designar a aquellas personas que vigilan.

Vestidos con chalecos antibalas.

Forma de gobierno planteada por el teórico Achille Mbembe (2011), quien explica que se trata de estructuración social donde se da una transferencia total o parcial de todo aquello de titularidad pública a entes privados. Surgen en contextos de gran desa­bastecimiento, desinstitucionalización, violencia generalizada y desterritorialización.