En los debates teóricos filosóficos y de teoría política es común dar por sentada una noción de autonomía moral, desde la cual, se busca colocar al sujeto de derechos y de responsabilidad moral como un agente que, usualmente, toma sus decisiones y cursos de acción alejado de las particularidades del mundo y de los contextos sociales en los que vive. También es bastante común que se asuma, aunque sin mencionarlo explícitamente, que dicho agente es un varón quien es además blanco y de clase media, educado y racional y que enfrentará la disyuntiva que tiene delante de una manera desinteresada y abstracta a la par de que estará en condiciones de asumir los grandes costos (materiales, emocionales o sociales) que, en ocasiones, tendrá el hecho de que actúe de forma recta e imparcial. Ello, precisamente, implica actuar según nuestro deber moral.

Frente a esta noción de autonomía, destacadas feministas de los años setenta y ochenta del siglo pasado, han interpuesto diversas críticas. Carol Gilligan escribió en 1982 el famoso libro In a different Voice, el cual constituye un parteaguas para aproximarnos a las diferentes maneras en las que la socialización humana, en sus distintos contextos, ha llevado a que hombres y mujeres tendamos a enfrentar nuestras disyuntivas y a tomar las decisiones más importantes en nuestra vida (qué profesión seguir, si nos sometemos a un aborto, hasta qué punto nos involucramos en las labores de cuidados familiares, entre otras) de manera diferente.

Los varones generalmente son socializados para tomar decisiones teniendo en cuenta valores abstractos como el de la justicia, la racionalidad, la eficiencia, entre otras, a la vez que las mujeres somos socializadas en poner atención en los daños o beneficios concretos que una decisión puede generar en las vidas de quienes nos rodean, así como en tener en cuenta la lista de ventajes y desventajas que cada curso de acción puede enfrentar.

Mientras que, por ejemplo, los hombres que filosofan sobre el bien y la moral, como Immanuel Kant, podrían llegar a la conclusión de que mentir es siempre actuar de forma contraria a nuestro deber, alguna mujer que tenga que cuidar de su hijo, podría llegar a la conclusión de que mentirle al agente de migración, o negociar con él, estaría justificado para evitar que sea apresado y deportado causando un daño mayúsculo a su vida y a la de su familia.

De manera de que, a grandes rasgos, podríamos pensar que existen dos grandes modelos, entre otros que puedan proponerse, para tomar decisiones importantes: por un lado, hacer todo aquello que está sugerido por las reglas legales, por los códigos de conducta o por las grandes tradiciones de pensamiento. Por otro lado, estaría aquélla que busca capturar lo que, en cada circunstancia, es más acertado, tratando de reconciliar lo que Gilligan señala que son “responsabilidades en conflicto” y que funda lo que, en la literatura, se conoce como la ética del cuidado. Este último modelo busca reconocer que la vida cotidiana impone, en muchísimas ocasiones, necesidades apremiantes (como la de proveer cuidados inmediatos a nuestros familiares) que no pueden ser pospuestas y que los modelos de toma de decisiones, más tradicionales, no incorporan suficientemente.

Desde una perspectiva de cuidados, es necesario analizar, con mucho detenimiento, qué tipo de modelo de autonomía moral es idóneo recuperar para poder dar cuenta de las múltiples obligaciones y cargas que asumimos quienes realizamos actividades de cuidados (ya sean hombres o mujeres).

La idea es que independientemente de nuestra identidad sexual y de género, la noción de autonomía que favorezcamos en nuestros estudios académicos así como en nuestro actuar social y político, reconozca que el ideal de autonomía tome en cuenta a la persona de carne y hueso que está inserta en un contexto complicado, que se encuentra entre alternativas difíciles (abortar o proseguir con un embarazo, por ejemplo) y que, en muchos casos, sus decisiones estarán marcadas por actividades que no puede delegar.

Dicha tarea también implica acercar la noción de autonomía (normalmente abordada desde una perspectiva androcéntrica) a las tareas que tradicionalmente hemos realizado las mujeres (las tareas de cuidados de las y de los otros) sin las cuales las sociedades no pueden prosperar. También implica reconocer que las y los agentes autónomos pueden ser personas que a la vez que reflexionan y utilizan conceptos abstractos como los de “deber” o “justicia”, reconocen también que no pueden pensarse alejados y alejadas de las responsabilidades cotidianas que tenemos con las demás personas y que ellas nos lleven a situarnos en situaciones más complejas y menos ideales que las tradicionalmente supuestas por la filosofía clásica. Implica, finalmente, reconocer que debemos de prestar más atención a las exigencias y obligaciones que nos interpone el mundo que nos rodea.  

La reflexión anterior debe de reflejarse en idear e impulsar mejores políticas públicas que reconozcan las necesidades de las personas autónomas quienes realizamos cotidianamente muchas tareas de cuidados en beneficio de otras personas dependientes e interdependientes y, en última instancia, del bienestar colectivo.

Itzel Mayans Hermida

Es profesora – Investigadora en teoría política contemporánea en el Instituto Dr. José María Luis Mora. Es Doctora en filosofía política por la UNAM.